Monstruo no me parece, pero su genética quizá...
Lestat de Lioncourt
Acababa de terminar la entrevista de
trabajo con la nueva secretaria. La anterior no duró demasiado en su
puesto. Era demasiado joven, demasiado hermosa, demasiado inteligente
y demasiado dulce. Cualquier hombre se sentiría atraído ante la
idea de tener a una mujer similar a su alcance, la cual se sonrojaba
con cualquier simple halago hacia su trabajo y disposición. Era una
chica demasiado alegre y con una personalidad intensa.
Hacía tan sólo unas noches me quedé
demasiado tiempo en el despacho. Cerraba la contabilidad navideña.
Como si fuese un Santa Claus moderno revisaba la lista de los
distintos comercios que habían adquirido nuestros productos.
Observaba cuál era la muñeca más vendida, el rompecabezas más
codiciado entre los más pequeños de la casa y algunos juguetes de
colección, los cuales posiblemente habían sido comprados por
adultos para adultos. Ella se había negado a marcharse dejándome
solo en una oficina vacía, algo lóbrega, y en pleno festejo
navideño.
Esa misma tarde la había escuchado
discutir con su pareja. Creo que él le recriminaba el pasar
demasiadas horas trabajando, pero teniendo en cuenta las fechas en
las que estábamos era bastante común. Desde octubre hasta diciembre
la fábrica no dejaba de producir, la centralita echaba humo y muchos
comercios pedían reposición porque mis juguetes, aunque no tenían
demasiada publicidad, los codiciaban niños y adultos.
Era su hora libre, estaba frente a la
cafetera, y no paraba de hablar alto por el móvil. Decía algo de su
vida, su trabajo y su gran sueño. Siempre había soñado trabajar
para una importante empresa, cobrar un buen salario y hacerlo con
dignidad. Tenía un brillante historial académico, había estudiado
empresariales y tenía algunos cursos extra. Cuando la contraté como
secretaria se alegró, cuando alguien de su posición social y
estudios jamás hubiese aceptado tal puesto. No obstante, creía
firmemente en las viejas historias que se contaba del fundador de mi
empresa.
—Estoy en una empresa maravillosa,
Charles—dijo—. ¡Es mi oportunidad! Quiero conocerla desde el
puesto más básico hasta ser parte imprescindible de alguno de los
departamentos. ¡Comprende!—exigía frustrada mientras echaba un
poco de café en su leche—. ¿Me vas a dejar?—preguntó dejando
la jarra de cristal en su lugar—. ¡Me vas a dejar! ¡Sólo he
hecho seis horas extra esta semana! Sí, eran necesarias—frunció
horriblemente su ceño y añadió—. No como tú en mi vida—colgó,
guardó el móvil en el bolsillo de su chaqueta y se tragó las
lágrimas con un trago de café.
—Debería marcharse a casa—dije
interviniendo al fin.
—Señor Templeton—murmuró
sorprendida—. Su bisabuelo decía que...
—Sé lo que decía. Decía que el
trabajo duro y los sueños van de la mano, pero debería ir con su
pareja. Son fechas para estar con quienes se ama—respondí.
—No, él no me ama—dijo soltando la
taza mientras me miraba a los ojos—. Si me amara no me trataría
como un objeto, me trataría como una mujer. Una mujer no es un
objeto—comentó acercándose a mí para tomar mis manos entre las
suyas—. Muchas gracias, es usted un jefe admirable. Trabaja más
duro que todos nosotros y siempre está contratando gente muy
diversa. Sus muñecas son increíbles y no sólo las adquieren niñas.
En sus catálogos los niños juegan con muñecas asumiendo su papel
de padre. Me recuerdan a mi hermano cuando jugaba conmigo y mis
amigas. Ahora él es arquitecto, diseña casas hermosas y familiares,
porque desea recrear ese ambiente familiar que nosotros hacíamos
jugando con sus juguetes... The Boy Blue es una empresa que pertenece
a mis mejores recuerdos infantiles. Se lo agradezco a su abuelo y a
su padre, pero también a usted.
Esas palabras me conmovieron, igual que
la tibieza de sus manos. Ella no sabía que no existía ningún
antecesor en mi cargo. Había vivido solo, sin familia ni amigos,
durante siglos. Mi familia había muerto por mi culpa, ya que quise
que el Dios humano nos bendijera y aceptara. Si bien, sólo traje
división y muerte. Aún, en algún rincón de Escocia, me tienen
como un santo y rezan porque regrese. Sin embargo, sólo soy un
monstruo que busca realzar la inocencia infantil para recordársela a
los adultos y obligar a los niños a mantenerla.
Aparté mis manos lentamente y ella me
sonrió con timidez. Noté un sonrojo muy tímido en sus mejillas. El
mismo sonrojo que horas más tarde tenía al entrar en mi oficina.
Entró sin llamar, pues la puerta estaba encajada, y me pilló
jugando con un tren. No llevaba mi americana, las mangas de mi camisa
estaba mal recogida y mi corbata algo desanudada.
Muchas veces juego a solas comprobando
que todas las piezas son duraderas y funcionan tal y como decimos. Se
echó a reír, se sentó a mi lado y me pidió poder jugar conmigo.
Nos convertimos en niños de un momento a otro. Hacía muchas
navidades que ella no era tan feliz, al menos eso me comentó.
En algún momento nuestros dedos se
chocaron otra vez, pero en esta ocasión por simple descuido.
Finalmente olvidé que era un monstruo y la besé. Besé esos labios
pintados con un labial color guinda, coloqué mis manos lejos del
mando del tren para empezar a desabrochar su camisa celeste, y ella
no dudó en tomarme del rostro. Esos dedos eran como pétalos de
rosas rodando por mis pómulos.
Su blusa cayó al suelo dejando ante
mis excitados ojos el sostén de encaje blanco. Eran hermosas
magnolias que apenas cubrían su piel de leche y sus pezones rosados.
Ella de inmediato se soltó el cabello negro, cayendo sobre sus
hombros y rozando su espalda. Sus ojos profundamente oscuros me
mostraban una erótica alma. Algo en mí despertó y me hizo caer
sobre ella como un animal salvaje sobre su presa. Rió de forma
fresca y luego gimió al percibir mis dientes sobre su cuello. Mis
dedos viajaron rápidos sobre su falda, para subirla sin problemas.
Sin embargo, me apartó para levantarse y quitarse las restantes
prendas.
—No quiero que piense que esto lo
hago por mejorar en mi puesto, sino porque le deseo. Es un hombre
maduro y encantador... aunque sólo me saque unos años—dijo
creyendo que sólo tenía treinta años, pero en realidad tengo más
de tres mil. Ni siquiera yo soy capaz de recordar la edad que tengo.
Con sumo erotismo se quitó la falda,
dejándola caer hasta sus elegantes tacones de aguja, después se
quitó el sujetador provocando que salivara al imaginarlos repletos
de leche, y por último bajó sus bragas, las cuales iban a juego con
su restante lencería. Tenía el monte de venus libre de cualquier
vello y una pequeña raja que ocultaba una cálida abertura. Mi
erección ya era algo notable bajo mi pantalón, por eso ella se
arrodilló.
—¿Deseas que me deje las medias y
los tacones?—preguntó acariciando sutilmente mi bragueta.
—Elisa...—jadeé agarrándola de la
muñeca para detener esas caricias. Aparté la mano, bajé la
cremallera y me incorporé.
Mi destacada altura la dejó en
silencio. Arrodillada mis más de dos metros la hacían sentir muy
pequeña, igual que alguna de mis muñecas, porque sólo alcanzaba a
duras penas el metro cincuenta. Mi miembro, frente a su boca, la dejó
pensativa pero no dudó en besar el glande y lamer sutilmente desde
la base hasta el prepucio, donde se detuvo a mordisquear esa piel
sobrante que iba retrayéndose. Finalmente comenzó a succionar
aferrándose a mis caderas. Mis largos cabellos negros cubrió mi
rostro, mientras dejaba que ella disfrutara de aquel acto tanto como
yo lo hacía.
