La vida de Talbot jamás ha sido revelada, así que siempre es bueno saber un poco.
Lestat de Lioncourt
—¿Alguna vez has visto algo como esto?—preguntó frente al
cuadro.
Éramos jóvenes. No llevábamos demasiado en la Orden de
Talamasca. Él tenía veinticuatro años y yo veintiséis. Habíamos entrado en la
organización de investigadores de lo paranormal prácticamente al mismo tiempo. Por
allí cerca estaba otro de nuestros compañeros. Nos había tocado limpiar el
polvo de varios archivos, tasar y trasladar objetos ya marcados. Durante más de
dos horas sólo movimos cajas con documentación poco valiosa, pero al quitar un
montón de papeles y fotografías desenfocadas encontramos aquella maravilla.
—“La Tentación de Amadeo”—murmuré iluminándolo bien con mi
linterna—Está tan oscuro aquí abajo que ni siquiera se ve bien.
—Hay más interruptores por aquí—comentó Oscar, nuestro
compañero, pulsando varios interruptores pequeños y llenos de polvo. Algunas luces
encendieron y otras estaban fundidas, pero al menos teníamos más luz que antes.
Yo apagué la linterna dejándola en mi bolsillo mientras él se acercaba—. Vaya
cuadro… ¡Parece real!
—Aaron, ¿hay documentación sobre esto?—dije—. ¡Esto no es
natural!
—Deliras… quizá pertenece a alguna casa encantada o a
alguien que dicen que se aparece…—iba diciendo mientras buscaba por los
archivos como un loco.
—Ya, por eso buscas de ese modo—respondí entre carcajadas.
—¡Yo también quiero buscar!—gritó Oscar.
Oscar murió años más tarde en una misión. Tenía veintidós
años. Siempre lo recordaré como aquel chico delgado, pálido, de ojos azules y
voz demasiado ronca para un aspecto tan delicado. Corría de un lado a otro
mirando las cajas, buscando en cada carpeta, y yo hacía lo mismo junto a mi
buen amigo y compañero de habitación.
Nos olvidamos por completo de nuestro castigo, pues yo no lo
veía como algo necesario sino como un castigo por ser demasiado jóvenes y haber
estado involucrados en sucesos para nada recomendables, porque aquello era más
interesante. Cada caja que quitábamos nos desilusionaba más pero entonces
escuchamos pasos.
Por la puerta apareció Eduard Crow. El señor Crow era un
hombre que siempre vestía de negro porque decía que era elegante, aunque
también decía que no era un color sino la ausencia de todos ellos y por ello le
fascinaba. Se movía con suavidad apoyado en un bastón torcido muy bonito, pero
torcido y oscuro. Sus ojos pequeños y juntos eran dorados y su mentón picudo. Parecía
un cuervo pero humano, tan humano como todos los presentes.
—No vais a encontrar nada en esas cajas—explicó—. Ese cuadro
pertenece a unos archivos inmensos que están en la sala principal—dijo mirando
con nostalgia al muchacho de la imagen—. Él es Amadeo para su creador, porque
aún era un hermoso y tierno muchacho cuando lo pintó, pero se convirtió en el líder
de una secta de vampiros terrible y temible. De dos en realidad. La primera fue
siguiendo las órdenes de otro vampiro antiguo llamado Santino, la segunda fue
porque se quedó con el teatro del endiablado Lestat de Lioncourt. ¡Ah! ¡Hay
cientos de archivos ahí abajo que hablan de Marius, Armand, Lestat, el
desgraciado de su violinista Nicolas, su amante Louis de Pointe du Lac y la niña
vampiro que destruyó ese pelirrojo del demonio—apoyó el bastón al frente y
colocó ambas manos sobre este para luego mirarnos uno a uno—. Los vampiros
existen como los fantasmas y nosotros mismos. David, tú puedes verlos y leer la
mente con una claridad tan asombrosa como la mía y la de otros miembros
antiguos de la Orden. De hecho, estuviste a punto de renunciar porque querías
ser sacerdote de esa secta religiosa… del Candomblé—dijo antes de mirar a
Oscar—. Tú eres capaz de ver el futuro en tus sueños y leer la mente a
cualquiera, así de comprender el instinto natural de los animales. Yo sé que
sueñas muy seguido sobre tu propia muerte y espero que no se haga real—mi compañero
agachó la cabeza y luego miró a Aaron—. Tú, amigo mío, eres mi sobrino. ¿Qué
puedo decirte que tú no sepas?
Efectivamente el señor Crow era el tío por parte de madre de
Aaron. Yo lo sabía desde hacía unas semanas, pero era algo que él no deseaba
que se ventilara. Quizá para que nadie pensara que estaba ahí por recomendación
de un familiar o tal vez porque todos temíamos en parte a ese hombre tan
enigmático.
—Los vampiros no existen—respondí.
—Un día llorarás ante uno de ellos por no haberme creído.
Jamás sabré si él sabía mi destino gracias a sus poderes o
simplemente fue coincidencia. Después que Lestat apareciera en mi habitación
creí con más fe de la que jamás tuve, pues ya sólo con el libro de Louis pude
creer todo lo que me había dicho Mr. Crow. Y ese cuadro, el de “La Tentación”,
se convirtió en un cuadro maldito que siempre iba a contemplar cuando perdía la
fe en mí y en todo lo que hacía. Me juré que algún día relataría la historia
del monstruo que creó tal belleza. Y, por supuesto, lo logré. “Sangre y Oro”
salió a la luz gracias a mi pericia, insistencia y buenas dotes para el
convencimiento.
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