Michael sobre Mona...
Lestat de Lioncourt
Los deseos ocultos que yacían en mi
pecho eran tan intensos como su mirada. Podía ver sus ojos verdes
seguirme en cada perversa palabra que le profesaba. Mis manos
danzaban por su estrecha cintura y sus pechos se movían libres al
fin, completamente empapados de sudor y temblorosos por su
respiración agitada. Quise morder su cuello como si fuese un vampiro
y hundir mi rostro en este para olvidarme del mundo, así como
también olvidarme de mí mismo y todas las palabras que le ofrecí a
mi corazón enamorado. Estaba embriagado por la locura del momento,
por el calor de sus muslos, por la humedad que me ofrecían sus
labios y por la verdad que me conferían sus piernas.
Sus largos cabellos de fuego se
desparramaban sobre su lechosa piel, la cual parecía haber sido
hecha con nieve pura. Su sonrisa era magia pintada en tonalidades
cerezas. Sus manos, las manos delicadas y pequeñas de una mujer
demasiado joven, se enterraban en mi torso y delineaban mis músculos
intentando sujetarse correctamente.
Creí que mi mente se perdía en la
oscuridad, así como lo había hecho mi alma. Mis ojos parecían
perder color, fuerza y visión. Me sentía como una calavera hueca
que acepta el desafío de la Parca, la misma que se concede el nombre
de Caronte y me lleva de viaje por la laguna Estigia. Así me sentía.
Sí, justo como un muerto a la deriva. Pero no fue así. No lo logré.
Podía notar mi miembro enterrarse en
esa pequeña y húmeda abertura, la cual succionaba con fuerza
mientras ella me miraba con una pasión desbordada. Ella era toda una
revolución para mi sangre, la cual hervía igual que el caldero de
las viejas brujas que pertenecían a nuestro linaje. Ante mí tenía
una niña hecha mujer, pero no cualquier mujer. Ella era la
descendiente de las brujas que no lograron quemar en la hoguera. Su
poder era inmenso y, por algún extraño motivo, no me preocupaba
morir ante sus caricias.
Galopaba sobre mi vientre haciendo
chocar sus caderas, girando en círculos su cuerpo y mostrándose
como una sirena perversa. Sonrió para mí, sólo para mí. Pude ver
amor, pude ver cariño, pude ver necesidad y también odio. Odio
hacia las cadenas que aún me ataban a mi mujer y también a los
muros sociales que nos dividían. Si nos hubiésemos conocido en otro
momento, en otra época, en otro lugar... ambos hubiésemos sido uno
por siempre, pero estábamos en ese salón, en ese tiempo convulso,
en esa verdad incómoda y tras un suceso demasiado terrible.
Fui un privilegiado y a la vez quedé
maldito. Deshonré a la familia y también mi corazón. No obstante,
no puedo jurar que me arrepienta de ello.
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