Tentación, eso es todo... ¡Ja!
Lestat de Lioncourt
El aire desprendía una fragancia
extraña. Era como si las flores hubiesen germinado en mitad de un
verano sofocante. La semilla de la maldad arraigaba en el corazón de
los hombres, los cuales destruían la belleza de paisajes similares
al que contemplaba, pero en aquel prado las flores parecían haberse
puesto en pie para contemplar los últimos rayos de sol. A mis
espaldas se hallaba un campo extenso de girasoles y un pequeño
caserío donde los apeos del campo guardaban silencioso luto hasta
ser necesarios.
Cerré los ojos y abrí los brazos
intentando abarcar la suave brisa que movía mis cabellos castaños.
Ese cuerpo era distinto al original, así como solía ser distinto a
otros. Mi rostro cambiaba, así como también mis pensamientos. Una
vez era un revolucionario y otras un hombre acabado lleno de
recuerdos, pero siempre buscaba la liberación de mis sentimientos.
Entonces, cuando todo mi cuerpo parecía
hundirse en una paz que me llenaba de dicha, sentí su presencia.
Abrí mis ojos y lo vi. Apareció en la lejanía cubierto con una
túnica negra que lo envolvía como un terrible enjambre de moscas.
Su rostro pálido estaba prácticamente oculto y sus manos se
hallaban cubiertas también por la túnica. Las flores se agitaban
dulcemente acariciando su cuerpo y recuperándose tras su paso
germinando de nuevo, con más fuerza tras ser pisadas como si
hubiesen sido bendecidas, para detenerse a menos de un metro. Sus
ojos rojos se detuvieron en los míos provocando en mí un
escalofrío.
—¿Que deseas?—pregunté.
—Tentarte—respondió.
—¿Acaso crees que puedes
conseguirlo? Tal vez me he vuelto inmune a tu veneno, Samael.
Provoqué se se riera de forma delicada
y agradable al oído. Su voz no era tan poderosa y su cuerpo había
menguado, pero esa lengua bípeda siseaba cuando la intentaba
contener en su boca y sus ojos, de un color granate muy vivo,
parecían clavarse en mi corazón como siempre. De repente se quitó
la túnica y mostró un cuerpo entre lo femenino y lo masculino,
rompiendo ambos sexos e iniciando en mí cierta revolución.
—Lucifer, querido mío—dijo
colocando sus manos de largos dedos sobre sus caderas estrechas—.
¿Ves como sí sé tentarte?
—Memnoch—advertí.
—Un caído, eso eres. Caíste por los
hombres, pero estos te han dado la espalda. Intentas salvar sus almas
cuando merecen un castigo, el que yo les ofrezco. No se merecen este
mundo que creé con Dios, pues sólo saben destruir todo lo que
tocan.
Sin pudor se colocó a mis pies y puso
sus manos sobre mis sandalias. Vestía también una túnica, pero
esta era púrpura y dorada. Para mí simboliza poder, nobleza, lujo y
ambición; para otros un reinado que ya hace tiempo cayó en
desgracia. Sus dedos subieron por mis rodillas flexionadas hasta mis
muslos y palpó mi sexo. Carecía de ropa interior, pues el pudor
nunca fue útil para mí, y me miró dejando que su lengua se moviera
igual que la serpiente que fue en el paraíso.
Me incliné abarcando su rostro entre
mis manos para besar sus labios en un roce algo casto, mordí su
labio inferior y lamí su boca enterrando lentamente mi lengua. Sus
ojos se cerraron, así como lo hicieron los míos. Pude apreciar el
sabor que tenía en su lengua, así como la humedad que me
transmitía, y aprecié el veneno que me estaba regalando. Era una
tentación más allá de las palabras y de los actos más lascivos
que jamás había vivido con otros.
Su mano se movía lentamente
acariciándome con una ternura extraña hasta que la zurda apretó
los testículos. En ese momento aparté mi boca y lo miré con deseo.
Me incorporé, me saqué la única prenda que me cubría y lo arrojé
al pasto para morder su cuello. Tenía una pequeña nuez que apenas
se apreciaba, unas clavículas perfectas bien marcadas y unos pechos
minúsculos lentamente fueron desapareciendo por completo. Sus
pezones se irguieron llamándome la atención. Su cuerpo cambiaba
para adaptarse a mis necesidades en ese momento mientras sus piernas
se abrían aguardando tentarme aún más.
Entonces el cielo se cubrió de nubes,
como si Dios se opusiera a este vínculo una vez más. Las primeras
gotas no tardaron en caer humedeciendo mi espalda. Mis alas se
liberaron mostrándose algo grisáceas, pero todavía pulcras y sin
tacha. Estas eran múltiples y espesas, pues las plumas eran largas y
ofrecían un aspecto demasiado tupido.
Mi lengua bajó por su torso hasta su
ombligo, donde mordí su piel cerca de su costado derecho, y luego
besé sus ingles. Poseía ambos sexos y ambos fueron besados antes de
sentarme contra la piedra donde había estado sentado, para que él
pudiese lamer el mío.
Primero besó el glande cubierto
todavía por el prepucio, para luego retirarlo con su lengua y sus
labios, logrando así que gimiera y jadeara agitado echando la cabeza
hacia atrás. Mi larga cabellera castaña rozó mi espalda y se
enredó en mis plumas. La lluvia se intensificó y unos enormes
relámpagos iluminaron el cielo. La noche estaba rodeándonos, como
la tempestad, y eso éramos. Nosotros éramos la furia en la
oscuridad, los seres que la dominábamos. Justo en ese instante
introdujo mi miembro en su boca y su lengua se enredó estimulando y
acariciando cada pedazo. Mis manos se pusieron en su cabeza, la cual
tenía unos cabellos lacios y oscuros de un aspecto muy sedoso, y mis
piernas se abrieron. Disfruté un buen rato de su mirada lasciva, de
su buen hacer con su boca y también de sus manos arañando mis
muslos con sus uñas negras y puntiagudas.
Al final lo arrojé de nuevo, pero esta
vez de espaldas, para entrar en él sin bacilar. Mi virilidad se
enterró de una vez y los movimientos que siguieron a esta arremetida
fueron bruscos, extremadamente violentos, y capaces de hacerlo gritar
de placer mientras intentaba aferrarse a las hierbas y flores.
Mis gruñidos, propios de una bestia,
así como mis resoplidos se unían a sus gemidos que parecían
alaridos buscando llegar al cielo, pues quería tal vez que Dios
escuchase lo que no quería ver. Truenos y relámpagos prosiguieron
junto a una lluvia espesa. La misma lluvia que fue testigo de una
nueva inseminación. Otro engendro aparecería en la oscuridad.
Cuando todo finalizó él sólo se rió
girándose y apartándome, para después ofrecerme un beso apasionado
y desaparecer. Otra vez había caído en sus trucos, los mismos que
no fui capaz de contar a Lestat en su momento. Yo no soy Satanás, yo
soy Lucifer. Satanás es el demonio que me arrastra al lado más
perverso que poseo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario