Bonsoir mes amis
Aquí os dejo el encuentro que he tenido con Armand.
Lestat de Lioncourt
Había buscado sus brazos tantas veces
en tantos cuerpos distintos, con diferentes rostros y labios, pero no
encontraba el calor profundo del hogar que hallé en los suyos. Era
como una búsqueda lamentable donde mi vida se proyectaba vulgar,
monstruosa y llena de escándalos mientras mi alma seguía gritando
su nombre una y otra vez. Cada noche despertaba con una sed terrible,
algo que hacía mucho que no sucedía. Quizás me refugiaba en los
placeres que puede otorgarme mi inmortalidad, y que son escasos, como
la sangre, el placer de la cacería y el sexo.
Con ella nunca había practicado el
sexo, pues yo en cada ocasión le hacía el amor más ferviente igual
que un devoto reza, pide a Dios un milagro y regresa cada día
suplicando piedad. Tal vez se convirtió en eso para mí. Un pequeño
trozo divino de un milagro que desapareció tal y como vino. Sí,
quizás fue eso. Pero aún así desplegaba todo mi poder para
buscarla en los ojos de otros y sin embargo era imposible. No me daba
por vencido y ese dolor, ese atroz dolor, se convirtió en una estaca
peligrosa que aún conservo.
Me encontraba en una situación
lamentable, pero todos creían que me había recuperado y puesto en
pie. Nicolas había regresado a mí. Sus caricias eran sensuales
bálsamos, pero todo lo que había sentido por él se esfumaba
recordando que nuestros sentimientos, aquellos que nos mantenían
unidos, se habían disuelto. Los amantes proliferaban; incluso
mortales que se aferraban a mí como si fuera su Clark Kent
particular.
Aquella noche había tomado la decisión
de permanecer en la biblioteca. Los empleados domésticos eran
eficientes, algunos de los más sagaces habían sido elegidos
específicamente por mi buen amigo David, y habían retirado
cualquier recuerdo de Rowan y Hazel. No obstante en el bolsillo
derecho de mi pantalón se hallaba el anillo de bodas. El tacto del
oro entre mis dedos era una daga que se enterraba con fuerza en mi
alma hasta desgarrarla, aniquiándola y obligándome a suplicar mi
último aliento.
Estaba de pie frente a una enorme
hilera de volúmenes de distintos sucesos pertenecientes a las
confrontaciones que habíamos tenido. Los más antiguos habían
narrado su historia a David y éste había encuadernado archivos muy
diversos. Las disputas más terribles habían ocurrido hacía unos
meses, justo poco antes de volver con Rowan y empezar nuestra
relación. Ella no comprendía que había corrido mil aventuras
intentando salvar al mundo. Quizás jamás lo entendía y yo jamás
se lo diría, aunque era especialmente tentador hacerlo por si ella
regresaba tras adquirirlas en una librería.
Mi elegante traje azul marino provocaba
que mi musculatura se perdiera, ocultándola en una silueta elegante
y delgada. Parecía esbelto y seductor. Mis cabellos dorados eran la
melena de un león cayendo sin dirección fija, rozando las solapas
de estilo clásico de mi traje, mi cuello, pómulos marcados y
espalda sutilmente ancha. Llevaba una corbata celeste muy bonita y
extremadamente cara, pues era de una de esas colecciones exclusivas
que hacen las firmas de moda parisinas. La pinza de la corbata era de
oro blanco, al igual que la pulsera que lucía en la muñeca
izquierda y que rezaba mi nombre en una inscripción simple; pero lo
más llamativo eran mis gemelos, que parecían captar distintos haces
de luz, allí colocados en los puños de mi camisa de algodón.
Parecía sereno con los brazos metidos
en los bolsillos, curioseando los nombres de los diversos volúmenes
que tenían el nombre de los milenarios entrevistados. Cuando llegué
al nombre de Flavius sonreí. Aquello no estaba allí y quizás sería
un nuevo volumen que él había colocado. No obstante no estaba
buscando nada, ni tenía mi atención puesta en los libros o ni
siquiera quería estar allí. Estaba esperando que alguien entrara.
