Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Dios y su querubín.

Marius la cagó de nuevo. ¡Quiero decir! Armand no se merecía sufrir así.

Lestat de Lioncourt 




—Todavía permanece a tu lado la ira y el desasosiego—comentó de pie.

Había ido a verme. Aquello que había soñado durante siglos estaba ocurriendo. Él estaba ahí, como un hermoso príncipe cuando rescata a la princesa en los dulcificados cuentos actuales, aguardando que me incorporara y me lanzara a sus brazos. Ya era tarde. Cenicienta no deseaba colocarse su zapato de cristal, Aurora descartó levantarse de la cama y Capertucita prefería al lobo.

—Sí, como en ti un ego tan poderoso que ciega y desconoce que es el arrepentimiento por tus malos actos—dije sin siquiera dignarme a girarme hacia su figura.

—¿Ya no me amas?—preguntó con aquella voz profunda que lograba desmoronarme.

—He contado a las estrellas cada promesa que me hiciste, detallado mis sueños y pensado en ti como un dios bondadoso que me salvaría. Pero no me salvaste. No cumpliste ni una de tus míseras promesas...—murmuré abrazándome a mí mismo entretanto recargaba al espalda contra el banco de aquel paseo marítimo, muy cerca de la cabaña donde nos encontrábamos y de la playa.

Las olas golpeaban la fuerza de Poseidón las rocas, las gaviotas chillaban intentando encontrar algo de alimento y el cielo se confundía con las aguas oscuras, tan nocturnas como mi alma, debido a su terrible negrura. No obstante, se podían ver las estrellas y una intensa luna llena.

—No pude—se excusó de forma simple, lo cual me envenenaba el alma.

—No quisiste—dije—. Corrígete— añadí.

—Eres un insolente—dijo de inmediato.

Comenzaba a crisparse. Pude sentir como la ira lo consumía igual que el fuego a un pequeño cerillo. Ni siquiera me había incorporado, girado y observado su hermoso rostro. Me negaba a verlo porque caería en sus trucos. Estaba molesto y cansado de ser el idiota que lloraba por él, que lo esperaba cargado de fábulas y amor. No. Ya no sería mi Eros, pues más bien siempre fue Hades y yo un pobre iluso viajando por el inframundo.

—Soy un insolente...—mascullé sonriendo con algo de esfuerzo.

Me levanté para acercarme a la barandilla que daba al paseo. Coloqué mis manos sintiendo como el hierro estaba húmedo por las inclemencias del tiempo. El mar estaba subido y bravo, se mostraba desafiante, y golpeaba el mundo como lo hacía la fúrica alma de mi creador, mi padre, mi amante y mi mentiroso dios. Un dios ciego que sólo veía la virtud de su obra, pero no las cicatrices que dejaba a su paso.

—No podía rescatarte, pues estaba herido—se acercó a mí, quizá templando demasiado sus nervios y usando una de sus tantas máscaras.

Recordé aquella noche donde se encerró dejándome atrás, rogándome que no me acercara a él porque no era el culpable de haber incendiado su ira. Incluso pude sentir el peso del hacha entre mis manos y como la enterraba en la madera. Él no era el único atacado por la rabia y la indignación.

—¿Cómo es posible, que tanta belleza oculte un corazón duro y lacerado? ¿Por qué le amo, por qué me apoyo, cansado, en su irresistible e indómita fortaleza? ¿Acaso no es el espíritu marchito y fúnebre de un hombre muerto vestido con la ropa de un niño?—cité aquellas palabras que una vez vi escritas en un papel sobre su escritorio.

De inmediato se abalanzó sobre mí agarrándome de los hombros, para luego estrecharme con una ansiedad desconocida. Me pegó a él y pude sentir su cuerpo duro, algo frío y el aroma a pinturas que siempre le envolvía. Por un momento me sentí un niño extraviado en un palacio en Venecia. Quise llorar, pero al ver las estrellas recordé las torturas en Roma y me separé. Me revolví entre sus fornidos brazos de hombre terco y estúpido, le ofrecí un empellón y le miré rabioso.

Entonces él me abofeteó como un padre molesto por una travesura, me agarró del cuello y me colocó contra la barandilla. Pude sentir el hierro rozando mi lumbar mientras percibía en sus ojos azules, habitualmente fríos como un glaciar, un fuego similar al magma que escupían los volcanes. Abrí mis labios carnosos y trémulos, para de inmediato dejar escapar un par de mis lágrimas. Coloqué mis manos sobre su muñeca, pero no me soltaba. Era igual que un perro que atrapa una presa.

—Tú tampoco eres un santo... —chistó.

—No, pero yo sí te amé en cada anochecer. Sufría cuando te marchabas sintiéndome vacío y humillado. Tú me destruiste más que Santino y su secta de vampiros enloquecidos—susurré casi sin aliento.

—Amadeo...—murmuró soltando mi cuello mientras aproximaba su boca para besarme.

Dejé que lo hiciera. Permití que mi verdugo de nuevo depositara una cantidad exacta y dolorosa de veneno. Me aferré de inmediato a las solapas de su elegante chaqueta borgoña y permití que me dominara con su lengua, su ímpetu, su rabia, su odio y sus deseos más primarios.

Cualquiera que nos vio en aquellos momentos vería a un niño, porque así me siento en ocasiones, avasallado por un hombre de negocios algo corpulento, de hermosos rasgos grecorromanos y con una espesa cabellera tan rubia y salvaje como la de un celta. Tenía ante mí a un hermoso asesino de sueños y promesas, pero cualquiera vería a Dios mismo besando a uno de sus querubines.

Deseé que me arrancara aquellas simples y vulgares prendas. Desde la cazadora de cuero negra que había robado a mi última víctima, dos tallas mayor a las que requería, así como la camisa de aquel fastidioso concierto en el cual me colé para conseguir un par de presas fáciles. Incluso ansié verme desnudo, como lo había estado muchas veces en su estudio en aquel lecho que consideraba nuestro, bajo su sofocante presencia, siendo invadido por aquel duro miembro y mordido como si fuese una bestia salvaje. Me hizo su esclavo más allá de la bolsa de monedas que pagó por mí y mi destino. Era reo de un salvaje amor que ardía aún en mi pecho, aunque lo negaba y aislaba para no hacerme daño.

Él estaba abalanzado sobre mí acariciando mi cintura con sus manos. Esas manos que podían hacerte alcanzar el cielo, que deseaba besar y lamer mientras las veneraba igual que a una reliquia divina, así como hacerte cruzar cada uno de los círculos del infierno hasta escavar, con pecaminosa lujuria, crear uno apropiado para ti.

En aquel salvaje beso mordió mi labio inferior, tirando de él como un adolescente salvaje, y después coló su lengua herida para ofrecerme tan sólo unas gotas de su sangre. Mis piernas temblaron como las de un adolescente y comencé a llorar en silencio. Sabía que en algún momento perdería el conocimiento debido a las fugaces emociones de ese codiciado momento. Noté como mis dedos soltaban las solapas de la chaqueta y como mi cuerpo cedía. Miré con los ojos embarrados en lágrimas y profundos sentimientos su rostro. Era el rostro de un hombre satisfecho con la traición que acaba de cometer. Me había ofrecido el beso de Judas y no el de un Mesías bondadoso. Lo supe.

—Aunque lo niegues, hermoso mío, siempre serás mi Amadeo. Jamás dejarás de ser mi esclavo—musitó.

Logré escucharlo, como si fuese en un sueño o estuviésemos bajo las agitadas aguas que golpeaban aún tras mi espalda, justo antes de caer al suelo y quedar inconsciente algunos minutos. Al despertar él no estaba, pero sí Santino. Allí de pie, con aquel traje oscuro y elegante, apoyado en un bastón, con mango formado por una calavera de plata, parecía la Parca misma. Él se acercó a mí y yo me eché a llorar, mientras intentaba protegerme de mis propios y estúpidos sentimientos.

—Debiste arrojarme a las llamas...

—No, pues tú me enseñaste lo que es el amor—susurró cerca del lado derecho de mi cuello, pues había hundido su rostro en aquel pequeño recoveco.


Siempre esperé que él me salvara, pero el único que logró hacerlo fue el apasionado líder de una secta maldita.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt