Benji se convirtió en la persona más importante para Armand junto con Sybelle. Admito que es adorable.
Lestat de Lioncourt
¿Alguna vez habéis rezado a Dios? Un
dios cualquiera, sin nombre ni grandes títulos, que os ayude a
encontrar el sendero apropiado y os tome de la mano para no sentiros
solos, angustiados y heridos. Un dios sin rostro, sin género, sin
voz, sin tacto y sin forma definida. Un ser que os haga sentiros
amados, comprendidos y libres de expresaros tal cual sois. Una
divinidad natural e intrínseca en cada gen. Algo tan natural como
divino. Omnipresente, pero que no juzga anticipadamente ni condena
los actos hechos por comprender este mundo o el siguiente que exista
tras la muerte.
Yo lo he hecho. Admito que lo he hecho.
Me he puesto de rodillas en diferentes posiciones de rezo, tanto la
que admite la cristiana como la musulmana o la budista, mientras
temblaba de rabia, miedo, dolor, indignación o desasosiego. Era un
niño y mi fe estaba desgastada. Empezaba a pensar que ese dios, o
ese conjunto de energías divinas, eran una leyenda urbana o el
propio Santa Claus.
Tenía trece años, los pies helados,
las manos llenas de heridas por defenderme de los golpes que mi “amo”
me propinaba, y el estómago vacío como las conciencias de muchos
empresarios sin escrúpulos. Una edad intempestiva, que está llena
de magia y rebeldía, la cual no me acarreó la libertad y la ruptura
de normas hacia mis padres. Mi madre murió siendo yo un niño y mi
padre decidió venderme pensando que era mejor que verme morir en el
desierto. Los hombres sobreviven a una vida nómada, pero para eso
hay que cruzar una edad y yo era aún un mocoso lloroso aferrado a
las riendas de su camello. Por eso fui vendido y tras varios años de
injustos golpes, insultos y vejaciones sólo me quedaba rezar.
Una noche Fox llegó ebrio y eufórico
por algunas drogas sintéticas que había logrado probar en uno de
laboratorios de sus distribuidores. Se paseó por el apartamento
envalentonado porque tanto Sybelle como yo teníamos miedo. Fox era
el hombre que me adquirió y ella su dulce hermana, la cual pasaba
las noches tocando el piano intentando alejar los demonios, fantasmas
y pesadillas que se adherían a su dulce rostro en forma de lágrimas.
Una noche como cualquier otra llena de gritos, portazos, golpes y
amenazas. Pero algo cambió. El silencio se hizo y escuché como algo
caía al piso del salón. Sybelle había dejado de tocar y creí que
había ocurrido lo peor.
Corrí descalzo, con el rostro
desencajado y el alma llena de miedos. Lo que vi me impactó. Había
un muchacho, o lo que parecía un muchacho, de pie con el rostro y
las manos quemadas. Llevaba unas prendas que parecían haberse
quemado al apagar cientos de colillas de cigarrillos. Estaba allí
con su hermoso cabello cobrizo revuelto sobre su frente y unos ojos
castaños enormes, almendrados y desafiantes. Súbitamente pensé en
mis rezos. Había pedido mil veces a todos los dioses conocidos, y a
ese sin nombre, que se lo llevara al infierno... de existir uno.
Él era Armand. Un vampiro. Un ser
sobrenatural al que llamé cariñosamente Dybbuk y por el cual me
convertí. Quería vivir por siempre a su lado, protegido por su
heroica figura y sintiendo ese amor dulce, como el amor de una madre,
entre sus brazos y bajo sus acaricias contra mi cabello.
Mi nombre es Benjamín, pero todos me
llaman Benji.
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