Quería escuchar sus tacones, mucho más bajos que los de Mona,
precipitándose por el mármol del pasillo mientras se acomodaba sus
pendientes de perlas y me decía “No podemos salir a pasear, tengo
que ir a la clínica”. Inclusive me giré como hacía
habitualmente, miré la puerta y esta permaneció cerrada.
—Fantasmas de la felicidad— llegué
a decir casi echándome a llorar.
Saqué mi mano derecha del bolsillo y
miré aquel anillo. Era mucho más pequeño que el mío. Su mano eran
grandes, pero de dedos finos. Tenía unas manos suaves, casi de
terciopelo o seda, que se hundían en mis rizos como hacía mi madre
cuando era un niño. En ella había encontrado esa mujer fuerte por
fuera, terriblemente hermosa y llena de demonios que la hacían ser
frágil pese a todo. Una mujer decidida y dispuestas a dar su vida
por sus grandes pasiones. Si miraba a ambas veía dos mujeres de
fuerte carácter y terriblemente atractivas. Ambas segadas en la flor
de la vida. Cuarenta años ya cumplidos en sus cuerpos, pero casi sin
arrugas de expresión y con unos ojos grises que te arrebataban el
alma. Pero había algo más que las unía: se alejaron de mí como si
fuera una ciudad infestada de cadáveres.
Miré los dedos de mi mano y vi aún mi
anillo allí, justo donde ella lo había puesto cuando dijo el “Sí,
quiero” ante las vidrieras de aquella hermosa iglesia en París.
Parecía haber pasado un siglo, pero la verdad era distinta. Hacía
un año. Esa noche era la noche en la cual ambos nos fugamos y
decidimos empezar de cero, aunque no nos casamos hasta dos meses
después en pleno Mayo cuando las flores estaban cargadas de aromas y
el verano nos esperaba. Quise llorar en ese momento, pues recordé su
rostro radiante y su sonrisa mientras miraba nuestras manos unidas
frente al altar. Si no lo hice fue por vergüenza. Me avergonzaba
llorar desconsolado en un lugar donde había sido feliz y donde aún
lo era, a mi modo, pues los libros eran para mí puertas a la
felicidad.
Giré mi cuerpo hacia los volúmenes y
encontré un nuevo vampiro, un milenario, que ya no recordaba. Pero
al tomar su tomo vi que estaba vacío. Aquel cuaderno de cuero negro,
bastante pesado, estaba en blanco. Posiblemente aún no había
logrado David llamar su atención. Entonces escuché pasos y sentí
la presencia de Armand. La puerta se abrió sin ruido alguno y yo
permanecí allí de pie, con el libro y el anillo en la mano, para de
inmediato soltar el tomo y guardar la joya en mi bolsillo.
—¿Qué quieres?—pregunté— ¿Qué
buscas?—dije girándome hacia él para ver su cuerpo menudo,
pequeño y de proporciones seductoras frente a mí.
—Desde hace días quiero hablar
contigo—respondió acercándose a mí con paso decidido—. No
puedes estar así.
—¡Qué gracioso!—solté unas
buenas carcajadas porque realmente tenía gracia, o al menos yo se la
hallaba—. Tú, Armand el vampiro, preocupado por mí, el Príncipe
de los vampiros que siempre te ha menospreciado y apartado. El mismo
que tiraste de una torre, agrediste en alguna ocasión e intentaste
beber de mi cuello cuando me encontraba inmóvil.
—Deja el maldito pasado atrás—susurró
apretando el paso para quedar frente a mí y dejar a un lado los
libros de David—. ¿No te das cuenta que te amo?
—Tu amor es veneno y un
espejismo—dije tocando la punta de su nariz con mi dedo anular, el
mismo que llevaba el anillo de bodas, y de inmediato tomó mi brazo
por la muñeca—. ¿Qué haces?
—Sigues llevándolo—dijo escupiendo
las palabras con rabia.
—¡Y qué! ¡Es mi mujer!—grité
esgrimiendo mi puño derecho hacia él, sin rozar su rostro pero
amenazando—. Y sé que volverá—susurré bajando el brazo
mientras sentía que todo mi cuerpo temblaba—. Noto que ella me
extraña tanto como yo lo hago. No hay lugar en el mundo en el
cual...
