Daniel es un lechado de virtudes... ¡Qué paciencia!
Lestat de Lioncourt
Recuerdo una noche despertar por el
ruido de los muebles y electrodomésticos de la cocina. Escuchaba
como las puertas se abrían y cerraban, los cajones deslizaban, se
escuchaba el movimiento de los cubiertos, el golpe rápido de los
cuchillos, el ruido típico de la batidora y licuadora, el timbre del
microondas y, por supuesto, el tarareo de aquel mocoso inmortal que
parecía gozar de uno de sus terribles experimentos.
No quería imaginar qué clase de
horrores estaba creando en mi cocina, el santo lugar donde calentaba
las pizzas congeladas del supermercado o creaba emparedados poco
sanos a media noche. Ese lugar donde mi nevera antes estaba cargada
de cerveza, agua y huevos a lo sumo y ahora parecía el frigorífico
de un laboratorio de drogas o del mismísimo Doctor Jekyll.
Miré mi despertador anunciaba que eran
las dos y cinco de la madrugada. De repente una risa incontrolable
surgió de la nada, lo cual me provocó un escalofrío y un mal
presentimiento. Desconcertado busqué las gafas por la mesilla de
noche adjunta a mi cama, salí de esta y busqué mis zapatillas. Al
no encontrarlas, pues estaba aún demasiado somnoliento, decidí
aventurarme por la casa sintiendo que era una pésima idea ir a ver
qué diantres estaba pasando en el ala opuesta a esta.
Tragué saliva, me sequé el sudor frío
que empezaba a deslizarse por mi frente y me acomodé mejor las
gafas. Me temblaban las piernas porque la risa seguía y seguía,
pero una vez llegado a la cocina mi espanto se convirtió en sorpresa
mayúscula e incredulidad.
En mitad de la cocina estaba Armand
sentado en la mesa, después de haber puesto todo patas arriba, con
la camiseta manchada de lo que pude intuir moras, un bol de gusanos
triturados, o tal vez sesos, y diversos utensilios con restos de
plastas verdes, marrones e incluso azuladas. No quería siquiera
pensar qué diantres era cada cosa o si provenían de algo animal,
vegetal o mixto. De verdad, no quería. Pero lo que me dejó en shock
fue lo que él estaba haciendo.
Se hallaba, como he dicho, sentado en
el borde de la mesa donde solía desayunar. Cabe decir que era una
mesa robusta, aunque no muy grande, de picos redondeados y con unas
patas de hierro forjado bastante pesadas. Se encontraba de espaldas y
estaba dándose masajes en la nuca, así como en el cuello y en los
omóplatos, con un vibrador estilo bala. Sí, de esos metálicos de
cilindro con borde redondeado. ¡Los más simples y comunes! ¡Eso
mismo! Y era de color chicle.
—¡Qué demonios estás
haciendo!—dije sin saber qué carajos hacía con esa cosa y por qué
la había traído a mi apartamento.
—Me doy un masaje con un masajeador
que encontré en la casa de una de mis víctimas. ¿Por qué nunca me
hablaste de esto?—dijo deteniéndose para girarse con su encantador
ceño fruncido. Sus enormes ojos almendrados se clavaron como dagas y
su boca se torció—. ¿Qué otros inventos me escondes?
—¡Eso no es una máquina de masajes,
imbécil!
No podía creer que fuese tan inocente
y a la vez un auténtico criminal. Él miró el aparato, el cual
apagó, y luego me observó con suspicacia alzando su ceja derecha.
No me creía. Estaba seguro que no me creía.
—¿Y qué es? Dime. Yo sé que me vas
a mentir.
—Un vibrador—respondí al
instante—. ¡Se da placer con eso las mujeres y algunos hombres!
—Los masajes son placenteros, así
que no me engañes. He descubierto solo para que sirve—dijo el muy
imbécil todo orgulloso por su proeza.
—¡Eso se mete en la vagina o en el
ano! ¡Es para darse placer sexual!
Odiaba gritar, odiaba gritarle, odiaba
todo... ¡Pero no tenía otra!
Su cara se descompuso, miró el aparato
con cierto asco y lo soltó arrojándolo en el suelo. Se bajó
caminando torpe hacia mí porque llevaba mis zapatillas de estar por
casa, las cuales no encontraba antes en el dormitorio, y se aferró a
mí.
—Eres cruel... ¿por qué no me has
dicho que había cosas así? He estado masejeándome y dándome
cosquillas con ese aparato—sus brazos estaban alrededor de mis
caderas y el lado derecho de su rostro pegado a mi torso.
Era bajito. No demasiado bajito, pero
sí bajito. No alcanza el metro setenta de estatura, ni siquiera lo
roza. Su cabello alborotado de color castaño rojizo siempre me ha
resultado similar al pelo de un caniche, pero con mayor suavidad y
con un olor característico similar al mío pues usaba el mismo
champú que yo usaba. Creo que aún lo usa, pero no estoy seguro.
Repentinamente se echó a llorar.
—Oh, basta...—dije a
regañadientes—. ¿Qué tripa se te ha roto ahora?
—Debo parecerte estúpido—susurró.
—Un poco, pero digamos que todos
podemos llegar a serlo de algún modo u otro—comenté acariciando
sus cabellos, enredando mis dedos por sus mechones, mientras pensaba
en cómo educar a un vampiro de más de cinco siglos en el mundo
moderno.
—Es cierto... Tú también lo eres
cuando prefieres dormir a estar conmigo.
—No empecemos—dije tras un largo
suspiro—. Tengo que llevarte a un Sex Shop y a tiendas de
electrodomésticos para que sepas toda la tecnología, pero si tienes
alguna duda... ¿qué debes hacer?
—Preguntar al dependiente y no
molestarte a ti—dijo echando sus brazos a mi cuello mientras se
colocaba de puntillas e intentaba calzarme un beso. Al final, lo
consiguió pese a que yo era reacio.
Su boca se pegó a la mía y su lengua
se transformó en la de una serpiente. Pronto tuve mi dosis de
sangre, la droga más deliciosa que jamás he probado, y al separarse
me miró como lo haría un niño entusiasmado. Jamás he podido
averiguar cómo puede tener esa doble perspectiva. Por un lado es el
asesino cruel e implacable, el adulto serio e intransigente que no le
tiembla la mano a la hora de castigar a sus enemigos, y por otro es
como un adolescente que quiere experimentar, ser amado y disfrutar de
lo emocionante de esta vida.
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