Nash es adorable...
Lestat de Lioncourt
Recuerdo
que cuando me hablaron de él supuse que sería un muchacho honesto,
pero muy infeliz y atormentado. Mi buena amiga tía Queen apenas me
confesó que me necesitaba, para mejorar la calidad de vida y la
cultura del joven, me postulé. Pensé que mi compañía le daría
cierto correctivo a su sufrimiento, pues sería un apoyo moral más
que un profesor. Me convertiría en algo similar a un padre, o al
menos una figura paterna a la que emular.
Viajé
de Gran Bretaña al sur de Estados Unidos para hacerme cargo. La
primera noche que pasé en aquella cama de hotel, a la espera de
conocer al joven, sentí una emoción que hacía años que ya no me
daba la enseñanza. Medité cada palabra a la hora de presentarnos y
también llamé en dos ocasiones a mi buena amiga. En ambas
conversaciones fui muy superfluo. Sólo quería saber si a Tarquin le
agradaba más el trato formal que el informal, si cenaríamos o sólo
tomaríamos un tentempié, y si nos veríamos nosotros dos antes de
comunicarle al joven que tendría un nuevo tutor.
Desde
el pequeño escritorio, muy minimalista y cercano a la única ventana
de la habitación, miré la cama, estrecha y con aquellas ropas
blancas tan pulcras, donde yacía mi maleta de cuero tan vieja como
pesada. No estaba desgastada ni rota, pero sí la había adquirido
con la edad de mi nuevo alumno. Me incorporé y la abrí para
observar la poca ropa que había traído, desde camisas a suéteres o
americanas, apartándola de inmediato y sacando “Historia de dos
Ciudades”.
—Para
quien se toma el trabajo de reflexionar sobre este punto, es muy
sorprendente que los hombres estén hechos de tal modo que
constituyen un misterio insondable los unos para los otros—recité
aquella frase como si la estuviese leyendo entre los numerosos
párrafos. Cerré los ojos, aspiré el aroma a libro antiguo y lo
solté.
Ese
jovenzuelo, de tan sólo dieciocho años, era un misterio para mí.
Un misterio insondable. Me habían dicho que había logrado una
proeza hacía tan sólo unos meses, encontrando una construcción en
mitad del pantano. Decían que era leyenda, pero él logró dar con
su situación. También me comentaron sobre un féretro de oro y las
inscripciones que había en él. Fue interesante que mi buena amiga
tía Queen hablase conmigo de un tema tan delicado. Cualquiera que no
hubiese visto el lugar pensaría que estaba loca, pero yo sabía que
era una mujer muy seria en ciertos ámbitos.
Si
me aproximé a él fue porque soy un gran profesor, al menos me
considero un gran profesor, que intenta dar al mundo lo mejor que
tiene que es su paciencia. El muchacho estaba seguro que le perseguía
un fantasma y ella me comentó que a veces lo veía, por eso lo
creía. No era capaz de decirle a su sobrino nieto nada al respecto,
por miedo quizá.
El
lugar donde nos conocimos no fue el propicio. Creo que nadie quiere
conocer a otro en un hospital, aunque sea en su restaurante y este
parezca algo más que un lugar antiséptico sin gusto alguno. El
Hospital Mayfair, cuya propietaria conocería años más tarde, era
una auténtica belleza. Poseía obras de arte en los pasillos, el
comedor parecía un sitio lujoso y había personas que no estaban
internas, ni tenían familiares allí, pero iban a cenar y almorzar a
un sitio donde la comida tradicional se mezclaba con el lujo y el
murmullo de las camillas por el pasillo.
Al
verlo sentí que me daba un vuelco el corazón. Me recordó a un
viejo amante. Sus ojos azules se enterraron en mi viejo corazón y
mis manos temblaron ligeramente sudorosas. Estuve a punto de decirle
que me marchaba. No podía estar ante un joven tan apuesto y con unos
modales refinados, de una sonrisa lacónica y bondadosa, intentando
asimilar que iba a tener al fin alguien con quien conversar. De
inmediato me dijo que Goblin tendría que aceptarme porque no estaba
dispuesto a perder más tiempo.
Os
aseguro que no fue fácil ver como se enamoraba de aquella joven, ni
darle consuelo por ello y tampoco viajar por el mundo sin poder
besarlo. Me enamoré como un chiquillo, pero me comporté como un
hombre correcto. Jamás le dije la verdad, pues no era necesario. Él
sabía que lo amaba, pero no hasta que punto. Tenía un don mágico que era sonreír con su mirada mientras aceptaba los agravios de la vida. Me dio grandes lecciones aunque yo era quien debía ofrecerle el conocimiento de cultura y buenos valores.
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