—Hace tres noches llegó la nulidad
de vuestro matrimonio—contestó provocando que cayera en una
espiral de dolor, demencia y desesperación. Nuestra boda había sido
anulada como si nunca hubiese pasado. No existían ya para ella las
fotografías de boda, el comunicado lleno de pasión que yo había
hecho y mis sagrados votos. No existía nada—. Ryan Mayfair nos
hizo llegar un comunicado, de Mayfair and Mayfair, en el cual se
alegaba enajenación mental de Rowan en el momento de la celebración.
Nos habíamos casado por la iglesia.
Había conseguido documentación para mí alegando que era el
heredero de un Lioncourt, el cual vivió y creció en Auvernia pero
murió en París en medio de la Revolución. Firmé numerosos
papeles, pagué cuantiosas cifras de dinero por esos documentos para
agilizar trámites y extorsioné a hombres muy influyentes en el
gobierno francés. Todo era por actas de nacimiento, las cuales decía
haber perdido, entre otras nimiedades. Me esforcé para que ella
pudiera ser mi mujer ante Dios y la legalidad. Sin embargo ella sólo
tuvo que decir ante Roma que estaba loca.
—¿Qué?—pregunté apoyándome en
el escritorio que estaba a unos pasos, el cual era usado
habitualmente por David.
—David te lo ocultó porque no quería
que sufrieras. Él sabe que es perder aquello que tanto se ama
y...—Armand lo decía con una simpleza sofocante, o al menos así
lo sentía. Me quedé sin aliento y sin fuerzas. Mi mundo se derrumbó
y no quedó ni las piedras.
—¿Nulidad?—interrogué aún
incrédulo.
—Sí, Lestat...—asintió suavemente
metiendo sus manos en los bolsillos de sus pantalones.
Llevaba un bonito abrigo negro de paño,
por lo tanto no muy grueso, con una elegante camisa blanca con las
puntas del cuello redondeadas, las cuales le ofrecían cierta
inocencia infantil que no tenía, y unos pantalones jeans negros con
unas botas de cuero bajas pero con un par de lustrosas hebillas
plateadas. Era como un ángel venido de algún lugar de los
infiernos, debido a la connotación de su cabello rojo, con los
labios suavemente pincelados en rosa pastel y la mirada ambarina
llena de dolor. Un dolor lacerante que incluso yo sentía. Estaba
realmente preocupado por mí. ¿Tan mal me vi en ese instante? Es lo
único que puedo preguntarme.
—Locura—balbuceé— ¡Alega
locura! ¡Loco estoy yo por ella!—grité.
—Y te llamaré Quijote si no dejas de
lamentarte por una Dulcinea que no es ni será jamás princesa de tu
mundo—dijo tomándome de los brazos con aquellas manos pequeñas y
finas, muy similares a las de Rowan, que me apresaban como si fueran
diminutas garras de ruiseñor.
—No te burles de mí. ¿Para eso
vienes? ¿Para burlarte?—me revolví alejándome unos pasos, aunque
mis piernas temblaban como si hubiese visto de nuevo a Memnoch frente
a mí con sus alas extendidas— ¡Si es así vete!
—Te amo y quiero cuidarte—musitó
con la voz afligida y el tono tan quedo que era casi inapreciable—
Quiero que recapacites— escuchaba su voz, en un murmullo trágico,
pero sus labios a penas se movían—. Eres el príncipe de todos; tú
mismo lo has dicho.
—Armand... vete...—había comenzado
a llorar y no pararía en horas. No quería que viese ese
espectáculo. ¡Era un hombre arruinado!
—¡No! ¡No voy a dejar que te
destruyas sin luchar!—me agarró de nuevo intentando que entrara en
razón, pero yo había perdido la razón jugando al poker con la
locura. El mismo que se había reído de la muerte al ganar la
partida, pues siempre la ganaba, había acabado desplumado y sin
juicio.
—¡Contra quién debo luchar! ¡Dime!
¡Ni siquiera hay una nueva guerra como hace unos años! ¡No la
hay!—grité abriendo mis brazos para liberarme una vez más de él—.
