Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

jueves, 13 de febrero de 2014

Apasionada disputa

Bonsoir mes amis

Aquí tienen el FanFic de San Valentín que eligieron. Es el de Marius y Pandora. 


Lestat de Lioncourt


Venecia siempre ha albergado numerosos misterios y encanto. Me ha transportado sentimientos y una sensibilidad mágica. Sus tres carnavales, sus gondoleros, las apacibles y profundas aguas de sus canales, el ritmo atractivo que se vive en los mercados y por supuesto el arte. Venecia rebosa arte. Puedo sentirme parte de su especial entusiasmo y romanticismo por las obras más laboriosas o simples. Es belleza pura lo que alberga Venecia, sus palazzos y el mundo que la rodea.

Aquella noche había aguardado a mi víctima en un sotoportego. Los sotoportego son pasadizos minúsculos y cubiertos. Mi gabán negro cubría mi traje inmaculado del mismo tono, el cual contrastaba con la camisa roja, tan roja como la propia sangre o el fuego, al igual que la larga bufanda de lana que rodeaba mi cuello. Sentía cierto nerviosismo, algo inusual en mí, mientras contemplaba como el muchacho se aproximaba.

Era un chico distinguido. Tenía una figura extremadamente delgada, largos cabellos negros, ojos almendrados y una boca sensual que mostraba una fogosa sonrisa. No era más que un ladrón que había terminado convirtiéndose en asesino. Su traje inmaculado de color blanco, la rosa roja en su ojal y la gabardina color hueso le ofrecía un aire encantador.

No dudé ni un instante en acabar con él y dejarlo allí, para luego caminar sin prisas hasta el campo que se hallaba a varios metros. El campo es como se llama aquí a las plazuelas, las cuales son numerosas. Una vez allí acomodé mis cabellos y volví a vibrar. Sentía que algo iba a pasar, algo importante. Rogué que no fuera por culpa de Lestat. A veces esas premoniciones iban acompañadas de su descaro, arrogancia y terquedad.

Al entrar en el portal de mi palazzo uno de mis sirvientes apareció apresurado. Su rostro era hermoso aunque era algo grueso y tenía una voz chillona. Sus ojos parecían intranquilos y con cierto nerviosismo me ayudó a deshacerme de mi abrigo.

—Hay una mujer la biblioteca—dijo en un susurro—. Dijo que su visita lo sorprendería.

—¿Qué?—aquello era inaudito.

Me pregunté quien podía haber dicho tal cosa y entonces reparé en ella. Pandora, como se hacía llamar, y Lydia para siempre en mi corazón. Aún recordaba la primera vez que la vi siendo tan sólo una niña y yo ya un hombre adulto. Era hermosa, de piel aterciopelada y labios seductores. Estaba impaciente por hacerla mi mujer porque me enamoré perdidamente de ella.

—Eso ha dicho—murmuró mientras me apartaba de él.

—Sí, tranquilo—dije con una elegante sonrisa alejándome por el largo pasillo—. Es mi mujer.

Mis últimas pinturas colgaban de los altos muros, las columnas mostraban un aspecto envidiable y todo el lugar desprendía mi personalidad. Jarrones, bustos, elegantes molduras en el techo y gigantescas lámparas que imitaban a los antiguas lámparas de araña. Un palazzo que yo mismo había restaurado, decorado y pintado su capilla.

Tenía una capilla llena de referencias a los ángeles y algunos tenían el rostro de Amadeo. No podía evitarlo. Había momentos que pensaba en él y momentos que no podía dejar de pensar en Pandora. Había numerosas obras sobre ella en toda la vivienda. Tuve miedo entonces que ella se percatara que muchas de mis mujeres, las cuales corrían gracilmente por campos o simplemente miraban con sutileza desde los retratos, era ella. Ella con mil vestidos y formas, pero sus rasgos sin duda. Había estampado mi amor por ambos en numerosas ocasiones, pero era ella quien me huía y parecía tenerme aún cierto reparo.

Aún recordaba como la había pintado mil veces como si fuera Afrodita. Ni siquiera me percaté de ello hasta que veía completa mi obra. Me sentía completamente hundido en esos momentos y su recuerdo era lo único que me sostenía. Pandora estaba allí. La Pandora de mis frescos y cuadros. Ella era la mujer que aparecía en mis sueños y me secuestraba la calma. Sin embargo no iba a demostrar que estaba enamorado perdidamente de ella y que sin duda me tenía a su merced. Reconocer que la extrañaba y quería que estuviera a mi lado era inaudito. Sería como darle más poder al demonio, si es que existe.

—Desconocía que tuviese esposa—escuché a lo lejos mientras entraba en otra sala.

