Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

martes, 25 de marzo de 2014

Yo te daré amor...

Bonsoir mes amis 

Aquí os dejo el encuentro que he tenido con Armand. 

Lestat de Lioncourt 

Había buscado sus brazos tantas veces en tantos cuerpos distintos, con diferentes rostros y labios, pero no encontraba el calor profundo del hogar que hallé en los suyos. Era como una búsqueda lamentable donde mi vida se proyectaba vulgar, monstruosa y llena de escándalos mientras mi alma seguía gritando su nombre una y otra vez. Cada noche despertaba con una sed terrible, algo que hacía mucho que no sucedía. Quizás me refugiaba en los placeres que puede otorgarme mi inmortalidad, y que son escasos, como la sangre, el placer de la cacería y el sexo.

Con ella nunca había practicado el sexo, pues yo en cada ocasión le hacía el amor más ferviente igual que un devoto reza, pide a Dios un milagro y regresa cada día suplicando piedad. Tal vez se convirtió en eso para mí. Un pequeño trozo divino de un milagro que desapareció tal y como vino. Sí, quizás fue eso. Pero aún así desplegaba todo mi poder para buscarla en los ojos de otros y sin embargo era imposible. No me daba por vencido y ese dolor, ese atroz dolor, se convirtió en una estaca peligrosa que aún conservo.

Me encontraba en una situación lamentable, pero todos creían que me había recuperado y puesto en pie. Nicolas había regresado a mí. Sus caricias eran sensuales bálsamos, pero todo lo que había sentido por él se esfumaba recordando que nuestros sentimientos, aquellos que nos mantenían unidos, se habían disuelto. Los amantes proliferaban; incluso mortales que se aferraban a mí como si fuera su Clark Kent particular.

Aquella noche había tomado la decisión de permanecer en la biblioteca. Los empleados domésticos eran eficientes, algunos de los más sagaces habían sido elegidos específicamente por mi buen amigo David, y habían retirado cualquier recuerdo de Rowan y Hazel. No obstante en el bolsillo derecho de mi pantalón se hallaba el anillo de bodas. El tacto del oro entre mis dedos era una daga que se enterraba con fuerza en mi alma hasta desgarrarla, aniquiándola y obligándome a suplicar mi último aliento.

Estaba de pie frente a una enorme hilera de volúmenes de distintos sucesos pertenecientes a las confrontaciones que habíamos tenido. Los más antiguos habían narrado su historia a David y éste había encuadernado archivos muy diversos. Las disputas más terribles habían ocurrido hacía unos meses, justo poco antes de volver con Rowan y empezar nuestra relación. Ella no comprendía que había corrido mil aventuras intentando salvar al mundo. Quizás jamás lo entendía y yo jamás se lo diría, aunque era especialmente tentador hacerlo por si ella regresaba tras adquirirlas en una librería.

Mi elegante traje azul marino provocaba que mi musculatura se perdiera, ocultándola en una silueta elegante y delgada. Parecía esbelto y seductor. Mis cabellos dorados eran la melena de un león cayendo sin dirección fija, rozando las solapas de estilo clásico de mi traje, mi cuello, pómulos marcados y espalda sutilmente ancha. Llevaba una corbata celeste muy bonita y extremadamente cara, pues era de una de esas colecciones exclusivas que hacen las firmas de moda parisinas. La pinza de la corbata era de oro blanco, al igual que la pulsera que lucía en la muñeca izquierda y que rezaba mi nombre en una inscripción simple; pero lo más llamativo eran mis gemelos, que parecían captar distintos haces de luz, allí colocados en los puños de mi camisa de algodón.

Parecía sereno con los brazos metidos en los bolsillos, curioseando los nombres de los diversos volúmenes que tenían el nombre de los milenarios entrevistados. Cuando llegué al nombre de Flavius sonreí. Aquello no estaba allí y quizás sería un nuevo volumen que él había colocado. No obstante no estaba buscando nada, ni tenía mi atención puesta en los libros o ni siquiera quería estar allí. Estaba esperando que alguien entrara. Quería escuchar sus tacones, mucho más bajos que los de Mona, precipitándose por el mármol del pasillo mientras se acomodaba sus pendientes de perlas y me decía “No podemos salir a pasear, tengo que ir a la clínica”. Inclusive me giré como hacía habitualmente, miré la puerta y esta permaneció cerrada.

