Marius la cagó de nuevo. ¡Quiero decir! Armand no se merecía sufrir así.
Lestat de Lioncourt
—Todavía permanece a tu lado la ira
y el desasosiego—comentó de pie.
Había ido a verme. Aquello que había
soñado durante siglos estaba ocurriendo. Él estaba ahí, como un
hermoso príncipe cuando rescata a la princesa en los dulcificados
cuentos actuales, aguardando que me incorporara y me lanzara a sus
brazos. Ya era tarde. Cenicienta no deseaba colocarse su zapato de
cristal, Aurora descartó levantarse de la cama y Capertucita
prefería al lobo.
—Sí, como en ti un ego tan poderoso
que ciega y desconoce que es el arrepentimiento por tus malos
actos—dije sin siquiera dignarme a girarme hacia su figura.
—¿Ya no me amas?—preguntó con
aquella voz profunda que lograba desmoronarme.
—He contado a las estrellas cada
promesa que me hiciste, detallado mis sueños y pensado en ti como un
dios bondadoso que me salvaría. Pero no me salvaste. No cumpliste ni
una de tus míseras promesas...—murmuré abrazándome a mí mismo
entretanto recargaba al espalda contra el banco de aquel paseo
marítimo, muy cerca de la cabaña donde nos encontrábamos y de la
playa.
Las olas golpeaban la fuerza de
Poseidón las rocas, las gaviotas chillaban intentando encontrar algo
de alimento y el cielo se confundía con las aguas oscuras, tan
nocturnas como mi alma, debido a su terrible negrura. No obstante, se
podían ver las estrellas y una intensa luna llena.
—No pude—se excusó de forma
simple, lo cual me envenenaba el alma.
—No quisiste—dije—. Corrígete—
añadí.
—Eres un insolente—dijo de
inmediato.
Comenzaba a crisparse. Pude sentir como
la ira lo consumía igual que el fuego a un pequeño cerillo. Ni
siquiera me había incorporado, girado y observado su hermoso rostro.
Me negaba a verlo porque caería en sus trucos. Estaba molesto y
cansado de ser el idiota que lloraba por él, que lo esperaba cargado
de fábulas y amor. No. Ya no sería mi Eros, pues más bien siempre
fue Hades y yo un pobre iluso viajando por el inframundo.
—Soy un insolente...—mascullé
sonriendo con algo de esfuerzo.
Me levanté para acercarme a la
barandilla que daba al paseo. Coloqué mis manos sintiendo como el
hierro estaba húmedo por las inclemencias del tiempo. El mar estaba
subido y bravo, se mostraba desafiante, y golpeaba el mundo como lo
hacía la fúrica alma de mi creador, mi padre, mi amante y mi
mentiroso dios. Un dios ciego que sólo veía la virtud de su obra,
pero no las cicatrices que dejaba a su paso.
—No podía rescatarte, pues estaba
herido—se acercó a mí, quizá templando demasiado sus nervios y
usando una de sus tantas máscaras.
Recordé aquella noche donde se encerró
dejándome atrás, rogándome que no me acercara a él porque no era
el culpable de haber incendiado su ira. Incluso pude sentir el peso
del hacha entre mis manos y como la enterraba en la madera. Él no
era el único atacado por la rabia y la indignación.
—¿Cómo es posible, que tanta
belleza oculte un corazón duro y lacerado? ¿Por qué le amo, por
qué me apoyo, cansado, en su irresistible e indómita fortaleza?
¿Acaso no es el espíritu marchito y fúnebre de un hombre muerto
vestido con la ropa de un niño?—cité aquellas palabras que una
vez vi escritas en un papel sobre su escritorio.
De inmediato se abalanzó sobre mí
agarrándome de los hombros, para luego estrecharme con una ansiedad
desconocida. Me pegó a él y pude sentir su cuerpo duro, algo frío
y el aroma a pinturas que siempre le envolvía. Por un momento me
sentí un niño extraviado en un palacio en Venecia. Quise llorar,
pero al ver las estrellas recordé las torturas en Roma y me separé.
Me revolví entre sus fornidos brazos de hombre terco y estúpido, le
ofrecí un empellón y le miré rabioso.
Entonces él me abofeteó como un padre
molesto por una travesura, me agarró del cuello y me colocó contra
la barandilla. Pude sentir el hierro rozando mi lumbar mientras
percibía en sus ojos azules, habitualmente fríos como un glaciar,
un fuego similar al magma que escupían los volcanes. Abrí mis
labios carnosos y trémulos, para de inmediato dejar escapar un par
de mis lágrimas. Coloqué mis manos sobre su muñeca, pero no me
soltaba. Era igual que un perro que atrapa una presa.
—Tú tampoco eres un santo...
—chistó.
—No, pero yo sí te amé en cada
anochecer. Sufría cuando te marchabas sintiéndome vacío y
humillado. Tú me destruiste más que Santino y su secta de vampiros
enloquecidos—susurré casi sin aliento.
—Amadeo...—murmuró soltando mi
cuello mientras aproximaba su boca para besarme.
Dejé que lo hiciera. Permití que mi
verdugo de nuevo depositara una cantidad exacta y dolorosa de veneno.
Me aferré de inmediato a las solapas de su elegante chaqueta borgoña
y permití que me dominara con su lengua, su ímpetu, su rabia, su
odio y sus deseos más primarios.
Cualquiera que nos vio en aquellos
momentos vería a un niño, porque así me siento en ocasiones,
avasallado por un hombre de negocios algo corpulento, de hermosos
rasgos grecorromanos y con una espesa cabellera tan rubia y salvaje
como la de un celta. Tenía ante mí a un hermoso asesino de sueños
y promesas, pero cualquiera vería a Dios mismo besando a uno de sus
querubines.
Deseé que me arrancara aquellas
simples y vulgares prendas. Desde la cazadora de cuero negra que
había robado a mi última víctima, dos tallas mayor a las que
requería, así como la camisa de aquel fastidioso concierto en el
cual me colé para conseguir un par de presas fáciles. Incluso ansié
verme desnudo, como lo había estado muchas veces en su estudio en
aquel lecho que consideraba nuestro, bajo su sofocante presencia,
siendo invadido por aquel duro miembro y mordido como si fuese una
bestia salvaje. Me hizo su esclavo más allá de la bolsa de monedas
que pagó por mí y mi destino. Era reo de un salvaje amor que ardía
aún en mi pecho, aunque lo negaba y aislaba para no hacerme daño.
Él estaba abalanzado sobre mí
acariciando mi cintura con sus manos. Esas manos que podían hacerte
alcanzar el cielo, que deseaba besar y lamer mientras las veneraba
igual que a una reliquia divina, así como hacerte cruzar cada uno de
los círculos del infierno hasta escavar, con pecaminosa lujuria,
crear uno apropiado para ti.
En aquel salvaje beso mordió mi labio
inferior, tirando de él como un adolescente salvaje, y después coló
su lengua herida para ofrecerme tan sólo unas gotas de su sangre.
Mis piernas temblaron como las de un adolescente y comencé a llorar
en silencio. Sabía que en algún momento perdería el conocimiento
debido a las fugaces emociones de ese codiciado momento. Noté como
mis dedos soltaban las solapas de la chaqueta y como mi cuerpo cedía.
Miré con los ojos embarrados en lágrimas y profundos sentimientos
su rostro. Era el rostro de un hombre satisfecho con la traición que
acaba de cometer. Me había ofrecido el beso de Judas y no el de un
Mesías bondadoso. Lo supe.
—Aunque lo niegues, hermoso mío,
siempre serás mi Amadeo. Jamás dejarás de ser mi esclavo—musitó.
Logré escucharlo, como si fuese en un
sueño o estuviésemos bajo las agitadas aguas que golpeaban aún
tras mi espalda, justo antes de caer al suelo y quedar inconsciente
algunos minutos. Al despertar él no estaba, pero sí Santino. Allí
de pie, con aquel traje oscuro y elegante, apoyado en un bastón, con
mango formado por una calavera de plata, parecía la Parca misma. Él
se acercó a mí y yo me eché a llorar, mientras intentaba
protegerme de mis propios y estúpidos sentimientos.
—Debiste arrojarme a las llamas...
—No, pues tú me enseñaste lo que es
el amor—susurró cerca del lado derecho de mi cuello, pues había
hundido su rostro en aquel pequeño recoveco.
Siempre esperé que él me salvara,
pero el único que logró hacerlo fue el apasionado líder de una
secta maldita.
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