El olor a pan recién hecho con
mantequilla inundó mis fosas nasales, del mismo modo que el café
recién hecho y el dulce aroma a chocolate vertido sobre la bollería
de hojaldre. Tras el pulcro expositor podía ver las magdalenas,
bizcochos y suculentas tartas decoradas con adornos simples de frutas
o manga pastelera. Sobre el mostrador se hallaban los distintos
platos pequeños, perfectos para los diversos tamaños de vasos y
tazas de café, con sus azucarillos y cucharas dispuestas a tintinear
dentro del vidrio o la porcelana blanca. Al fondo estaba la máquina
de café y el molinillo triturando el grano. La tostadora no daba a
basto con los bollos recién horneados traídos desde el otro extremo
de la avenida. El cesto del pan ya estaba por la mitad y no quedaban
pan brioche.
Era una de esas cafeterías que abrían
casi todo el día sin importar el horario. Cientos de trabajadores,
estudiantes o turistas se amontonaban en sus coquetas mesas de pies
de hierro forjado y encantadores tapetes campestres. La clientela era
variada y siempre parecía bastante ruidosa. Había llevado muchas
veces a Rose a tomar tomar batidos mientras conversábamos de sus
progresos en sus estudios. Pero esa vez no estaba ella. Me encontraba
solo y perdido en un mar de gente deseosa de consumir un café
cargado, leche caliente, té o unos cuantos dulces.
No comprendía que hacía allí de pie
con la gabardina negra colgando de mi brazo derecho un maletín
agarrado con la izquierda. Llevaba una corbata roja burdeos y una
americana del mismo tono, pero los pantalones eran gris humo como el
chaleco. Sólo la camisa era blanca como el pañuelo que llevaba en
el bolsillo superior de la chaqueta. Mis cabellos estaban recogidos
en una coleta tensa y mi frente se encontraba despejada. Jamás me
había vestido tan elegante para ir a ver a mi pequeña. Aquello era
extraño desde un principio.
Entonces me percaté. Fuera no era de
noche. El sol resplandecía y penetraba una brisa agradable propia de
la primavera. El olor a jazmines y dondiegos penetró rápidamente en
mi nariz llevándome a los recuerdos de mi adorada Nueva Orleans.
—Señor, el joven de la mesa número
doce le está esperando—dijo una camarera—. El muchacho que se
esconde tras el periódico.
Miré hacia la dirección que ella me
indicaba y en ese instante él bajo el periódico, lo dobló con
elegancia y lo dejó sobre la mesa muy cerca de su café. Con
elegancia rompió la bolsita de azúcar, la vertió y comenzó a
mover la cuchara provocando que sólo llegase ese sonido a mis oídos.
Mis pupilas se dilataron y mis piernas temblequearon. Ese rostro
ligeramente alargado, sus ojos profundos y azules, su boca carnosa y
esa expresión de bondad y malicia me destrozaron los nervios. Él
era Memnoch, el Diablo, y me estaba esperando.
Deseé gritar pero estaba enmudecido
por el pánico. Quise correr aunque mis piernas parecían fallarme.
Empecé a sudar sin poder siquiera secarme porque estaba paralizado.
Era terrible. Aquel momento era horrible para mí. Él había dado
con la cafetería que adoraba mi hija adoptiva, donde en alguna
ocasión fui con Louis, y en donde discutía frecuentemente con
algunos grupos de jóvenes sobre literatura, música o cine. ¡Qué
horror!
—Lestat... —la voz de Louis taladró
en mi mente provocando que me sobresaltara y entonces desperté. Él
estaba a mi lado acariciando mi rostro con ambas manos mirándome
desconcertado—. Lestat, mon coeur, ¿qué ocurre? ¿Qué sucede?
¿Estás bien? Me he despertado y he visto tus músculos tensos...
¿tenías una pesadilla?
—El demonio me está esperando...
—fue lo único que pude balbucear.
Aquello no era sólo una pesadilla. Yo sabía que él me estaba persiguiendo incluso en los momentos más apacibles de mi vida. Había sentido tan real cada segundo de ese sueño que comprendí que era un truco para nada barato como los que usó cuando estaba tendido en la capilla. Amel no dijo nada y su silencio me perturbó durante horas.
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