Si me lo permiten me saldré de mi rol de "Lestat de Lioncourt" para agradecer profundamente a Nathan éstas largas noches donde hemos aprendido el uno del otro, así como a Rose y Alejandra, dos buenas amigas, que me han sacado alguna sonrisa y que agradezco que me hayan apoyado en mis últimas decisiones. Después de ésto también quiero agradecer a todos los que suelen leer el blog, la página o mi firma. Gracias.
Éste fic se ha hecho a la antigua usanza. He creado cada línea. Es un fic que he decidido hacer de una de las parejas más emblemáticas de Anne Rice. Es la pareja favorita de Nathan y de gran parte de ustedes. El sábado próximo, a ser posible, os daré otro de Lestat con algún personaje que haya estado en su vida.
Gracias a todos.
La tentación de un ángel caído.
Podía ver su silueta desde mi
privilegiada posición en la penumbra. Contemplaba su figura como
quien contempla una escultura de Miguel Ángel. Observaba cada
detalle de su rostro, el cual parecía haber sido cincelado por ese
Dios que tanto le atemorizaba y en el que tanto creyó tiempo atrás.
Me deleitaba con su estrecha cintura y sus anchas caderas. Poseía la
belleza inusual de un ángel, un pequeño serafín envido para
propagar belleza a éste idílico tiempo del renacimiento del arte,
la cultura y la filosofía. Mirase donde mirase sólo encontraba
belleza. Sin embargo, cuando me adentraba en sus turbios
pensamientos, mientras divagaba sobre las oscuras aguas negras y
empantanadas de los canales, veía la brutalidad a la cual estaba
acostumbrado.
Con aquellas ricas ropas de seda,
terciopelo y leotardos no demostraba sus verdaderos orígenes. Él
era un animal salvaje que nunca habían logrado doblegar. Un ser
indómito, como los guerreros de la fría estepa donde surgió como
un pequeño brote. Nadie pudo calmar la fiera que tenían entre sus
manos, ni siquiera las atroces caricias en las diversas orgías y
golpes fatales. Podía ver las manos ásperas, e incluso sentirlas,
de viejos decrépitos que creían que tomando su cuerpo, manejándolo
como un objeto, lograrían volver a encontrarse con su juventud
caduca. Su sonrisa, pausada y seductora, ocultaba más secretos de
los que yo era capaz de asumir. Tenía ante mí a un enigma que ni
siquiera quería recordar realmente su pasado. Alguien que se negaba
así mismo y que decidió volver a nacer entre mis brazos. Un
nacimiento fortuito en Constantinopla, donde solía ir a deleitarme
con los sensuales bailes de jóvenes esclavos. Y él, el más
maravilloso e indómito, surgió como una chispa lanzada de las
ascuas de un fuego cercano.
Después de hacer un trato adecuado
para adquirirlo, siendo desde entonces de mi absoluta propiedad, lavé
su cuerpo, como si fuese un ritual funerario, y lo vestí con prendas
que habían pertenecido a distintos pupilos. Siempre me he rodeado de
savia nueva, de jóvenes artistas deseosos de expresar la belleza
inclusive en lo retorcido y cruel. Decidí saciar su apetito y sed,
besé su frente y dejé que creyera que era un Mesías, Dios mismo,
que lo rescataba de la miseria y de la muerte. Una muerte que estaba
a punto de llegar, pues los esclavos desobedientes acaban siendo
desechados con rapidez.
Ese pelo rojo, como el fuego y la
sangre, y esos ojos castaños, con pequeños brillos arrancados del
propio sol, se ha convertido en mi delirio. Ha hecho que surja una
llama poderosa que enciende mis celos, mi rabia, mi indignación y
también mi creatividad. Si bien es cierto que yo mismo lo lanzo a
los brazos de otros hombres, que asumo que debe conocer en ellos el
placer de la carne, pero no dejo de pensar en sus labios sonrosados
clamando mi nombre mientras se retuerce bajo el cuerpo de otro. No lo
soporto.
Por eso había ido a buscarlo,
encontrándolo allí de pie con Venecia a sus pies. Una Venecia que
nada tiene que envidiar a la moderna, pues poseía aún más belleza
y misterio. Los gondoleros paseaban no muy lejos, el carnaval estaba
a punto de hacer vibrar cada rincón y él parecía dispuesto a
disfrutarlo por primera vez.
