—¿Debería admitirlo?—preguntó
rompiendo el silencio.
Había estado allí de pie, junto a la
ventana, contemplando el campo. La vid había sido recogida hacía
meses, pero aún podía verse los troncos de los árboles esperando
florecer de nuevo. La nieve caía amontonándose en el camino, pero
también sobre las copas de los lejanos árboles y las montañas que
parecían más diminutas que hace algunos siglos. En esa ocasión las
estrellas no iluminaban el cielo nocturno, tan oscuro como magnífico,
sino que las nubes cubrían todo dándole un aspecto temible.
—¿Qué deberías admitir?—dije
sentado en mi butaca predilecta. Era de respaldo alto, mullido y con
orejas. Estaba forrado con una tela gruesa en color burdeos, pero
tenía un estampado bordado de flor de lis. Las patas de aquella
maravilla, cómoda y elegante, eran de león. A mi lado estaba el
fuego, consumiendo la leña, y arriba de éste, sobre la chimenea, un
reluciente escudo familiar con dos leones furiosos y rosas a sus
pies.
Estaba en mi castillo. El castillo que
había pertenecido a mi familia. El lugar donde había sido infeliz,
pero a la vez inocente y soñador. Estaba allí con él, guarecido de
todo y nada. Asumía mi papel de maldito entre los malditos, pero
también como bendito entre los proscritos.
—Que me siento feliz de estar
aquí—susurró.
Llevaba una camisa blanca de algodón,
abotonada hasta el último botón, y un chaleco verde cacería muy
elegante. El chaleco estaba confeccionado con tela de pana, pero sus
pantalones eran de vestir y bastante sencillos. Vestía como siempre
había vestido: con una elegancia y una clase que pocos podían
tener. Eso sí que era criollo.
—No hacía falta que lo admitieras,
pues lo sabía bien—respondí cruzando mis piernas.
Llevaba botas altas, de montar, y unos
pantalones adecuados para ello. Había salido allí fuera, con la
ventisca y la nieve cayendo cubriendo cada grieta de mis tierras, con
un grueso abrigo y mi caballo. Decidí salir como aquel día, pero
regresé ileso. Tuve que hacerlo. Necesitaba sentir el aire húmedo y
frío calando mis pulmones. No enfermaría, pero sí sentiría el
aire cuarteando mi cara y mi cabello humedeciéndose mientras se
movía salvaje. Y, en ese instante, había regresado para tomar calor
al lado del fuego.
Se apartó de la ventana y caminó
digno hacia mí, pero acabó sentándose sobre mis piernas tomándome
del rostro. Sus rodillas quedaron a ambos lados de mis caderas y sus
glúteos sobre las mías. Tenía las manos muy cálidas, o tal vez mi
rostro aún estaba ligeramente congelado. Sus labios se posaron sobre
los míos y noté como su sangre, cálida y viscosa, se colaba en mi
boca. Yo me hice también un corte en mi lengua, con mis colmillos, y
cedí parte de la mía. Aquel beso se volvió apasionado, pero
finalmente tan sólo quedamos abrazados, el uno contra el otro, cerca
de la chimenea mientras la nieve seguía cayendo.
Lestat de Lioncourt
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