Bonsoir mes amis
Aquí tienen el FanFic de San Valentín que eligieron. Es el de Marius y Pandora.
Lestat de Lioncourt
Venecia siempre ha albergado numerosos
misterios y encanto. Me ha transportado sentimientos y una
sensibilidad mágica. Sus tres carnavales, sus gondoleros, las
apacibles y profundas aguas de sus canales, el ritmo atractivo que se
vive en los mercados y por supuesto el arte. Venecia rebosa arte.
Puedo sentirme parte de su especial entusiasmo y romanticismo por las
obras más laboriosas o simples. Es belleza pura lo que alberga
Venecia, sus palazzos y el mundo que la rodea.
Aquella noche había aguardado a mi
víctima en un sotoportego. Los sotoportego son pasadizos minúsculos
y cubiertos. Mi gabán negro cubría mi traje inmaculado del mismo
tono, el cual contrastaba con la camisa roja, tan roja como la propia
sangre o el fuego, al igual que la larga bufanda de lana que rodeaba
mi cuello. Sentía cierto nerviosismo, algo inusual en mí, mientras
contemplaba como el muchacho se aproximaba.
Era un chico distinguido. Tenía una
figura extremadamente delgada, largos cabellos negros, ojos
almendrados y una boca sensual que mostraba una fogosa sonrisa. No
era más que un ladrón que había terminado convirtiéndose en
asesino. Su traje inmaculado de color blanco, la rosa roja en su ojal
y la gabardina color hueso le ofrecía un aire encantador.
No dudé ni un instante en acabar con
él y dejarlo allí, para luego caminar sin prisas hasta el campo que
se hallaba a varios metros. El campo es como se llama aquí a las
plazuelas, las cuales son numerosas. Una vez allí acomodé mis
cabellos y volví a vibrar. Sentía que algo iba a pasar, algo
importante. Rogué que no fuera por culpa de Lestat. A veces esas
premoniciones iban acompañadas de su descaro, arrogancia y
terquedad.
Al entrar en el portal de mi palazzo
uno de mis sirvientes apareció apresurado. Su rostro era hermoso
aunque era algo grueso y tenía una voz chillona. Sus ojos parecían
intranquilos y con cierto nerviosismo me ayudó a deshacerme de mi
abrigo.
—Hay una mujer la biblioteca—dijo
en un susurro—. Dijo que su visita lo sorprendería.
—¿Qué?—aquello era inaudito.
Me pregunté quien podía haber dicho
tal cosa y entonces reparé en ella. Pandora, como se hacía llamar,
y Lydia para siempre en mi corazón. Aún recordaba la primera vez
que la vi siendo tan sólo una niña y yo ya un hombre adulto. Era
hermosa, de piel aterciopelada y labios seductores. Estaba impaciente
por hacerla mi mujer porque me enamoré perdidamente de ella.
—Eso ha dicho—murmuró mientras me
apartaba de él.
—Sí, tranquilo—dije con una
elegante sonrisa alejándome por el largo pasillo—. Es mi mujer.
Mis últimas pinturas colgaban de los
altos muros, las columnas mostraban un aspecto envidiable y todo el
lugar desprendía mi personalidad. Jarrones, bustos, elegantes
molduras en el techo y gigantescas lámparas que imitaban a los
antiguas lámparas de araña. Un palazzo que yo mismo había
restaurado, decorado y pintado su capilla.
Tenía una capilla llena de referencias
a los ángeles y algunos tenían el rostro de Amadeo. No podía
evitarlo. Había momentos que pensaba en él y momentos que no podía
dejar de pensar en Pandora. Había numerosas obras sobre ella en toda
la vivienda. Tuve miedo entonces que ella se percatara que muchas de
mis mujeres, las cuales corrían gracilmente por campos o simplemente
miraban con sutileza desde los retratos, era ella. Ella con mil
vestidos y formas, pero sus rasgos sin duda. Había estampado mi amor
por ambos en numerosas ocasiones, pero era ella quien me huía y
parecía tenerme aún cierto reparo.
Aún recordaba como la había pintado
mil veces como si fuera Afrodita. Ni siquiera me percaté de ello
hasta que veía completa mi obra. Me sentía completamente hundido en
esos momentos y su recuerdo era lo único que me sostenía. Pandora
estaba allí. La Pandora de mis frescos y cuadros. Ella era la mujer
que aparecía en mis sueños y me secuestraba la calma. Sin embargo
no iba a demostrar que estaba enamorado perdidamente de ella y que
sin duda me tenía a su merced. Reconocer que la extrañaba y quería
que estuviera a mi lado era inaudito. Sería como darle más poder al
demonio, si es que existe.
—Desconocía que tuviese
esposa—escuché a lo lejos mientras entraba en otra sala.