Había hecho mis ofrendas a Madre y
Padre, dejando nuevos ramos de lirios a los pies de Akasha, para
luego cerrar aquel templo subterráneo abandonándolos sanos y
salvos. Durante mi viaje por los cielos, abriendo mis brazos como si
fuese un ave, pensé en mi adorado Amadeo. Aquel muchacho que me
hacía sentir como Cupido y Psique.
Él era un hombre joven, aunque ya le
habían arrancado la pureza y la ternura, arrojado a un mundo oscuro
donde los placeres sensoriales estaban a sus pies. Un ser tan
extraordinario que me hacía pintar su rostro en todos los ángeles
de los murales y frescos de mi palazzo. Era mi Psique. Tenía que
asumir que yo, Cupido, surgía de entre las tinieblas y que nunca
debería intentar desvelar la verdad de nuestros encuentros.
Decidí observarlo, como si fuese ese
dios monstruoso, mientras contenía mis desesperados impulsos por
sostenerlo entre mis brazos, arrancándolo de aquel balcón abierto y
llevarlo hasta el interior de uno de mis salones.
—Amadeo—dije. Mi voz sonó
ligeramente severa. Intentaba aparentar rectitud y sobriedad.
—Maestro...—susurró sin girarse.
Él simplemente apoyó sus manos, y por ende todo su cuerpo, contra
la balaustrada. Sus ojos estaban clavados en el perfil de los
edificios colindantes, los cuales tenían ya algunas luces apagadas.
Los candiles de algunos cuartos, así como las velas y hogueras,
parecían querer acompañar al millar de estrellas en aquella
despejada noche—. ¿Algún día me contaréis la verdad?
—¿Cuál verdad?—pregunté desde el
alfeizar.
Allí estaba con la luz sinuosa de la
noche cayendo sobre mí, a mis anchas espaldas una rica habitación
bellamente decorada con numerosas obras de arte de indistinto valor,
y él frente a mí convertido en el pecado mismo. Cualquiera hubiese
caído a sus pies besando sus pequeños zapatos, acariciando sus
minúsculos tobillos y subido hasta sus tentadores muslos que
quedaban ligeramente cubiertos por aquel pequeño pantalón celeste.
Vestía con los colores que yo le exigía, como si fuese un muñeco.
Era hermoso. Jamás había visto a un ser como él rondando el mundo.
—La de tus pretensiones—respondió.
—¿Acaso crees que quiero algo más
de ti que del resto?—pregunté por curiosidad. Necesitaba saber qué
tanto pensaba. No sólo quería arrancarle la verdad de sus labios,
sino arrancar
—¿No soy tu favorito?—dijo
apretando ligeramente la balaustrada— ¿No soy quien te acompaña
cada noche cuando vienes? ¿No he desplazado al resto?—insistió—.
Soy el único que yace entre tus sábanas y se retuerce entre tus
monstruosas manos.
—¿Por qué crees que eres mi
favorito?—sonreí con sorna.
Era hermoso. Poseía un aura torturada
que ningún otro muchacho que yo había rescatado tenía hasta aquel
entonces. Riccardo me advirtió, cuando llegó a la escuela, que él
robaría mi corazón. Debía decirle que tenía razón. Tenía que
admitir ese chico espigado y rápido con las manos, como gran ladrón
y pintor, había cumplido su profecía punto por punto.
—He visto el lienzo, maestro. He
visto lo que has estado pintando, el arte que has creado de la nada,
y que me ha hecho llorar como si estuviese ante Dios mismo—replicó.
—La Tentación...
Me enfurecí. Él no debía ver mis
obras si yo no las mostraba. Había cometido el pecado de entrar en
mi estudio, de puntillas, para poder hacer de las suyas. Quebró la
disciplina y rompió mi confianza por fisgonear una obra.
—Te pedí que me pintaras con alas
negras—admitió—. Quería ser tu ángel caído.
—¿Y bien?—pregunté contenido.
—Ahora deseo ser algo más. No sólo
quiero ser tu ángel, sino el único que gobierne tu corazón.
Mi corazón lo había destrozado
Pandora. Un corazón que siempre latió por ella y que despreció en
el momento que huyó de donde vivíamos. Me marché para combatir a
temibles enemigos, consiguiendo así que nuestro hogar fuese seguro,
y ella decidió abandonarme. No me esperó. No quiso ser mi Penélope,
pero éste Ulises jamás se lo perdonará.
Deseaba amarlo sin miedo, como cuando
uno es joven y desconoce por completo los riesgos del amor. Pero yo
ya conocía demasiado bien a ese ladrón de esperanzas, a los sueños
quebrados, las estatuas imperfectas y los caminos intrincados que no
conducen a nada. Había averiguado que el amor es como ser un
Minotauro en el laberinto, sin saber jamás su salida, corriendo de
un lado a otro arrastrando las heridas y admitiendo que la única
libertad es matando ese sentimiento. Si bien, no lograba hacerlo.
Seguía amando a Pandora, y a él también. Por supuesto que lo
amaba.
Ella era un imposible y él era tan
real como las baldosas de mármol blanco que estaban bajo mis pies.
Me pedía algo que ya ocurría, pero que me negaba a demostrar. Él
era mi talón de Aquiles y temía que si se hacía real, que si todos
comprendían hasta que punto era débil a su lado, fuésemos atacados
por mis enemigos o por el destino.
—Qué sabrás tú de mi corazón...
—murmuré.
—Quizás más que de todas esas
materias que me obligas a conocer. Tal vez más que tú mismo.
Se giró hacia mí con esas palabras
aún rozando sus labios. Miré su rostro, dulce y atractivo, mientras
las ropas de príncipe veneciano se veían más soberbias en él que
en nadie más. Deseé desnudar su cuerpo y destrozar su piel con
terribles caricias, ardientes besos y complacientes mordiscos. Sin
embargo, tenía que dejar que otros lo tocaran. Podía tener el
miembro duro como una piedra, como una de las numerosas esculturas
que pueblan la ciudad, pero no parecía tener función alguna.
La frustración siempre iba en aumento.
Sobre todo en esas discusiones sobre el amor, la verdad, el sexo y el
placer. Cuando debatía sobre mi amor por él comparándome con sus
amantes, con sus pútridos borrachos de bar, terminaba desquiciado
porque detestaba que otros gozaran de una piel creada para el pecado.
—Amadeo, te ruego que no
prosigas—dije.
—¿Acaso no quieres escuchar la
verdad? ¿A qué temes, maestro?—se sentía victorioso y eso me
molestó.
—¡Basta!—grité.
—¡Estoy cansado de tu egoísmo!—al
decir aquellas palabras encendió en mí la cólera.
Su rostro de querubín se torció en
una mueca de miedo, sobre todo cuando mis manos le echaron el guante
y lo arrastré hacia el salón. Intentó forcejear en vano, agitando
su cabeza llena de onduladas llamas. Parecía que iba a ser
decapitado, quemado en la hoguera o simplemente atravesado. Pero no,
iba a tener una tortura distinta. Enseñaría disciplina con un
método que él bien conocía.
—¡No! ¡Por favor! ¡Lo siento,
maestro! ¡Maestro! ¡No!—decía intentando huir.
Mis largas y fuertes uñas, tan
puntiagudas como resistentes, destrozaron sus delicadas prendas. Él
comenzó a sollozar mientras comprobaba que en mi cinto, cerca de mi
cadera, llevaba mi látigo de cuero trenzado negro. Sus ojos se
abrieron enormemente, sobre todo cuando me quité la correa de mis
prendas para intentar atarlo. Coloqué sus brazos de escasa, aunque
definida, musculatura al frente y pegué las muñecas a la misma
altura, después usé el cinturón a su alrededor y logré
maniatarlo. Él sollozaba bajo, arrastrándose como lombriz sobre el
mármol, mientras mi brazo derecho se alzaba y bajaba enérgico. El
sonido siseante del látigo crujía en sus oídos, del mismo modo que
las diversas colas impactaban contra sus nalgas, espalda baja,
omóplatos cruz y hombros.
Él dejó de llorar. En algún momento
cambió el dolor por el placer. Se giró hacia mí, alzando el rostro
con los ojos llorosos y emitió un largo gemido. Después agachó de
nuevo la cabeza y comenzó a besar mis pies, los cuales llevaba
envueltos en unos zapatos rojos de tacón bajo y hebilla dorada.
No dudé en dejar el látigo y tomar
una de las velas encendidas en los largos candelabros de hierro. Me
apasionaba la luz, necesitaba la luz. Aunque fuese un vampiro no era
un hombre que amase las tinieblas. Me regodeaba en la riqueza y la
deseaba contemplar sin escatimar gastos. Empujé su cuerpo lejos de
mis pies, echándolo hacia atrás, permitiendo que su rostro quedase
frente a mí y su espalda, salpicada de profundos cortes, se pegara
al frío y desnudo suelo.
—Aprenderás del dolor—dije alzando
mi brazo derecho, con aquella vela encendida en mi mano, e hice que
la cera sobrante, la que se había derretido por la llama, cayera
sobre sus pezones y vientres. Él, de inmediato, gimió alzando sus
caderas.