Si bien, no me pude contentar con
aquello. No quería tan sólo ser un observador más. Agarré su nuca
con mi mano derecha y con la izquierda sostuve mi sexo por la base.
Ella abrió los ojos algo asombrada cuando empecé a penetrar con
fuerza, sacando casi todo el miembro hasta volver a enterrarlo por
completo en su garganta. Llevaba un ritmo algo rápido y perverso,
sus pezones se irguieron sólo por esa sensación de dominación y
sus muslos se empaparon con sus fluidos. No tardé mucho en
levantarla para llevarla hasta la mesa, donde la recosté para
mordisquear sus pezones. Succionaba igual que un niño pequeño la
leche materna, una leche que no existía pero que en mi imaginación
era deliciosa. Mis enormes manos hicieron presa su estrecha cintura.
Sus gemidos eran cada vez más elevados y mi sexo se rozaba sobre su
húmeda entrada.
—Señor Templeton—dijo apoyando sus
manos sobre mis inmensos hombros, pero de nada le sirvió. Pronto le
di la vuelta para morder sus glúteos, lamer su estrecha entrada y
subir con mi lengua hasta su nuca. Allí, en esa delicada zona, la
mordí al mismo tiempo que la penetraba.
Un alarido de placer surgió de su
garganta llevándola al orgasmo. Si bien, no me detuve. Jadeaba cerca
de su oído, pronunciaba palabras algo malsonantes y sucias,
entretanto mis manos se dirigieron a sus senos para exprimirlos como
si fueran naranjas de zumo. Sus piernas estaban tan temblorosas que
no hubiese podido quedarse en pie, aunque ni siquiera llegaba al
suelo. Eché a un lado algunos documentos, casi arrojándolos al
suelo, para colocarla de lado dejándola con las piernas cerradas. El
roce era delicioso, incluso parecía virgen. Sus ojos se cerraban
mientras gemía desinhibida, pues no había nadie más en aquella
planta.
En cierto momento salí, coloqué por
completo su espalda en la mesa y dejé que me echara una mirada de
lujuria demasiado provocadora. Me hundí entre sus muslos, lamiendo
sus fluidos y acariciando con deseo su clítoris. Empecé a succionar
y lengüetear abriendo bien sus piernas, pues quería cerrarme los
muslos debido al placer. Sus manos se colocaron en sus pezones
retorciéndolos mientras la observaba desde aquella privilegiada
posición. Finalmente me erguí como un coloso y la penetré
arremetiendo con codicia y maldad, llevándola de nuevo a un orgasmo
junto con la sensación de mi cálido esperma bañando su estrecha
entrada. Los músculos de su vagina me acapararon exprimiendo cada
gota de esa gloriosa leche, y toda ella vibró. Vibró por los
espasmos de placer, pero también por los espasmos de la muerte.
Al salir de ella mi monstruoso crimen
había acabado. Su cuerpo estaba yermo y un hilo de sangre salía de
su nariz, así como también de su boca. Muerta. Estaba muerta. Había
sufrido una rápida gestación y aborto de un Taltos, un monstruo
igual que su padre.
Me deshice del cuerpo antes que nadie
supiese la verdad. No obstante, antes la limpié con cuidado y
acomodé sus prendas. La llevé en brazos hasta el garaje, para
llevarla a un páramo alejado de la ciudad. Allí la enterré besando
sus labios, llorando su muerte. Me dejé llevar. Olvidé que era un
Taltos y que mi simiente la mataría. Al regresar eliminé las pocas
imágenes donde se nos veía, a ella muerta en mis brazos, para luego
echarme a llorar en mi despacho. El mismo despacho donde me despedía
de su sucesora, una chica joven y alegre como ella...
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