—La tengo desde hace mucho
tiempo...—dije para mí cuando llegué al principio de la escalera
de mármol que me conduciría a la biblioteca.
Allí decía que estaba esperándome.
Como siempre ella entre libros quizás buscando respuestas a sus
propias preguntas. Había estado buscándola pero me deshice de la
idea de tenerla nuevamente bajo mi techo, frente a mí y
permitiéndole decir lo que quisiera.
—Que sorpresa...—murmuró sin
apartar la vista del libro. Ella pasaba las hojas con suavidad y una
elegancia exquisita.
Estaba sentada en un grupo de sofás
que yo mismo había diseñado junto con el joven que los hizo a mano,
sin necesidad de fábrica. Pues siempre intento poseer cosas de
calidad que me evoquen al pasado. Aquel diván tenía acabados
dorados y estaba forrado en terciopelo rojo. Tenía numerosos cojines
también rojos con hilo dorado.
Ella encajaba en aquel mueble sentada
como si estuviésemos aún en la Antigua Roma. Su vestido era de gasa
roja y caía sobre su cuerpo adaptándose, pegándose con cierta
soltura, y dándole un aspecto muy similar al que siempre había
tenido. Su cabello estaba recogido en una trenza y por ello su
rostro, el cual siempre me había parecido magnífico, estaba
despejado.
—Eso mismo debería decir yo,
querida—respondí al momento de entrar en la estancia, pues la
había contemplado nada más desde la puerta—. Supe que estabas
aquí. No pude creerlo así que vine de inmediato a verte.
—¿Tan extraño es
encontrarme?—respondió sin despegar la mirada del libro—. Podría
decirse lo mismo de ti. Ya que te recuerdo tus múltiples abandonos y
escasas apariciones en nuestros más de dos mil años.
Aquello era sin duda un reproche. Había
escuchado que estaba en Italia, pero no había tenido el arrojo de
visitarla. Aunque sí, lo reconozco, con frecuencia pensaba en ella y
había pintado un par de bocetos de nuevas obras para una de las
salas, un fresco sencillo de un bosque con jóvenes bailando, y todas
ellas eran igual que ella.
—¿Ya vas a empezar con tus
reproches?—fruncí el ceño mirándola de mala gana—. Sigues
igual de testaruda y malcriada. Ni siquiera teniendo un amante
cambias.
—Y que me dices de ti, Marius. Ni
tirándote a dos después de mí dejas de ser ese patricio romano
deslenguado al cual Tiberio enviaba a sus “cruzadas”. Ahora
entiendo todo. Por ello es por lo cual siempre estabas fuera de Roma.
—No te des golpes de santa porque,
querida mía, eso no te queda—acorté la distancia que los separaba
de una sola zancada—. Ahora bien ¿qué piensas hacer?—la miré
directo a los ojos con aire frívolo—. He tenido varios amantes sí,
pero ninguno ha llegado a ser como tú. Oh Pandora mía ¿no lo ves?
Nunca habrá nadie como tú. Eres mi musa, la mejor de mis
creaciones. Mi aún mujer lo quieras o no.
—Eso le decías a Bianca ¿no?—cerró
el libro mirándome con rabia y lo lanzó hacia mí, el cual logré
esquivar de milagro. Clavó su mirada llena de poderosa furia y
habló—No estoy de humor para tus seducciones y mucho menos
enfrascarme en una absurda discusión que no nos llevará a nada. Así
que te pido de la forma más atenta, y amable posible, Marius ¿Qué
deseas de mi?
Recordarme a Bianca había sido bajo y
rastrero. Sobre todo por lo que me hizo esa mujer. Jamás la
perdonaría. Ni siquiera la perdonaría si fuese ese momento el
último día en la tierra. No estaba por la labor de rendir pleitesía
a una imbécil que me ocultó la carta que pudo conducirme a la
felicidad.
—Pues yo tampoco estoy de humor para
tus mismos reclamos de toda tu vida— me aproximé a ella obviando
su mirada y ya que estaba de pie, igual que yo, la agarré de los
brazos—. No me provoques. Vengo en son de paz, pero siempre lo
arruinas con tus palabras.
—¡Cómo te atreves!—respondió
furiosa ante mi brusco trato. Acabó retirando con fuerza el brazo
izquierdo para propinarme una fuerte bofetada.
Ese golpe hizo que girara mi rostro y
mis cabellos, los cuales se hallaban perfectamente peinados, se
movieran. La miré con furia desatada por lo que había hecho. Había
osado pegarme. Esa maldita malcriada me había golpeado sin medirse.
—¡No vuelvas a tocarme de ese
modo!—sentenció.
—¡Me atrevo porque puedo y
quiero!—dije apresándola de los brazos para zarandearla. Su rostro
estaba enrabietado igual que el mío. Ambos estábamos descargando
nuestra furia—. ¡Deja de actuar como una maldita histérica!
—¡No me comporto como tal!—gritó—.
Y que sí... —no dejé que prosiguiera su insufrible discurso y la
besé.
Pasé mi brazo derecho por su cintura y
la pegué a mí agarrándola por las muñecas con mi otra mano. Mi
boca rozó al fin la suya tras tantos años y mi lengua se hizo
presente. Ella forcejeaba e intentaba darme una patada, pero
trastabilló y caímos sobre el diván. Observándonos con rabia y
pasión. Creo que quería decir algo, pero el coraje la superaba. No
obstante no dudó en abofetearme e intentar apartarme. Estaba
aplastando su delicada figura con la mía, mucho más corpulenta y
pesada, si bien era imposible que se resistiese a mis deseos.
Sentí que estaba a punto de echarse a
gritar y maldecirme duramente, por eso rápidamente volví a besarla
y esta vez sus brazos rodearon mi cuerpo, sobre mis hombros,
atrayéndome hacia ella. Sus piernas se abrieron sutilmente. Mi mano
derecha se apoyó en el mueble pero la izquierda pugnaba por
levantarle la falda.
Entonces lo recordé. La furia me hizo
olvidarlo. Su vestido tenía un suave escote en v que oprimía sus
pechos, además de realzarlos, y sin meditarlo demasiado terminé
rompiéndolo. Agarré ambos trozos de tela y la rasgué llevándome
consigo también su encantador sujetador de encaje. Sin importarme
nada, ni siquiera la furia que había avivado en ella por ese acto
cruel hacia sus prendas, hundí mi rostro entre sus senos.
Mi lengua se movía por su perfumado
canalillo y mi nariz se embriagaba con su aroma. Mi mano izquierda se
apoyó en el borde del diván y la derecha levantó sus faldas al
fin. Pronto comencé a palpar el fino elástico de su ropa interior,
pero ella me empujó para deshacerse de mi chaqueta y arrancarme a
tiras la camisa.
Comenzamos a comportarnos como fieras.
Ambos nos destrozábamos la ropa y nos tirábamos del pelo. Hice que
soltara su cabellera negra, la cual era abundante y sedosa, para
poder observar a ese animal que podía encerrar su cautivadora mirada
enmarcada en sus largos cabellos. En ese juego infernal convertido en
una guerra, pues eso era, acabamos en el suelo desnudos y
devorándonos como si jamás hubiésemos estado separados.
Entré en ella completamente decidido.
Ni siquiera iba a permitir que en ese momento se negara. Ella clavó
rápidamente sus uñas en mis hombros y tiró hacia sí. Mi piel se
desgarró, del mismo modo que parte de la carne bajo el tejido
cutáneo, dejando surcos visibles tan sólo durante unos segundos. El
mágico olor de la sangre nos excitó a ambos y provocó que mis
estocadas fueran rápidas y violentas.
Pandora quedaba sacudida por cada
movimiento de cadera, sus labios se abrían quejándose con
deliciosos gemidos y sus piernas me rodeaban como si fueran cálidas
serpientes. El suelo de piedra empezó a quedar manchado por las
salpicaduras de sus arañazos. Mis colmillos crecieron mientras la
besaba e hirieron sus labios. Ella parecía pedirme más con la
mirada a pesar que perdía el aliento y la conciencia. Ambos éramos
dos seres convertidos en uno, atados por un ritmo frenético, y
permitiendo que al fin nuestro amor se desatase.
Repetí varias veces que la amaba y
ella me respondía del mismo modo. Era un hecho que el amor existía
bajo aquella gruesa pátina de odio. Nuestras caderas se acompasaban
y podía sentir como ambos nos bañábamos en sudor. Aquellas gotas
sanguinolentas se mezclaban con nuestros besos y fluidos.
Pronto sentí que llegaba en aquel
fiero encuentro. Ella gimió alcanzando el climax y apoderándose de
mi miembro, torturándolo con una deliciosa presión de sus músculos
vaginales, y ofreciéndome la expresión del placer misma. La miré
jadeando y gimiendo su nombre para acompañarla regando mi esencia en
ella.
Quedé sobre ella en silencio y
suavemente mi ritmo fue decayendo. Mi mano derecha acarició su
rostro apartando varios mechones, pero cuando fui a besarla ella me
apartó de un empujón y recogió parte de sus prendas, las cuales se
hallaban destrozadas, para salir corriendo en dirección a la puerta
de salida.
Supe que si la perseguía sería peor y
que debía permitirle un tiempo para comprender que ambos nos
necesitábamos. Era algo palpable. El amor que teníamos el uno por
el otro era como fuego que nos abrasaba. Ella y yo estábamos
condenados a amarnos y odiarnos a la vez.
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