Llovía. Aquella noche se desató una
tormenta terrible y los cristales del hospital temblaban con cada
trueno. Me acomodé en la cama delirando, empapado en sudor, e
intenté discernir de la realidad a la ficción. Era incapaz. No
sabía si era cierto que aquel pequeño fantasma aparecí ante mí,
con esos ojos azules iridiscentes y cargados de odio. Tenía su vieja
boca carnosa, pero no sonreía maravillada como cuando era realmente
una niña. Ella masticaba la venganza mientras yo clamaba perdón.
Se había manifestado durante horas,
pero en esos momentos me tomaba de la mano delicadamente. Podía
notar sus pequeños y fríos dedos apretar cada trozo del dorso. Su
piel era blanca, casi translúcida, pero la mía tenía el toque
dorado de los hindúes. Mi boca se secaba y apenas podía hablar algo
coherente. Tenía miedo a morir. Un miedo atroz. Jamás había
experimentado ese miedo desde que los lobos me perseguían por
aquella nieve fría, húmeda y pulcra. No era como la nieve actual,
algo sucia por la contaminación, sino tenía un blanco que hacía
llorar al recordar el manto de una virgen.
—Me voy a morir—balbuceé.
—Uno menos para el
hospital—respondió—. Seguro que el de la morgue ya te ha hecho
un hueco.
—Yo no quiero morir—dije cerrando
los ojos para dejar escapar lágrimas tan calientes, tan humanas, tan
propias de mí...
—Lástima, yo tampoco quería morir.
Si bien, ¿crees que quería vivir como tú? Un monstruo eterno con
apariencia de niña a quien nadie toma en serio...—susurró
amargamente con cierto toque de asco y rabia.
—Yo te he tomado siempre en
serio—respondí.
—Te amaba. Eras todo para mí, padre.
Confiaba en ti ciegamente, pero no fuiste capaz de decirme la verdad.
Permitiste que creciera en un mundo miserable lleno de mentiras, de
promesas rotas. Te odié porque te lo merecías, y te odio porque lo
mereces aún—me confesó.
Radiaba una luz propia. No era cálida,
pero tampoco era oscura. Sus hermosos rizos dorados rozaban sus
mejillas llenas, las cuales se llenaron de lágrimas. Realmente me
amó, como yo la amé a ella hasta ese mismo momento. Aún amo a
Claudia. Reconozco que fue un error, que me convertí en un monstruo
de cuento de hadas y que jamás debería ser perdonado, pero admito
que cuando pienso en ella mi corazón late con amor. Un padre siempre
es un padre, aunque sea el padre de las mentiras.
OOC:
Recientemente estuve en el hospital. Fue terrible escuchar como en una habitación próxima un hombre joven moría. Había tenido una intervención de urgencia, pero no sirvió para mucho. Horas atrás lo escuché delirar solo, en su habitación, para después notar que una mujer, quizá su madre o su tía, intentaba calmarlo. La misma mujer que horas más tarde lloraba en el pasillo mientras lo sacaban de la habitación ya fallecido. No sé si todos los enfermos, o moribundos, antes de morir tienen delirios; pero he intentado rememorar esta parte del libro de El Ladrón de cuerpos, como un gran delirio de Lestat que mezcla con la realidad. No sé si realmente vio a Claudia o sólo era fruto del juego de Memnoch, el cual vendrá más tarde en su cronología, o si eran puros delirios debido a que Jesse decía haberla visto.
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