No me toques...
—¡Contra ti mismo! ¡Tú eres tu
peor enemigo y ni siquiera te das cuenta!—gritó furibundo con sus
ojos llenos de desesperación.
—¡No me levantes la voz!—dije
apretando los dientes fulminándolo con la mirada.
—¿No te das cuenta que te amo? ¿No
consigues verlo?—preguntó con sus hombros bajos y su mirada
entristecida. No había sombra de duda, pero no era lo que yo
necesitaba.
—¿Y qué? No me sirves. Sólo eres
una puta que se abre a todos—mis palabras fueron una bala que
atravesó su corazón y le cortó el aliento.
—Cierto...—balbuceó dando unos
pasos hacia atrás. Su labio inferior temblaba y estaba a punto de
empezar a llorar.
—Armand—dije intentando tomarlo del
rostro, pero me apartó con sus manos mientras sus lágrimas salían.
Era un espectáculo terrible.
—No te preocupes—susurró moviendo
la cabeza mientras se giraba—. Iré a dejar que otro me abra esta
noche y de paso se lleve mi corazón—expresó aquello con voz
monocorde—. Sí, el mismo que tú acabas de romper en mil
pedazos—añadió girándose en mitad de la sala.
Sus pasos habían sido elegantes, pero
no medidos. Era una elegancia triste como los pasos que se dan tras
un féretro en un cementerio. El ángel de piedra volvió a ser
humano ante mí, pero de inmediato lo rompí en mil pedazos dejando
que la hiedra del dolor, la fragancia de la desesperación y la
frialdad del mundo lo convirtieran nuevamente en una escultura. Sus
ojos se quedaron vacíos y su expresión me destrozó.
—Yo...—no sabía que decir, por eso
quedé con las palabras suspendidas en el aire. Él sonrió y yo me
entristecí de forma terrible.
—No te preocupes—susurró dejando
que un par de lágrimas mancharan sus mejillas.
Se volteó y acercó a la puerta
tomando el pomo para marcharse. Sin embargo corrí hacia él
abrazándolo, pegándolo a mí con una necesidad brutal y rogando que
notara que no era sólo culpabilidad. Aunque no estaba seguro que
era. Posiblemente era culpa y ciertos sentimientos que siempre
ocultaba. Decía odiarlo, pero sabía bien que le quería a mi modo.
Apreciaba su preocupación y también me enorgullecía que él aún
tuviese cierta desesperación conmigo.
—Quédate conmigo—dije hundiendo mi
rostro en su cuello.
Mi nariz rozó el lóbulo de su oreja
izquierda, sus cabellos se mezclaron con los míos y su cuerpo se
tensó provocando que lo deseara. De nuevo esa sed y locura. Quería
llenar el hueco de Rowan fuera como fuese. Él era el candidato esa
noche.
—¿Te sientes culpable por mis
lágrimas?—preguntó mientras besaba en silencio su cuello
apartando con cuidado sus cabellos con mi mano derecha, la izquierda
estaba sobre su torso apretándolo contra mí.
Guardé respetuoso silencio porque
perdía mis segundos en buscar la forma de quitarle la ropa. Él
suspiró, pero recobró la conciencia y se giró para empujarme,
mirarme con rabia y gritarme.
—¡Dime!—exclamó.
—Vamos a mi habitación y te diré lo
culpable que me siento—aquella respuesta lo desconcertó.
Quedó sin saber que decirme en ese
momento. Mis manos acariciaron sus mejillas manchando las yemas con
sus lágrimas, dejando que sus labios también se mancharan a
palparlos como si los esculpiera con mis manos y finalmente besé su
frente. Él cerró los ojos mientras su cuerpo se relajaba y su
figura se pegaba a mí. Sus brazos rodearon mi cuello y yo decidí
cargarlo amorosamente hasta mi habitación.
Caminé con él por los pasillos como
si lo hiciera con Rowan, pues ella solía permitirme esos caprichos
tan estrafalarios. Llevarla entre mis brazos, sintiendo su peso, me
hacía sentir vivo a cada paso. Ella sabía lo importante que era
para mí revivir ciertos momentos porque alejaban mis miedos, aunque
no había compartido todos. Pedí a David que no se lo contara jamás.
