Palabras elegantes y apasionadas de Michael
Lestat de Lioncourt
Tuve que aceptar que no era el mejor
hombre, ni el mejor padre, ni el mejor marido y ni mucho menos el
mejor amigo. Me habían catalogado con altas expectativas debido a
mis aptitudes, al carácter bondadoso superfluo y a la paciencia que
transmitían mis caricias. Pero también pierdo los estribos y me
convierto en un monstruo. Prueba de ello eran las tumbas bajo el
roble. Unas tumbas que habían marcado un antes y un después en
nuestra apacible vida de casados. Las ilusiones, las cuales se
marchitaron como flores tras una helada en plena primavera, se
desvanecieron. Todo aquello que teníamos acordado debido a nuestros
sueños se dilapidaron convirtiéndose en borrones bajo un millar de
lágrimas, las cuales eran tormenta peores que cualquier aguacero
golpeando la costa de esta ciudad o de San Francisco.
Me he sentado más de una vez
observando el roble mientras Mona estaba en el hospital. Me decía a
mí mismo que Morrigan estaría libre, viva y sana. Juraba que
posiblemente ya habría sido madre en brazos de un solitario
bendecido con su risa, sus hermosas canicas de cristal verdáceo y la
poderosa mujer que se agitaba tras cada peca. Era mi hija. Ella, esa
mujer Taltos, era mi niña. El único fruto que pude dar a este
mundo, la simiente de una equivocación. Mi mujer aún lloraba la
muerte de Emaleth, fruto de otro error peligroso, cuando la vio
danzar sobre la hierba crecida cerca de las tumbas de otras gentes
como ella.
Ocultamos el nombre de Ashlar Templeton
a Mona. No queríamos que supiéramos que ese talentoso juguetero,
que de un día para otro desapareció en los confines del mundo, era
apuesto caballero que atrapó entre sus grandes brazos, temblorosos y
firmes, a nuestra hija. Ella palidecía en el hospital por los
intentos vanos de encontrarla, cuando sabíamos que ambos habían
huido para no ser hallados. Debíamos respetar su decisión, pero la
chiquilla que adoraba se moría.
Nunca me sentí más aliviado que en el
momento que apareció triunfante, con la mirada llena de vida,
aferrada a Tarquin, su prometido en contra de todo y todos, y aquel
joven de espesa cabellera rubia. Ya no era sólo una bruja ni una
niña. Era una mujer de dieciocho años convencida de todo y todos.
Se había convertido en algo más también: un vampiro.
Quedé impactado, pero todo lo que
fuese salvarla significaba un avance. Reconozco que Rowan se volcó
con ella y en ocasiones llegaba a casa culpabilizándose, fatigada,
somnolienta y harta de esforzarse para nada. Rodeada de sondas,
cables, aparatos para medir su presión y otros artilugios que la
mantenían con vida la hacía caer en el deseo de matarla. Quería
que muriera plácidamente, sin dolores y sin preocupaciones, antes
que verla marchitarse. Si bien, ella no tomó aquel avance como algo
bueno. Aún recuerdo sus gritos diciendo que estaba muerta y debíamos
enterrarla.
Han pasado muchos años y aún recuerdo
vivamente esos ojos verdes. Ojalá pueda volver a verlos. Se marcharon, como niños tras ser descubiertos en una travesura, y no han regresado. Comprendo que saber que su hija no sobrevivió a sus sueños, similares a los suyos, hizo que se sintiera destrozada. Ella es la protagonista de una historia amarga, pero magnífica si en algún momento, lejos de nosotros, ha logrado ser feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario