David nos comparte una de sus más terror
Lestat de Lioncourt
Aquel frío
Hacía unos años que había regresado
de Brasil. La orden me había vuelto a brindar su apoyo. Ya no era un
novicio ni era tratado como tal. Las noches en la biblioteca eran
habituales. Podía escuchar crujir cada mueble debido a la humedad,
las distintas pisadas por el pasillo y el murmullo de mis
pensamientos recordándome que el lugar donde estaba sería mi hogar,
país y vida. Había aceptado por completo ser uno de ellos y
olvidarme de mis investigaciones arriesgadas, salvo que la orden las
aceptara y me indicara diversas directrices a seguir. Acepté por lo
tanto ser un santo entre condenados. Iba a ser un detective de almas,
nada más y nada menos. Cumpliría con el protocolo y estudiaría
noche tras noche entre los viejos volúmenes.
Sin embargo algo llamó mi atención.
La sala poseía varias chimeneas, un cuidadoso suelo de madera y
diversas ventanas de doble hoja para evitar corrientes de aire o
frío. No obstante la temperatura descendía a un ritmo alarmante. Mi
jersey de gruesa lana era insuficiente y podía sentir, justo a mi
espalda, una presión continua. Me giré suavemente volteando la
cabeza primero, para luego seguir con mi tronco y quedar con medio
cuerpo hacia el fondo de la galería. Sólo había libros, libros y
más libros.
Observaba cada ejemplar, algunos
polvorientos y ajados, en sus pequeños pedestales de madera. El
silencio era intenso y no se escuchaba el pasillo. Podía detectar en
cada rincón la huella del pasado, viejos cuadros recopilaban la
historia de la orden y un estandarte de tiempos de los Templarios
recordaban que sus tesoros eran ahora nuestros. Tragué saliva, miré
las numerosas lámparas y entonces lo escuché.
Un libro cayó de una de sus
estanterías y se abrió por la mitad, las páginas comenzaron a
pasar de un lado a otro. Después de ese cayó otro, luego otro y así
hasta caer por completo una estantería. Varios libros se
precipitaban hacia mí y yo decidí saltar la mesa, girarla y usarla
de escudo. Allí agazapado podía sentir aún más el frío en la
madera que hasta hacía unos minutos estaba cálida.
—Miren la Cruz del Señor; y sean
dispersos los poderes enemigos—dije comenzando a realizar la señal
de la cruz—El León de la tribu de Judá ha conquistado la raíz de
David. Qué tu misericordia esté sobre nosotros, oh Señor. Así
como hemos tenido esperanza en Ti. Oh Señor, escucha nuestra
oración— no era mi religión, en la cual era sacerdote, pero sí
la religión que había profesado mi madre. Recordaba aquel rezo
cuando ella misma hacía frente con algunos fenómenos en nuestro
hogar. Me llevé una mano al pecho sintiendo mi corazón—Y deja que
mi llanto llegue a Ti—¡Oremos!—los libros dejaron de caer pero
sentía aún más fuerte la presencia, como si alguien librara una
batalla entre sus intereses y los de otros.
Fuera todo estaba en silencio, es más
parecía un silencio sospechoso. Habían escuchado posiblemente el
alboroto, pero nadie había movido un dedo. El frío me hacía
tiritar y castañear mis dientes. Incluso se habían apagado las
chimeneas y las luces tintineaban. No tenía miedo, pero si deseos de
acabar con todo de una buena vez.
—Oh Dios, Padre nuestro, señor
Jesucristo, invocamos a tu Santo Nombre, y suplicantes imploramos tu
clemencia, para que por la intercesión de la siempre Virgen María,
Inmaculada Madre nuestra, y por el glorioso San Miguel Arcángel, Tú
te dignes ayudarnos contra Satanás y todos los demás espíritus
inmundos, que andan por el mundo para hacer daño a la raza humana y
para arruinar a las almas—me incorporé temblando de frío, pero no
de miedo, y aquella cosa apareció ante mí.
Era como una enorme sombra. Un hombre
gigantesco que golpeaba el aire y creaba un remolino de hojas, libros
y trozos de madera. Parecía haber destrozado aquel lugar, pero sin
embargo no me causaba daño. Lo miré a su rostro desdibujado y abrí
mis brazos en forma de cruz.
—¡Si quieres alimentarte de mi poder
no lo harás!—grité abriendo mis manos dejando los dedos bien
estirados, comencé a rezar en la lengua de mi religión. Después,
sin pretenderlo, dejé que mi alma se despegara de mi cuerpo y
observé el fenómeno de cerca.
Era un alma que provenía de las mismas
profundidades de la orden. Un ser que había nacido allí, por así
decirlo, y logré espantarlo casi amedrantándolo con mi poder y
testimonio. Mis cánticos en varias religiones lograron apaciguarlo y
finalmente el despliegue de mi fuerza. Cuando regresé a mi cuerpo
quedé agotado, aterido de frío y escuchando el escándalo que se
había precipitado por toda la orden. Las campanas sonaban. Sí, eran
las campanas de alerta de la Talamasca.
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