Pero el pánico de ver arder a cientos de hermanos en un momento de
locura, la cual quizás narre algún día, me dejó marcado como
soldado que ha vivido la matanza de un pueblo. Así que solía tener
esos pequeños momentos, los cuales eran cotidianos, como una
recompensa a mis méritos y miedos. Armand estaba allí, y no ella,
pero en mi sed sexual imaginé su cuerpo con las hermosas y gloriosas
formas de una mujer.
Su rostro se hundió en mi pecho
manchando mi camisa y corbata, dejándolas para la basura, mientras
sus dedos jugaban con el vello de mi nuca. Parecía impaciente y no
se atrevía a besarme. Sin embargo nada más entrar al dormitorio y
acomodarlo en la cama, tal vez porque finalmente estábamos a solas,
se deslizó del colchón y comenzó a quitarse la ropa. Sin embargo
yo se lo impedí, lo tumbé de nuevo y comencé a quitarle suavemente
cada botón.
—No hay prisa, amor mío—dije
provocando que sus ojos brillaran encendidos.
—Amor mío...—suspiró mostrando
una sonrisa que me conmovió.
Estiré mi brazo derecho hacia él
palpando sus labios, bajando hacia su mentón y jugando con suave
nuez hasta poder desabrochar los primeros botones de su camisa. Su
pecho pequeño, frágil y de pezones rosados fue apareciendo
lentamente. Sus cabellos caían sobre los almohadones color hueso con
bordes dorados y le conferían un aspecto más delicado. Tenía los
labios del color de los nenúfares florecidos, abiertos y buscando
los míos. Los ojos estaban abiertos observándome con una película
de lujuria.
Poco a poco fui quitando todo como si
fuese un regalo. Un ángel en mi habitación permitiendo que yo, su
demonio particular, lo destrozara con caricias indecentes. Mis labios
acariciaban su piel salpicada de delicadas pecas y con una piel
sensible, fría y marmórea. Lamí sus pezones mientras él se
aferraba a las sábanas abriendo sus piernas. Se ofrecía cual virgen
en sacrificio. Abrí sus piernas un poco más observando su entrada y
su sexo.
—Quiero que sea el inicio del fin—no
comprendí sus palabras en ese momento, pero después cobrarían un
significado fuerte y desesperado.
Besé su boca con intensidad, lamí sus
dientes perfectos y empecé a luchar con su lengua. Quería abrazarlo
pero a la vez sentía que era mejor jugar a su delicioso juego. Me
aparté quitándome la chaqueta, el chaleco y la corbata para sólo
dejar la camisa abierta. Él me miró trémulo y sofocado, quería
tocarme pero no se lo permití.
—Te haré mío, Armand—dije con voz
ronca cubriendo sus ojos con mi corbata.
Me senté en la cama bajando mi
bragueta y sacando mi miembro. Con cuidado lo guié hacia mí dejando
sus labios sobre el glande. Él no tardó en lamer lentamente la
zona, besar con cariño y finalmente dejar un mordisco suave. Rió
como lo hacía un niño travieso mientras se bajaba al suelo,
quedando como mi esclavo. Me tomó de las caderas y empezó a lamer.
Mi vello púbico no fue problema para él, pues parecía incluso
gozar con roce de este contra sus mejillas, labios y mentón. Sus
manos fueron a sus cabellos enredando su pelo, hundiendo mis dedos en
su cráneo y comenzando a tirar de ellos. Gemía penetrando su boca
hasta llegar a su garganta, incluso me incorporé para ofrecerle un
trato cruel y despiadado. Él temblequeaba mostrándose complaciente
con su lengua y su aspecto frágil.
No tardé en agarrarlo y tirarlo contra
la cama, dejando su torso contra el colchón, para abrir sus piernas
y penetrarle. Él gritó de placer y comenzó a moverse de inmediato.
