El sonido de las abarrotadas calles de
New Orleans me transportaban hacia la deliciosa satisfacción de
encontrar demonios tan terribles como mortales. Deseaba acariciar sus
cuerpos y tomarlos entre mis brazos antes del amanecer, pues quería
robar de sus corazón los secretos oscuros que portaban y alimentarme
de su agradable calor. La sangre coloreaba mis mejillas y me ofrecían
una imagen más humana. En mi memoria rescato los segundos que viví
antes de sentir que mi alma quedaba cautivada por aquellas
esmeraldas.
“Las esmeraldas representan la vida
eterna, madre”
Tenía el pelo sucio y la mirada
perdida. Quería morir. Estaba seguro que ansiaba la muerte, pues su
propia destrucción le fascinaba y atraía. Parecía condenado, como
Nicolas, y quise sostenerlo entre mis brazos para alejarlo de las
llamas de la depravación, desolación y locura. Sí, estaba
desesperado y se hundía entre los senos de una joven lozana dedicada
a complacer a borrachos. Ella quería matarlo y yo ofrecerle un
trato. En ese mismo instante me convertí en la vida y ella en la
muerte más certera.
Siempre me ha repugnado la muerte si yo
no era quien la causaba, y por lo tanto no iba a permitir que me
quitaran aquel pequeño juguete. Lo seguí aceptando su invitación,
concentrándome en el momento más oportuno y lanzándome al fin a
sus brazos. ¿O fue Louis quién abrió los suyos completamente
ebrio? No lo recuerdo. Sé que en pocos segundos ella tenía el
cuello roto, igual que su cómplice, y yacía en el fondo de aquellas
aguas turbias, oscuras y desoladoras.
—Oh, Louis... Louis... —susurré
por primera vez su nombre tomándolo con mis manos, pegándolo a mi
torso y dejando que mis labios rozaran su cuello.
Sus cabellos negros y ondulados me
hacían cosquillas en la nariz, pero su sangre me provocaba un
hormigueo más intenso. Sentí lujuria. Debo admitir que me excité
enormemente al escuchar su pequeño quejido, notar como su cuerpo
ascendía conmigo sin mostrar resistencia y finalmente caía
desplomado como si fuese un muñeco.
¿Amarlo? ¿Qué idiota no lo haría?
Sí, sin duda alguna lo amaba. Amaba sus demonios porque tenían una
belleza mágica. Creé a Louis por amor, capricho, necesidad y
soledad. Él estaba solo y yo también. Ambos teníamos muchas cosas
en común aunque siempre hemos parecido diferentes, terriblemente
divididos, y llenos de un odio tan intenso como nuestro amor.
—Te amo—mascullé apartándome de
él para que en su lecho de muerte, el cual visitaría más tarde, me
aceptara como si fuera un ángel salvador.
No sé que ha sido de nosotros.
Posiblemente nos consumimos en odios, viejas rencillas y un terrible
desasosiego que nos impide soportarnos por más de unas noches. Tal
vez no lo demuestre, pero sigo preocupado por él y lo estaré
eternamente. Yo lo hice mío y él aceptó el trato, por eso siempre
estaremos unidos aunque sea en un odio ciego.
Lestat de Lioncourt
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