Sólo pude conocer lo que quedó de él, de su historia, pero os prometo que vale la pena.
Lestat de Lioncourt
La nieve caía, como habían caído
cientos de sueños muertos en mi alma. Cubría todo con un manto
encantador. Aún las luces navideñas plagaban la ciudad y los
numerosos establecimientos todavía estaban cerrados, pues intentaban
poner en marcha una nueva estrategia para alentar el consumo tras
estas semanas de locura. Cientos de niños en la ciudad, por no decir
miles, jugaban con las muñecas, peluches y juguetes motorizados que
se habían ideado en mi empresa y fabricado con todo el amor, respeto
y deseo para ellos.
Al girarme, encontrándola a ella allí
sentada sobre mi mesa, sonreí. Había sacado a mi hermosa Bru de su
escaparate. Nadie iría hoy al museo para poder contemplarla. Pocos
sabían que esa muñeca me pertenecía hacía más de un siglo. Todos
creían que era de mi antepasado, el cual fundó la empresa buscando
ser más económico y por ende poder llenar los brazos de los niños
con juguetes educativos, duraderos y baratos.
Ella me miraba con sus hermosos y
profundos ojos de vidrio, como si pudiera hablar recriminándome la
tristeza en los míos, mientras yo deseaba acariciar sus escasos
mechones y sus mejillas llenas aún tan coloridas. Ya no tenía la
belleza de otras épocas. Ni siquiera parecía la muñeca que una vez
fue. Parecía un trapo bien arreglado y colocado en mi mesa. Si bien,
yo la seguía viendo igual de hermosa. ¿No es eso el amor? Los
cuerpos humanos se estropean y aún así se siguen amando las
parejas.
Yo no soy humano, aunque lo aparente.
Mis empleados me rodean, me saludan, me besan, me estrechan la mano y
discuten conmigo como si fuese uno de ellos. Jamás lo he sido. Sin
embargo, esa noche fría deseé serlo, como casi siempre, porque
quería tener una familia con la que celebrar el principio de un año
y una década que decían que sería prodigiosa. Me eché a llorar,
lo recuerdo. Cubrí mi enorme rostro con mis enormes manos de dedos
largos y blanquecinos.
Hacía tanto que no me fundía en un
abrazo cálido y amistoso, ni en unos labios apasionados o entre las
sábanas de una mullida cama. Estaba maldito. Nadie lo sabía. Era el
único. No había más seres como yo en este maldito mundo. Todo mi
culpa. Todo por adorar a un Dios humano. Todo por ser el ser que fui.
Todo por nada.
Mi nombre es Ashlar Templeton y así se
inició mi historia, la historia que se vincularía a una familia ya
bastante conocida. Permitan que les narre parte de este dolor, de
este pequeño pedazo de dolor, ocurrido en Nueva York un frío
invierno.
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