Cualquier otro se hubiese quejado, pero parecía no importarle que
fuese brusco y un tanto insensible. Las palabras de amor empezaron a
destilarse de sus labios, casi gritándose desgarrando mis gemidos y
gruñidos de placer. Su cuerpo era delicado y pequeño comparado con
el mío, mis manos eran como garras que arañaban su espalda donde
deberían ir esas malditas alas negras. Todos habíamos visto en
algún momento el cuadro, o tan sólo imaginado, y él parecía
representar la genuflexión de un ángel que ha perdido por completo
la fe, la locura y el orgullo.
—¡Puta!—grité saliendo de él
para tirarlo mejor al colchón—Eso eres. La puta más perfecta que
he visto—la venda impedía que viese sus ojos, pero sus labios
sonrieron mientras me ofrecía un nuevo gemido, tan largo y sensual
que me excitó de sobremanera.
—Mátame, sácame el corazón y
arrójame a la locura. Haz que pierda el conocimiento, por
favor—balbuceó buscándome con sus brazos y logrando palpar mis
pómulos.
Llevé sus manos a mis hombros mientras
lo besaba. Él suspiraba con una ternura propia de un niño, o de un
siervo puro de Dios, pero aquello no haría que cambiara de opinión.
Era una zorra que había ido a consolarme. Rowan no estaba y él no
ocuparía el hueco. Mi corazón temblaba de dolor, pero mi cuerpo se
complacía con aquella figura que se retorcía con mis pobres
caricias. Al penetrarlo de nuevo, frente a frente, permití que viese
mis ojos quitándole la corbata. Me miró con un sensual encanto que
no le había visto jamás, uno tan terrible que me hizo detenerme y
besarlo hasta arrancarle la cordura, si es que quedaba en él algo de
cordura.
Minutos después, en medio de una gran
pasión y palabras inconexas por parte de ambos, eyaculé permitiendo
ver como él lo hacía momentos después arqueando su espalda,
elevando su torso, mostrando su pezones completamente duros y
clavando sus uñas en mí. Su cuerpo estaba perlado de sudor
sanguinolento, como el mío, pero tenía un toque más trágico.
Quizás porque avecinaba la tragedia que ocurriría.
—Nunca te haré daño—dijo mientras
salía de él—. Prometo que no me apartaré—susurró con una leve
sonrisa tan estúpida como las que solía regalarle a Rowan. Eso me
puso en alerta, pero no me importó demasiado. Sin embargo al
recostarme a su lado me abrazó apoyando su cabeza en mi torso—. He
esperado siglos a que te dieras cuenta—se incorporó y permitió
que lo viera como un ángel. Un ángel que te observa desde la cúpula
de una hermosa iglesia, la cual es bañada por las numerosas
vidrieras, mientras las velas dejan impregnadas en tu ropa su aroma
junto al incienso.
—No sé que quieres decirme—comenté
estirándome en la cama con aquella deliciosa sensación de
bienestar, esa que sólo el sexo te da.
—Lestat... —frunció su ceño y me
miró dolido—. Hablo de nosotros dos.
—¿Qué nosotros?—pregunté
incorporándome para quedar con los codos clavados en el colchón, mi
rostro mostraba confusión y sorpresa, mientras que él quedaba allí
petrificado como escultura de sal.
—Tú me amas. He podido notar como me
deseas, necesitas y amas—me dejó un beso suave en mis labios y
rió—. Soy muy feliz. Al fin estamos juntos tú y yo como debía
ser...
—Alto—dije levantándome de
inmediato de la cama. Aquello no podía estar pasando. Armand había
confundido todo. Él, quien siempre tenía cientos de amantes del
mismo modo que yo en otras épocas, me estaba tratando como si fuese
su compañero—. Escúchame. Yo no quiero dañarte, pues me has
mostrado compasión, pero jamás he dicho que te amaría de ese modo.
Armand cambió su rostro quedando
sereno, pero sus ojos estallaban en furia y dolor, se incorporó
envuelto en las sábanas manchadas por nuestros bajos instintos y se
marchó dando un portazo terrible. No comprendía como podía haber
creído que ambos íbamos a ser amantes, sin embargo meditando en la
cama me percaté de algo. Él me había estado esperando desde que
nos despedimos en París y nos marchamos a recorrer mundo buscando a
Marius.
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