Lestat de Lioncourt
—Nunca pensé que todo pudiese acabar
así.
Su voz sonó ensombrecida por la
medicación que le ofrecían para los agudos dolores en sus huesos.
Llevaba en la cama algunos días sin siquiera moverse para poder
asearse correctamente. Sus ojos azules se veían apagados y sus
cabellos canos no resaltaban tanto, pues su piel estaba más pálida
e incluso fría. Sin embargo, tuvo que hablar.
—¿Así como?—pregunté.
—De este modo.
Intentaba de forma absurda incorporarse
en la cama, pero no era capaz. Estaba demasiado débil. Sus manos
tenían ya manchas en la piel debido a la edad, aunque no me había
fijado en eso hasta ese momento. Parecían más huesudas y débiles,
pues incluso temblaban. Había perdido demasiado peso y parecía un
cadáver en comparación con el hombre elegante, sofisticado,
soberbio y digno que siempre se paseaba por las calles de Nueva
Orleans sintiéndose dueño de este pedazo de tierra. Ya no había
poder, pero seguía su belleza en algunos gestos y también en su
forma suave de hablar.
—Te mueres.
Sentencié con congoja. Las nubes
comenzaron a unirse entorno a la avenida, subiendo hacia la calle y
quedándose sobre la vivienda. Pronto se fueron convirtiendo en un
mar tumultuoso y agitado. El viento empezó a mecer las ramas de los
árboles. Las palmeras cercanas a la piscina se movieron
descontroladas por la ventisca y los arbustos empezaron a perder sus
flores.
—Me muero. Ya me libraré de ti y de
todo este tormento—sentenció.
—No puedes morirte—negué.
Si él se moría, ¿qué sería de mí?
¿Qué sería de la familia? No podía morirse. Si se marchaba parte
del legado se dilapidaría convirtiéndose en sólo recuerdos.
—No soy eterno. Todos tenemos un
tiempo limitado en este mundo.
—No puedes.
Seguía negando su partida, aunque
tenía razón. Eran ya más de ochenta años. Había vivido un siglo
extraño de grandes cambios y progresos. Todavía lo recordaba en la
vieja vivienda familiar observando los enormes tomos y deseando
alcanzar las distintas baldas. Ya no estaba ese niño inquieto, ni el
joven atractivo o el maduro hombre de negocios. Sólo quedaba un
pobre viejo aquejado por la enfermedad del tiempo.
—No seas terco. Ya déjame en
paz—dijo con amargura.
—¡No puedes! ¡No puedes!—vociferé.
—Llévame hasta la ventana.
—¡No!
Al final lo hice. Llevé su cuerpo a la
ventana para que pudiese contemplar como la lluvia comenzaba caer en
un aguacero intenso. Después soltó su último aliento mientras los
pasos rápidos y preocupados de Mary Beth sonaban por la escalera.
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