Se hallaba sentado en una de las mesas
del jardín. Aquellas encantadoras mesas de hierro con patas
retorcidas convertidas en pequeñas ramas de las cuales salían
capullos de rosa, las cuales parecían imitar la vida y casi moverse
con la suave brisa veraniega. El otoño se acercaba, podía olerlo en
aquel jardín tan maravilloso que tenía su encantadora Mansión.
Todas las habitaciones tenían la luz encendida desde hacía un buen
rato, la risa y el vino se desparramaban por los sofá de las salas
inferiores, podía escuchar a lo lejos el tecleo incesante del
ordenador portátil de David Talbot y las pisadas rápidas de Armand
hablando a una grabadora, así como el berrinche de Mona al descubrir
como su más espléndido, y corto traje, había sido masacrado por el
mismo que escuchaba todo y reía socarronamente.
Lestat se hallaba en el paraíso. Podía
decirse que era Adán esperando a Eva. Todos tenían un cometido en
aquel lugar y él era el anfitrión, sólo tenía que sonreír y
soltar sus mentiras, o verdades, sin importar nada. Abrazaba cada
noche la embriaguez por la felicidad, belleza y sotisficación de
aquellos que le rodeaban. Sin embargo, era un hombre vivo como la
llama de una vela gracias a Rowan.
Ella era su Eva. Una Eva distinta a
todas. Una mujer desafiante, firme y con una mente brillante. Esos
labios carnosos, sus ojos grises, el cabello ondulado ahora largo que
caía hasta sus hombros, su delicada cintura y esos precavidos
escotes en sus blusas coquetas cargadas con un perfume suave, tan
suave como su voz cuando le susurraba su amor. Ah, esa Rowan lo traía
loco y él lo sabía. Era un condenado idiota con una mujer a su lado
que valía más que cualquier otra. Era como el muñequito de la
tarta de bodas, lucía bien al lado de la novia.
El jardín estaba lleno de aromas de
todo tipo, incluso tenía un perfume especial a muerte debido a los
enterramientos de las piezas de carne que Armand había hecho
incinerar en una pequeña hoguera hasta que se recudieron lo
suficiente para echarles tierra encima. También había uno a leña
perpetua gracias a Mael y Avicus, ellos preferían las pequeñas
fogatas mientras leían y bailaban al son de ritmos que ya se habían
perdido en las diversas generaciones de hombres que asolaron la
tierra. Pero sin duda el olor más fuerte e intenso era el de la
menta que estaba plantada cerca de la entrada, la cual subía
suavemente por la parte inferior de los grandes y robustos robles,
los cuales se movían aquella noche tiritando quizás por la brisa.
Y allí estaba él disfrutando de todo,
sintiéndose el Dios de aquellas criaturas mientras se sentía
insignificante a la vez. La pequeña pantalla de su móvil iluminaba
su rostro suavemente sonrosado por la sangre que había conseguido
ingerir. Quinn había mandado un mensaje de disculpa por sus días
fuera, que en realidad eran semanas, y él tecleaba con cierta
habilidad un mensaje para Rowan. A pesar que ahora podían
comunicarse de forma más fluida seguía saboreando el momento en el
cual ella respondía. Era algo extraño, pero aún así le hacía
sentirse motivado.
-¿Qué haces aquí tan solo?-preguntó
una voz que conocía bien. No le había escuchado llegar debido a lo
ensimismado que estaba componiendo un nuevo poema de amor. Él era
Marius.
Una camisa roja como la sangre, tan
llamativa como las cerezas recién recogidas, y un pantalón negro de
pinza con unas sandalias de cuero negro muy elegantes y cómodas. Sus
cabellos estaban sueltos, caían lánguidamente hasta algo más allá
de sus hombros mientras él sonreía.
-¿Qué haces tú que no te enfermas
por un nuevo mejunje de tu amado Armadeo?-susurró con una
carismática sonrisa mientras alzaba su rostro- Espero a Rowan.
-Oh, yo he quedado con Amadeo para más
tarde. Aún no deseo enfermarme con sus absurdos experimentos- dijo
sentándose en la silla contraria sin ser invitado formalmente-
Luciérnagas, pronto no habrá luciérnagas.
-Pronto no quedará nada de éste dulce
verano-replicó- ¿A quién le importa? La vida sigue.
-Es cierto-hizo un ademán suave con su
cabeza y suspiró.
Entonces llegó ella. Sus ojos grises
conectaron con los violetas mientras inesperadamente él pulsaba el
envío del mensaje. La música del teléfono de su amada sonó, pero
ella sabía que era él y ya no importaba de momento. Podía leer
aquello más tarde.
Lestat se movió hacia ella, la tomó
por la cintura y la pegó a él frente a Marius que sólo murmuraba
en italiano una ligera canción de amor. Sus manos se posaron en sus
caderas y después en su rostro. La miraba como si viese a la misma
Venus que Marius pintaba. Ella era la mujer que le había hecho
enloquecer. Y entonces su maestro desapareció dejándolo a solas con
su Eva, su doctora.
-¿Me has echado de menos?-preguntó
con un timbre frío aunque sabía que tras él había multitud de
matices- Lestat, te estoy hablando.
-Y yo te estoy contemplando-susurró
fascinado por sus pómulos marcados, sus ojos que mil veces había
contemplado y por sus labios en movimiento. Y de la nada la besó
como respuesta.
Ella y él, como dos muñequitos de un
pastel, elegantemente vestidos en medio de un jardín de las delicias
embriagado con la muerte y la vida. Dos seres mágicos que habían
decidido unirse. La delicada y dulce sensación de felicidad en una
noche fresca próxima al fin de verano.
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