Texto realizado para EL JARDÍN SALVAJE
Personajes de Anne Rice, pero el texto es original
Pasaba la una de la madrugada y ambos
nos habíamos alejado del grupo de inmortales a los cuales teníamos
como compañeros. Me había instalado en una fabulosa mansión
rodeada de arte, naturaleza y escándalo. Era un lugar extravagante
como su dueño y tan alocado como las fiestas que se daban cada
noche. Sentía que cualquier oportunidad era buena para brindar y
sospechaba que si no existía bien podía inventarse. Mael me había
rogado que nos alejáramos algunos cientos de metros, justo donde la
madreselva cubría los árboles más vetustos y los bancos de mármol
estaban cubiertos de verdín. Algunas de las fuentes y estatuas ya no
tenían agua que discurriera, pero sí se había formado una pequeña
charca donde las ranas saltaban de hoja en hoja.
Mael vestía con una túnica blanca
cuyos bordes se habían ensuciado. El pelo de centeno que poseía
caía lacio hacia casi la mitad de su espalda, sus ojos fríos
cortaban el silencio que dejaban a su paso las luciérnagas, las
pisadas de ambos eran desnudas. Me encontraba extasiado por
adentrarme en medio de la naturaleza en medio de un enjambre de
tecnología que a duras penas sabía usar. Él me había obsequiado
con una túnica verde que cubría mi cuerpo mucho más ancho por mi
musculatura de guerrero, tenía los cabellos también sueltos y
sujetaba un cayado que hundía en la tierra pantanosa. La noche nos
acogía y la hoguera que él había encendido horas atrás permanecía
encendida a aguardándonos.
Nada más llegar al lugar de las llamas
miré con fascinación el fuego y después los papeles desperdigados.
Mael había intentado escribir algo esa noche, aunque no sé siquiera
aún hoy qué pretendía, sus manos blancas y frías acariciaron mi
rostro cuando nos detuvimos cerciorándose que estaba ahí. Notaba en
sus ojos cierta rabia y también una profunda, misteriosa y agónica
necesidad de transmitir su entrega. De nuevo como aquel día, como si
lo reprodujera, colocó sus manos sobre mi torso acariciándolo
lentamente intentando incitar mis deseos y avivar mis recuerdos.
Me incliné hacia él acariciando su
rostro del mismo modo que él lo había hecho, dejando algunos
mechones hacia atrás y permitiendo que besara mis manos que con
sigilo recordaban como eran sus rasgos fríos y duros. Era joven
cuando nos despedimos, aunque pasamos muchas décadas juntos, y ahora
era un hombre que había visto quizás más mundo que yo mismo.
Cuando menos lo esperaba se apartó
quitándose la túnica y quedando desnudo, después vino hacia mí e
hizo lo mismo. Nuestros cuerpos estaban desnudos en medio de una
naturaleza que se avivaba cada vez más, la primavera había hecho su
entrada y aunque no todas las flores se habían abierto sentía su
fragancia. Rápidamente, y tras un escueto beso en mis labios, se
arrodilló comenzando a succionar mi miembro como lo haría una mujer
necesitada.
Eché mi cabeza hacia atrás y agarré
la suya con fuerza. Sentía su lengua deslizándose serpenteando
desde la base de mi falo hasta el inicio de éste. Mis testículos
acariciaban su mandíbula y su nariz rozaba mi vientre. Pero sobre
todo, sí sobre todo, eran sus ojos. Esos ojos fríos parecieron
volverse cálidos como un mar veraniego con un sol ardiente esperando
tostar nuestros cuerpos. Sus manos se aferraron a mis caderas y pude
empezar a escuchar roncos gemidos ahogados por el volumen de mi sexo.
Repetí su nombre en varias ocasiones
notando que aquello lo alentaba. Y tanto fue así, que terminó
apartándose y arrojándose contra la hojarasca. Sus nalgas se vieron
apetecibles como aquella noche y sus manos acariciaban la tierra
arrañándola para calmar su deseo. Gemía temblando esperando que le
hiciese caso, avisándome que necesitaba que fuese brusco. Mis manos
ásperas fueron hacia sus nalgas recordando el momento en el cual las
abrí por primera vez. Quedé fascinado por mi memoria, aunque quedó
reducida a cenizas cuando le penetré. Él gritó satisfecho y yo
gemí en medio de un ronco gruñido que parecía más el de un oso
pardo que un hombre, si me puedo considerar aún un hombre a pesar de
ser un engendro para muchos.
Las embestidas eran directas y fuertes,
pero no rápidas. Siempre detesté el sexo rápido porque la
satisfacción se reducía. Sus ojos emitieron lágrimas de profundo
agradecimiento que pude ver al tener la cara girada hacia mí. Tenía
un rostro similar al de un hombre que se entrega a la persona amada,
por eso no me detuve sino que sequé sus lágrimas con mis torpes
dedos y seguí penetrando en él. Sentía como le abría, percibía
su placer y podía ver su sexo duro rozando el suelo húmedo.
No necesitábamos palabras de aliento,
sólo disfrutar como si fuésemos nuevamente aquellos dos hombres que
nos encontramos dentro de una corteza de roble. Las primeras noches
él no dijo nada de Marius, a decir verdad jamás habló palabra de
ello hasta que lo hallamos. Sin embargo, cuando bebí de él vi todo
con claridad y sus recuerdos me pertenecían. En esos momentos sólo
parte de ellos eran reales, el resto sólo pura invención de todo lo
que escuchaba o podía ver a lo lejos.
Pronto su cuerpo estaba perlado de
sudor, al igual que el mío, las llamaradas parecían tan intensas
como nuestro ritmo y cuando menos lo esperaba él apretó sus
músculos y sentí como llegaba a la cima. Cuando él liberó su
cálida esencia, en ese mismo instante, me dejé llevar por la
deliciosa presión y los sentimientos que se mezclaban agitados.
Al salir de él, liberándolo de la
presión de mi sexo, noté que se incorporaba lanzándose contra mí
para tirarme al suelo a su lado. Su boca se volvió impaciente y sus
manos insatisfechas. Durante más de dos horas estuvo acariciándome
y venerándome igual que se hace a un Dios. Supuse entonces que su
verdadera forma de ser tan sólo se mostraba ante mí porque no me
temía, sino que me necesitaba, mientras que con el resto era
desagradable, rencoroso e incluso cruel. Por ese motivo decidí
quedarme a su lado y no molestarlo más con mi huida.
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