—La tengo desde hace mucho tiempo...—dije para mí cuando llegué al principio de la escalera de mármol que me conduciría a la biblioteca.

Allí decía que estaba esperándome. Como siempre ella entre libros quizás buscando respuestas a sus propias preguntas. Había estado buscándola pero me deshice de la idea de tenerla nuevamente bajo mi techo, frente a mí y permitiéndole decir lo que quisiera.

—Que sorpresa...—murmuró sin apartar la vista del libro. Ella pasaba las hojas con suavidad y una elegancia exquisita.

Estaba sentada en un grupo de sofás que yo mismo había diseñado junto con el joven que los hizo a mano, sin necesidad de fábrica. Pues siempre intento poseer cosas de calidad que me evoquen al pasado. Aquel diván tenía acabados dorados y estaba forrado en terciopelo rojo. Tenía numerosos cojines también rojos con hilo dorado.

Ella encajaba en aquel mueble sentada como si estuviésemos aún en la Antigua Roma. Su vestido era de gasa roja y caía sobre su cuerpo adaptándose, pegándose con cierta soltura, y dándole un aspecto muy similar al que siempre había tenido. Su cabello estaba recogido en una trenza y por ello su rostro, el cual siempre me había parecido magnífico, estaba despejado.

—Eso mismo debería decir yo, querida—respondí al momento de entrar en la estancia, pues la había contemplado nada más desde la puerta—. Supe que estabas aquí. No pude creerlo así que vine de inmediato a verte.

—¿Tan extraño es encontrarme?—respondió sin despegar la mirada del libro—. Podría decirse lo mismo de ti. Ya que te recuerdo tus múltiples abandonos y escasas apariciones en nuestros más de dos mil años.

Aquello era sin duda un reproche. Había escuchado que estaba en Italia, pero no había tenido el arrojo de visitarla. Aunque sí, lo reconozco, con frecuencia pensaba en ella y había pintado un par de bocetos de nuevas obras para una de las salas, un fresco sencillo de un bosque con jóvenes bailando, y todas ellas eran igual que ella.

—¿Ya vas a empezar con tus reproches?—fruncí el ceño mirándola de mala gana—. Sigues igual de testaruda y malcriada. Ni siquiera teniendo un amante cambias.

—Y que me dices de ti, Marius. Ni tirándote a dos después de mí dejas de ser ese patricio romano deslenguado al cual Tiberio enviaba a sus “cruzadas”. Ahora entiendo todo. Por ello es por lo cual siempre estabas fuera de Roma.

—No te des golpes de santa porque, querida mía, eso no te queda—acorté la distancia que los separaba de una sola zancada—. Ahora bien ¿qué piensas hacer?—la miré directo a los ojos con aire frívolo—. He tenido varios amantes sí, pero ninguno ha llegado a ser como tú. Oh Pandora mía ¿no lo ves? Nunca habrá nadie como tú. Eres mi musa, la mejor de mis creaciones. Mi aún mujer lo quieras o no.

—Eso le decías a Bianca ¿no?—cerró el libro mirándome con rabia y lo lanzó hacia mí, el cual logré esquivar de milagro. Clavó su mirada llena de poderosa furia y habló—No estoy de humor para tus seducciones y mucho menos enfrascarme en una absurda discusión que no nos llevará a nada. Así que te pido de la forma más atenta, y amable posible, Marius ¿Qué deseas de mi?

Recordarme a Bianca había sido bajo y rastrero. Sobre todo por lo que me hizo esa mujer. Jamás la perdonaría. Ni siquiera la perdonaría si fuese ese momento el último día en la tierra. No estaba por la labor de rendir pleitesía a una imbécil que me ocultó la carta que pudo conducirme a la felicidad.

—Pues yo tampoco estoy de humor para tus mismos reclamos de toda tu vida— me aproximé a ella obviando su mirada y ya que estaba de pie, igual que yo, la agarré de los brazos—. No me provoques. Vengo en son de paz, pero siempre lo arruinas con tus palabras.

—¡Cómo te atreves!—respondió furiosa ante mi brusco trato. Acabó retirando con fuerza el brazo izquierdo para propinarme una fuerte bofetada.

Ese golpe hizo que girara mi rostro y mis cabellos, los cuales se hallaban perfectamente peinados, se movieran. La miré con furia desatada por lo que había hecho. Había osado pegarme. Esa maldita malcriada me había golpeado sin medirse.

—¡No vuelvas a tocarme de ese modo!—sentenció.

—¡Me atrevo porque puedo y quiero!—dije apresándola de los brazos para zarandearla. Su rostro estaba enrabietado igual que el mío. Ambos estábamos descargando nuestra furia—. ¡Deja de actuar como una maldita histérica!

—¡No me comporto como tal!—gritó—. Y que sí... —no dejé que prosiguiera su insufrible discurso y la besé.

Pasé mi brazo derecho por su cintura y la pegué a mí agarrándola por las muñecas con mi otra mano. Mi boca rozó al fin la suya tras tantos años y mi lengua se hizo presente. Ella forcejeaba e intentaba darme una patada, pero trastabilló y caímos sobre el diván. Observándonos con rabia y pasión. Creo que quería decir algo, pero el coraje la superaba. No obstante no dudó en abofetearme e intentar apartarme. Estaba aplastando su delicada figura con la mía, mucho más corpulenta y pesada, si bien era imposible que se resistiese a mis deseos.

Sentí que estaba a punto de echarse a gritar y maldecirme duramente, por eso rápidamente volví a besarla y esta vez sus brazos rodearon mi cuerpo, sobre mis hombros, atrayéndome hacia ella. Sus piernas se abrieron sutilmente. Mi mano derecha se apoyó en el mueble pero la izquierda pugnaba por levantarle la falda.

Entonces lo recordé. La furia me hizo olvidarlo. Su vestido tenía un suave escote en v que oprimía sus pechos, además de realzarlos, y sin meditarlo demasiado terminé rompiéndolo. Agarré ambos trozos de tela y la rasgué llevándome consigo también su encantador sujetador de encaje. Sin importarme nada, ni siquiera la furia que había avivado en ella por ese acto cruel hacia sus prendas, hundí mi rostro entre sus senos.

Mi lengua se movía por su perfumado canalillo y mi nariz se embriagaba con su aroma. Mi mano izquierda se apoyó en el borde del diván y la derecha levantó sus faldas al fin. Pronto comencé a palpar el fino elástico de su ropa interior, pero ella me empujó para deshacerse de mi chaqueta y arrancarme a tiras la camisa.

Comenzamos a comportarnos como fieras. Ambos nos destrozábamos la ropa y nos tirábamos del pelo. Hice que soltara su cabellera negra, la cual era abundante y sedosa, para poder observar a ese animal que podía encerrar su cautivadora mirada enmarcada en sus largos cabellos. En ese juego infernal convertido en una guerra, pues eso era, acabamos en el suelo desnudos y devorándonos como si jamás hubiésemos estado separados.

Entré en ella completamente decidido. Ni siquiera iba a permitir que en ese momento se negara. Ella clavó rápidamente sus uñas en mis hombros y tiró hacia sí. Mi piel se desgarró, del mismo modo que parte de la carne bajo el tejido cutáneo, dejando surcos visibles tan sólo durante unos segundos. El mágico olor de la sangre nos excitó a ambos y provocó que mis estocadas fueran rápidas y violentas.

Pandora quedaba sacudida por cada movimiento de cadera, sus labios se abrían quejándose con deliciosos gemidos y sus piernas me rodeaban como si fueran cálidas serpientes. El suelo de piedra empezó a quedar manchado por las salpicaduras de sus arañazos. Mis colmillos crecieron mientras la besaba e hirieron sus labios. Ella parecía pedirme más con la mirada a pesar que perdía el aliento y la conciencia. Ambos éramos dos seres convertidos en uno, atados por un ritmo frenético, y permitiendo que al fin nuestro amor se desatase.

Repetí varias veces que la amaba y ella me respondía del mismo modo. Era un hecho que el amor existía bajo aquella gruesa pátina de odio. Nuestras caderas se acompasaban y podía sentir como ambos nos bañábamos en sudor. Aquellas gotas sanguinolentas se mezclaban con nuestros besos y fluidos.

Pronto sentí que llegaba en aquel fiero encuentro. Ella gimió alcanzando el climax y apoderándose de mi miembro, torturándolo con una deliciosa presión de sus músculos vaginales, y ofreciéndome la expresión del placer misma. La miré jadeando y gimiendo su nombre para acompañarla regando mi esencia en ella.

Quedé sobre ella en silencio y suavemente mi ritmo fue decayendo. Mi mano derecha acarició su rostro apartando varios mechones, pero cuando fui a besarla ella me apartó de un empujón y recogió parte de sus prendas, las cuales se hallaban destrozadas, para salir corriendo en dirección a la puerta de salida.


Supe que si la perseguía sería peor y que debía permitirle un tiempo para comprender que ambos nos necesitábamos. Era algo palpable. El amor que teníamos el uno por el otro era como fuego que nos abrasaba. Ella y yo estábamos condenados a amarnos y odiarnos a la vez.  

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Lestat de Lioncourt