—Fantasmas de la felicidad— llegué a decir casi echándome a llorar.

Saqué mi mano derecha del bolsillo y miré aquel anillo. Era mucho más pequeño que el mío. Su mano eran grandes, pero de dedos finos. Tenía unas manos suaves, casi de terciopelo o seda, que se hundían en mis rizos como hacía mi madre cuando era un niño. En ella había encontrado esa mujer fuerte por fuera, terriblemente hermosa y llena de demonios que la hacían ser frágil pese a todo. Una mujer decidida y dispuestas a dar su vida por sus grandes pasiones. Si miraba a ambas veía dos mujeres de fuerte carácter y terriblemente atractivas. Ambas segadas en la flor de la vida. Cuarenta años ya cumplidos en sus cuerpos, pero casi sin arrugas de expresión y con unos ojos grises que te arrebataban el alma. Pero había algo más que las unía: se alejaron de mí como si fuera una ciudad infestada de cadáveres.

Miré los dedos de mi mano y vi aún mi anillo allí, justo donde ella lo había puesto cuando dijo el “Sí, quiero” ante las vidrieras de aquella hermosa iglesia en París. Parecía haber pasado un siglo, pero la verdad era distinta. Hacía un año. Esa noche era la noche en la cual ambos nos fugamos y decidimos empezar de cero, aunque no nos casamos hasta dos meses después en pleno Mayo cuando las flores estaban cargadas de aromas y el verano nos esperaba. Quise llorar en ese momento, pues recordé su rostro radiante y su sonrisa mientras miraba nuestras manos unidas frente al altar. Si no lo hice fue por vergüenza. Me avergonzaba llorar desconsolado en un lugar donde había sido feliz y donde aún lo era, a mi modo, pues los libros eran para mí puertas a la felicidad.

Giré mi cuerpo hacia los volúmenes y encontré un nuevo vampiro, un milenario, que ya no recordaba. Pero al tomar su tomo vi que estaba vacío. Aquel cuaderno de cuero negro, bastante pesado, estaba en blanco. Posiblemente aún no había logrado David llamar su atención. Entonces escuché pasos y sentí la presencia de Armand. La puerta se abrió sin ruido alguno y yo permanecí allí de pie, con el libro y el anillo en la mano, para de inmediato soltar el tomo y guardar la joya en mi bolsillo.

—¿Qué quieres?—pregunté— ¿Qué buscas?—dije girándome hacia él para ver su cuerpo menudo, pequeño y de proporciones seductoras frente a mí.

—Desde hace días quiero hablar contigo—respondió acercándose a mí con paso decidido—. No puedes estar así.

—¡Qué gracioso!—solté unas buenas carcajadas porque realmente tenía gracia, o al menos yo se la hallaba—. Tú, Armand el vampiro, preocupado por mí, el Príncipe de los vampiros que siempre te ha menospreciado y apartado. El mismo que tiraste de una torre, agrediste en alguna ocasión e intentaste beber de mi cuello cuando me encontraba inmóvil.

—Deja el maldito pasado atrás—susurró apretando el paso para quedar frente a mí y dejar a un lado los libros de David—. ¿No te das cuenta que te amo?

—Tu amor es veneno y un espejismo—dije tocando la punta de su nariz con mi dedo anular, el mismo que llevaba el anillo de bodas, y de inmediato tomó mi brazo por la muñeca—. ¿Qué haces?

—Sigues llevándolo—dijo escupiendo las palabras con rabia.

—¡Y qué! ¡Es mi mujer!—grité esgrimiendo mi puño derecho hacia él, sin rozar su rostro pero amenazando—. Y sé que volverá—susurré bajando el brazo mientras sentía que todo mi cuerpo temblaba—. Noto que ella me extraña tanto como yo lo hago. No hay lugar en el mundo en el cual...

—Hace tres noches llegó la nulidad de vuestro matrimonio—contestó provocando que cayera en una espiral de dolor, demencia y desesperación. Nuestra boda había sido anulada como si nunca hubiese pasado. No existían ya para ella las fotografías de boda, el comunicado lleno de pasión que yo había hecho y mis sagrados votos. No existía nada—. Ryan Mayfair nos hizo llegar un comunicado, de Mayfair and Mayfair, en el cual se alegaba enajenación mental de Rowan en el momento de la celebración.

Nos habíamos casado por la iglesia. Había conseguido documentación para mí alegando que era el heredero de un Lioncourt, el cual vivió y creció en Auvernia pero murió en París en medio de la Revolución. Firmé numerosos papeles, pagué cuantiosas cifras de dinero por esos documentos para agilizar trámites y extorsioné a hombres muy influyentes en el gobierno francés. Todo era por actas de nacimiento, las cuales decía haber perdido, entre otras nimiedades. Me esforcé para que ella pudiera ser mi mujer ante Dios y la legalidad. Sin embargo ella sólo tuvo que decir ante Roma que estaba loca.

—¿Qué?—pregunté apoyándome en el escritorio que estaba a unos pasos, el cual era usado habitualmente por David.

—David te lo ocultó porque no quería que sufrieras. Él sabe que es perder aquello que tanto se ama y...—Armand lo decía con una simpleza sofocante, o al menos así lo sentía. Me quedé sin aliento y sin fuerzas. Mi mundo se derrumbó y no quedó ni las piedras.

—¿Nulidad?—interrogué aún incrédulo.

—Sí, Lestat...—asintió suavemente metiendo sus manos en los bolsillos de sus pantalones.

Llevaba un bonito abrigo negro de paño, por lo tanto no muy grueso, con una elegante camisa blanca con las puntas del cuello redondeadas, las cuales le ofrecían cierta inocencia infantil que no tenía, y unos pantalones jeans negros con unas botas de cuero bajas pero con un par de lustrosas hebillas plateadas. Era como un ángel venido de algún lugar de los infiernos, debido a la connotación de su cabello rojo, con los labios suavemente pincelados en rosa pastel y la mirada ambarina llena de dolor. Un dolor lacerante que incluso yo sentía. Estaba realmente preocupado por mí. ¿Tan mal me vi en ese instante? Es lo único que puedo preguntarme.

—Locura—balbuceé— ¡Alega locura! ¡Loco estoy yo por ella!—grité.

—Y te llamaré Quijote si no dejas de lamentarte por una Dulcinea que no es ni será jamás princesa de tu mundo—dijo tomándome de los brazos con aquellas manos pequeñas y finas, muy similares a las de Rowan, que me apresaban como si fueran diminutas garras de ruiseñor.

—No te burles de mí. ¿Para eso vienes? ¿Para burlarte?—me revolví alejándome unos pasos, aunque mis piernas temblaban como si hubiese visto de nuevo a Memnoch frente a mí con sus alas extendidas— ¡Si es así vete!

—Te amo y quiero cuidarte—musitó con la voz afligida y el tono tan quedo que era casi inapreciable— Quiero que recapacites— escuchaba su voz, en un murmullo trágico, pero sus labios a penas se movían—. Eres el príncipe de todos; tú mismo lo has dicho.

—Armand... vete...—había comenzado a llorar y no pararía en horas. No quería que viese ese espectáculo. ¡Era un hombre arruinado!

—¡No! ¡No voy a dejar que te destruyas sin luchar!—me agarró de nuevo intentando que entrara en razón, pero yo había perdido la razón jugando al poker con la locura. El mismo que se había reído de la muerte al ganar la partida, pues siempre la ganaba, había acabado desplumado y sin juicio.

—¡Contra quién debo luchar! ¡Dime! ¡Ni siquiera hay una nueva guerra como hace unos años! ¡No la hay!—grité abriendo mis brazos para liberarme una vez más de él—. No me toques...

—¡Contra ti mismo! ¡Tú eres tu peor enemigo y ni siquiera te das cuenta!—gritó furibundo con sus ojos llenos de desesperación.

—¡No me levantes la voz!—dije apretando los dientes fulminándolo con la mirada.

—¿No te das cuenta que te amo? ¿No consigues verlo?—preguntó con sus hombros bajos y su mirada entristecida. No había sombra de duda, pero no era lo que yo necesitaba.

—¿Y qué? No me sirves. Sólo eres una puta que se abre a todos—mis palabras fueron una bala que atravesó su corazón y le cortó el aliento.

—Cierto...—balbuceó dando unos pasos hacia atrás. Su labio inferior temblaba y estaba a punto de empezar a llorar.

—Armand—dije intentando tomarlo del rostro, pero me apartó con sus manos mientras sus lágrimas salían. Era un espectáculo terrible.

—No te preocupes—susurró moviendo la cabeza mientras se giraba—. Iré a dejar que otro me abra esta noche y de paso se lleve mi corazón—expresó aquello con voz monocorde—. Sí, el mismo que tú acabas de romper en mil pedazos—añadió girándose en mitad de la sala.

Sus pasos habían sido elegantes, pero no medidos. Era una elegancia triste como los pasos que se dan tras un féretro en un cementerio. El ángel de piedra volvió a ser humano ante mí, pero de inmediato lo rompí en mil pedazos dejando que la hiedra del dolor, la fragancia de la desesperación y la frialdad del mundo lo convirtieran nuevamente en una escultura. Sus ojos se quedaron vacíos y su expresión me destrozó.

—Yo...—no sabía que decir, por eso quedé con las palabras suspendidas en el aire. Él sonrió y yo me entristecí de forma terrible.

—No te preocupes—susurró dejando que un par de lágrimas mancharan sus mejillas.

Se volteó y acercó a la puerta tomando el pomo para marcharse. Sin embargo corrí hacia él abrazándolo, pegándolo a mí con una necesidad brutal y rogando que notara que no era sólo culpabilidad. Aunque no estaba seguro que era. Posiblemente era culpa y ciertos sentimientos que siempre ocultaba. Decía odiarlo, pero sabía bien que le quería a mi modo. Apreciaba su preocupación y también me enorgullecía que él aún tuviese cierta desesperación conmigo.

—Quédate conmigo—dije hundiendo mi rostro en su cuello.

Mi nariz rozó el lóbulo de su oreja izquierda, sus cabellos se mezclaron con los míos y su cuerpo se tensó provocando que lo deseara. De nuevo esa sed y locura. Quería llenar el hueco de Rowan fuera como fuese. Él era el candidato esa noche.

—¿Te sientes culpable por mis lágrimas?—preguntó mientras besaba en silencio su cuello apartando con cuidado sus cabellos con mi mano derecha, la izquierda estaba sobre su torso apretándolo contra mí.
Guardé respetuoso silencio porque perdía mis segundos en buscar la forma de quitarle la ropa. Él suspiró, pero recobró la conciencia y se giró para empujarme, mirarme con rabia y gritarme.

—¡Dime!—exclamó.

—Vamos a mi habitación y te diré lo culpable que me siento—aquella respuesta lo desconcertó.

Quedó sin saber que decirme en ese momento. Mis manos acariciaron sus mejillas manchando las yemas con sus lágrimas, dejando que sus labios también se mancharan a palparlos como si los esculpiera con mis manos y finalmente besé su frente. Él cerró los ojos mientras su cuerpo se relajaba y su figura se pegaba a mí. Sus brazos rodearon mi cuello y yo decidí cargarlo amorosamente hasta mi habitación.

Caminé con él por los pasillos como si lo hiciera con Rowan, pues ella solía permitirme esos caprichos tan estrafalarios. Llevarla entre mis brazos, sintiendo su peso, me hacía sentir vivo a cada paso. Ella sabía lo importante que era para mí revivir ciertos momentos porque alejaban mis miedos, aunque no había compartido todos. Pedí a David que no se lo contara jamás. Pero el pánico de ver arder a cientos de hermanos en un momento de locura, la cual quizás narre algún día, me dejó marcado como soldado que ha vivido la matanza de un pueblo. Así que solía tener esos pequeños momentos, los cuales eran cotidianos, como una recompensa a mis méritos y miedos. Armand estaba allí, y no ella, pero en mi sed sexual imaginé su cuerpo con las hermosas y gloriosas formas de una mujer.

Su rostro se hundió en mi pecho manchando mi camisa y corbata, dejándolas para la basura, mientras sus dedos jugaban con el vello de mi nuca. Parecía impaciente y no se atrevía a besarme. Sin embargo nada más entrar al dormitorio y acomodarlo en la cama, tal vez porque finalmente estábamos a solas, se deslizó del colchón y comenzó a quitarse la ropa. Sin embargo yo se lo impedí, lo tumbé de nuevo y comencé a quitarle suavemente cada botón.

—No hay prisa, amor mío—dije provocando que sus ojos brillaran encendidos.

—Amor mío...—suspiró mostrando una sonrisa que me conmovió.

Estiré mi brazo derecho hacia él palpando sus labios, bajando hacia su mentón y jugando con suave nuez hasta poder desabrochar los primeros botones de su camisa. Su pecho pequeño, frágil y de pezones rosados fue apareciendo lentamente. Sus cabellos caían sobre los almohadones color hueso con bordes dorados y le conferían un aspecto más delicado. Tenía los labios del color de los nenúfares florecidos, abiertos y buscando los míos. Los ojos estaban abiertos observándome con una película de lujuria.

Poco a poco fui quitando todo como si fuese un regalo. Un ángel en mi habitación permitiendo que yo, su demonio particular, lo destrozara con caricias indecentes. Mis labios acariciaban su piel salpicada de delicadas pecas y con una piel sensible, fría y marmórea. Lamí sus pezones mientras él se aferraba a las sábanas abriendo sus piernas. Se ofrecía cual virgen en sacrificio. Abrí sus piernas un poco más observando su entrada y su sexo.

—Quiero que sea el inicio del fin—no comprendí sus palabras en ese momento, pero después cobrarían un significado fuerte y desesperado.

Besé su boca con intensidad, lamí sus dientes perfectos y empecé a luchar con su lengua. Quería abrazarlo pero a la vez sentía que era mejor jugar a su delicioso juego. Me aparté quitándome la chaqueta, el chaleco y la corbata para sólo dejar la camisa abierta. Él me miró trémulo y sofocado, quería tocarme pero no se lo permití.

—Te haré mío, Armand—dije con voz ronca cubriendo sus ojos con mi corbata.

Me senté en la cama bajando mi bragueta y sacando mi miembro. Con cuidado lo guié hacia mí dejando sus labios sobre el glande. Él no tardó en lamer lentamente la zona, besar con cariño y finalmente dejar un mordisco suave. Rió como lo hacía un niño travieso mientras se bajaba al suelo, quedando como mi esclavo. Me tomó de las caderas y empezó a lamer. Mi vello púbico no fue problema para él, pues parecía incluso gozar con roce de este contra sus mejillas, labios y mentón. Sus manos fueron a sus cabellos enredando su pelo, hundiendo mis dedos en su cráneo y comenzando a tirar de ellos. Gemía penetrando su boca hasta llegar a su garganta, incluso me incorporé para ofrecerle un trato cruel y despiadado. Él temblequeaba mostrándose complaciente con su lengua y su aspecto frágil.

No tardé en agarrarlo y tirarlo contra la cama, dejando su torso contra el colchón, para abrir sus piernas y penetrarle. Él gritó de placer y comenzó a moverse de inmediato. Cualquier otro se hubiese quejado, pero parecía no importarle que fuese brusco y un tanto insensible. Las palabras de amor empezaron a destilarse de sus labios, casi gritándose desgarrando mis gemidos y gruñidos de placer. Su cuerpo era delicado y pequeño comparado con el mío, mis manos eran como garras que arañaban su espalda donde deberían ir esas malditas alas negras. Todos habíamos visto en algún momento el cuadro, o tan sólo imaginado, y él parecía representar la genuflexión de un ángel que ha perdido por completo la fe, la locura y el orgullo.

—¡Puta!—grité saliendo de él para tirarlo mejor al colchón—Eso eres. La puta más perfecta que he visto—la venda impedía que viese sus ojos, pero sus labios sonrieron mientras me ofrecía un nuevo gemido, tan largo y sensual que me excitó de sobremanera.

—Mátame, sácame el corazón y arrójame a la locura. Haz que pierda el conocimiento, por favor—balbuceó buscándome con sus brazos y logrando palpar mis pómulos.

Llevé sus manos a mis hombros mientras lo besaba. Él suspiraba con una ternura propia de un niño, o de un siervo puro de Dios, pero aquello no haría que cambiara de opinión. Era una zorra que había ido a consolarme. Rowan no estaba y él no ocuparía el hueco. Mi corazón temblaba de dolor, pero mi cuerpo se complacía con aquella figura que se retorcía con mis pobres caricias. Al penetrarlo de nuevo, frente a frente, permití que viese mis ojos quitándole la corbata. Me miró con un sensual encanto que no le había visto jamás, uno tan terrible que me hizo detenerme y besarlo hasta arrancarle la cordura, si es que quedaba en él algo de cordura.

Minutos después, en medio de una gran pasión y palabras inconexas por parte de ambos, eyaculé permitiendo ver como él lo hacía momentos después arqueando su espalda, elevando su torso, mostrando su pezones completamente duros y clavando sus uñas en mí. Su cuerpo estaba perlado de sudor sanguinolento, como el mío, pero tenía un toque más trágico. Quizás porque avecinaba la tragedia que ocurriría.

—Nunca te haré daño—dijo mientras salía de él—. Prometo que no me apartaré—susurró con una leve sonrisa tan estúpida como las que solía regalarle a Rowan. Eso me puso en alerta, pero no me importó demasiado. Sin embargo al recostarme a su lado me abrazó apoyando su cabeza en mi torso—. He esperado siglos a que te dieras cuenta—se incorporó y permitió que lo viera como un ángel. Un ángel que te observa desde la cúpula de una hermosa iglesia, la cual es bañada por las numerosas vidrieras, mientras las velas dejan impregnadas en tu ropa su aroma junto al incienso.

—No sé que quieres decirme—comenté estirándome en la cama con aquella deliciosa sensación de bienestar, esa que sólo el sexo te da.

—Lestat... —frunció su ceño y me miró dolido—. Hablo de nosotros dos.

—¿Qué nosotros?—pregunté incorporándome para quedar con los codos clavados en el colchón, mi rostro mostraba confusión y sorpresa, mientras que él quedaba allí petrificado como escultura de sal.

—Tú me amas. He podido notar como me deseas, necesitas y amas—me dejó un beso suave en mis labios y rió—. Soy muy feliz. Al fin estamos juntos tú y yo como debía ser...

—Alto—dije levantándome de inmediato de la cama. Aquello no podía estar pasando. Armand había confundido todo. Él, quien siempre tenía cientos de amantes del mismo modo que yo en otras épocas, me estaba tratando como si fuese su compañero—. Escúchame. Yo no quiero dañarte, pues me has mostrado compasión, pero jamás he dicho que te amaría de ese modo.


Armand cambió su rostro quedando sereno, pero sus ojos estallaban en furia y dolor, se incorporó envuelto en las sábanas manchadas por nuestros bajos instintos y se marchó dando un portazo terrible. No comprendía como podía haber creído que ambos íbamos a ser amantes, sin embargo meditando en la cama me percaté de algo. Él me había estado esperando desde que nos despedimos en París y nos marchamos a recorrer mundo buscando a Marius.   

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Lestat de Lioncourt