Mientras se retorcía en el suelo,
mostrando su convulsivo e inapropiado deseo, me desnudé mostrando mi
miembro erecto. Estaba ahí, como si fuese mi brazo o mi pierna, sin
sentir nada. Sin embargo, él lo codiciaba como lo haría cualquier
joven. Recordé mis tiempos de niño, en los cuales mi maestro me
enseñó el arte del amor. Un arte que perpetué con él, pues el
amor más puro no es hacia una mujer sino hacia un hombre porque son
tus iguales en cuanto al deseo y a las zonas de placer, las cuales
provocan que se enlacen nuestros cuerpos al mismo ritmo que nuestras
almas. Y él aprendería eso de mí, aunque yo no sintiera nada.
Sus cálidas y estrechas nalgas, pese a
lo usadas que podían estar, me recibieron con deseo. Él me miró
complacido, alzando aún más las caderas, mientras le tomaba del
cabello y echaba hacia atrás su cabeza. Su cuello quedó al
descubierto, largo y de carne blanda, provocando que lo mordiera para
beber unos sorbos de él. Mis caderas se movían firmes y violentas,
las suyas soportaban cada embestida insinuándose con un ligero baile
contrario. Tenía los muslos cálidos, el miembro erecto y la boca
llena de jadeos, gemidos y palabras sucias.
Era como ver a un ángel cayendo en los
placeres de la carne, como si la tentación de cada una de sus curvas
envueltas en esa piel cálida y suave, de muñeca de porcelana, fuera
demasiada para un Dios que parecía ciego y sordo. El mismo Dios que
se regodeaba ante la maravillosa visión de su cuerpo retorciéndose
como la propia serpiente del Paraíso. Sus labios estaban teñidos de
rojo, por la presión de sus dientes y porque su lengua, de vez en
cuando, se pasaba por ellos para humedecerlos con la punta.
—Soy una furcia—admitió—. Pero
furcia un sólo hombre, de mi maestro.
Callé sus plegarias con un beso
profundo, ofreciéndole parte de mi sangre mezclada con la suya, y
logré que eyaculara. Aquel chorro caliente manchó ambos vientres y
logró que se sosegara. Parecía que le faltaba el aire, que sus
dedos de rompían mientras los apretaba, y sus talones se pegaban a
las baldosas mientras su pelvis se pegaba más a la mía. Esos
espasmos fueron deliciosos.
Pese a todo no estaba conforme. Jamás
lo estuve cuando teníamos diversos encuentros. Me levanté del suelo
y caminé hacia la puerta, la abrí y llamé entre gritos a Riccardo.
Él se presentó ante mí, con las manos ligeramente manchadas de
sangre y sus cabellos castaños revueltos sobre su frente.
—Haz que goce—indiqué señalando a
Amadeo, el cual aún se movía complacido a pocos metros.
El muchacho no preguntó, pues más
bien se sintió poderosamente atraído por aquel espectáculo. Se
bajó los pantalones y ofreció su miembro. Mi dulce Amadeo se
abalanzó como una fiera, postrándose frente a él para deslizar su
lengua por su glande, hasta la base y de la base al glande. Comenzó
a succionar perdiendo el control con rapidez. Y Riccardo echó la
cabeza hacia atrás, enredando sus largos dedos en los cobrizos
cabellos de su compañero. Mis jóvenes discípulos disfrutaban
entregándose uno al otro. De hecho acabó colocando a mi erótica
tentación frente a mí, postrándolo de rodillas y logrando que
pegara su torso al suelo.
—Maestro...—balbuceó Amadeo.
—Penétralo—ordené a Riccardo
mientras recogía mis prendas.
El muchacho cumplió mis órdenes.
Penetraba a Amadeo tirando de sus cabellos, azotando sus nalgas,
arañando su, ya de por sí, maltrecha espalda y dejando que sus
caderas perdieran el control. No duró demasiado. La eyaculación fue
casi inminente. Amadeo también llegó al éxtasis final, pero apenas
manchó el suelo.
Por mi parte, ya me había vestido y
antes que preguntaran, se miraran mutuamente reconociendo en ambos el
placer de aquel instante, había decidido irme en silencio ayudado
por mis poderes. Me marché porque algo en mí se quebraba cuando
otro lo tocaba, pero necesitaba que comprendiera la opulencia y los
placeres de ésta vida.
1 comentario:
Maravilloso texto. Mis felicitaciones. Seguiré por aquí leyendo tus historias.
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