Cagada nivel Marius...
Lestat de Lioncourt
—No debiste—dije furioso apretando
los puños.
Benjamín dormía ya. Las fuerzas se
habían dilapidado entre largas horas a la luz de un candil leyendo
las viejas historias que yo acumulaba. Aquellos libros viejos, de
hojas amarillas y letras manuscritas, habían sido su mejor regalo
para su nueva andanza en este mundo. Ya no era mi niño, no era mi
ángel de rostro redondo y negros cabellos rizados. Era un vampiro.
Un inmortal que caminaría por este mundo hasta el fin de los
tiempos.
—Ya te he dicho que lo hice por amor.
El mismo amor que tú me enseñaste—respondió taimado. Parecía
envuelto en un aura celestial, por no decir divina.
Lestat estaba catatónico aún. La
rabia me carcomía desde hacía semanas. Las palabras de Santino
retumbaban en mi memoria como una explicación cruel a su modo de
salvarme. Me aferré a mis brazos, entregándome a un abrazo sincero
y personal, mientras él permanecía de pie frente a mí con aquel
arrogante porte. Parecía uno de esos empresarios de mundo, uno de
esos hombres que caminan por las ciudades mirando a todos por encima
del hombro. Yo incluso me encontraba descalzo, con unos pantalones
deslavados y llenos de barro, observándolo igual que una fiera a
punto de salvar a la yugular.
—No te hagas el digno—comenté tras
una ligera risotada. No creía nada.
—Amadeo...—dijo dando un paso hacia
mí.
—¡Armand!—exclamé.
—Siempre serás mi Amadeo.
Sé que quería apelar a lo que fuimos
y ya no éramos. Deseaba ablandar mi corazón, enterneciendo mi alma
y sofocando así mi furia. No. No iba a lograrlo. Recordaba la noche
densa y oscura en el paseo marítimo después que Akasha feneciera.
No iba a permitirle salirse airoso.
—¿Tu Amadeo?—alcé ambas cejas y
luego fruncí el ceño—. Ese muchacho murió tras ser torturado
peor que a un animal que acude al matadero—prácticamente siseé—.
El mismo que tú no te dignaste a salvar.
—He cambiado—llegó a decir de
nuevo.
No podía creer. De nuevo apelaba al
sentimentalismo barato. Quería que creyera que alguien como él, que
no había cambiado en más de cinco siglos, lo haría en tan sólo
unas décadas. No era aquel niño estúpido rescatado de un burdel.
Ya no.
—Los que son como tú no cambian—le
escupí con rabia—. No te mientas.
—Benji y Sybelle eran demasiado
frágiles para este mundo.
Benji había soportado ser adquirido
como si fuera un objeto de bazar en un país exótico. Era un esclavo
para el comercio de drogas y el robo de carteras en el metro y las
calles de New York. Ante todos era un niño perdido, pero la verdad
es que ya caminaba hacia un adulto astuto imposible de detener.
Sybelle se hizo fuerte y libre cuando maté a Fox, su hermano y
carcelero, logrando que así ambos supieran que era respirar un aire
que no estuviera viciado de odio, violencia y horror. ¿Cuál
fragilidad? Sólo quería poner una línea divisoria entre ambos.
—¿Te has planteado que podría
ocurrir lo mismo que con Daniel?—pregunté intentando no perder las
formas. Mis largas uñas se enterraban con fuerza en mis brazos. Me
sentía rabioso.
—Daniel es una excepción. Además
estoy cuidándolo por ti.
¿Una excepción? Perdió el poco
juicio. Aquel hermoso periodista cayó en la locura súbitamente tras
convertirlo. No sé qué vio en mi sangre o si mi sangre era tan
tóxica y perversa que lo magulló. Ansiaba ser un vampiro y tras
serlo quedó encerrado en una marejada de miedo, odio, violencia y
jucios insanos.
—Es curioso que cuides a mi creación,
pero no tuviste agallas de hacerlo conmigo—chisté.
No eran celos. O quizá sí lo eran. No
lo sé. Simplemente recuerdo que quería que él sufriera por todo lo
que había hecho. Deseaba que llorara frente a mí como frente a la
caída de su magnífico Imperio Romano. Necesitaba verlo como un
cristiano a punto de ser devorado por los leones del circo.
—Ya no se puede cambiar el
pasado—murmuré destensando mis músculos y tomando asiento junto
al cuerpo de Benji. Él seguía dormido, hundido en un sueño
profundo, que le hacía verse aún más hermoso. Era mi pequeño y él
lo había mancillado.
—No, ya no—dijo rindiéndose al fin
ante mis palabras con un ademán extraño. Su rostro parecía
cubierto de un dolor intenso. Me sentí Marco Junio Bruto clavando el
puñal que acabó con Julio Cesar. Como si hubiese comprendido que no
había motivos para el engaño. Nadie allí le iba a creer—. Ni
siquiera aunque pidas tantas disculpas como granos de arena hay en la
playa más cercana.
—Querubín...
—No, diablo—dije apoyando mi mano
sobre los sedosos cabellos de Benjamín.
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