Segunda parte de las memorias que hemos decidido ofrecerles. ¿Qué ocurre con los Mayfair? ¿Qué sucederá con Lestat y Rowan? ¿Michael se sentirá derrotado otra vez? ¿Y la pequeña? ¿El legado en manos de quién está realmente?
Lestat de Lioncourt
El precio del poder
Los profundos ojos de
Michael se hundían en las oscuras aguas del embarcadero. La suave
brisa primaveral refrescaba su rostro, pero no tanto como refrescaba
la cerveza su garganta. El sabor amargo se pegaba a su boca y
recorría sus sentidos la embriaguez de su tercera lata. Había un
paquete abierto, con varias vacías y algunas aún llenas, de una
marca alemana que le encantaba. Aunque él no hacía ascos a nada. La
cerveza era cerveza siempre que estuviese fría. Si Rowan supiese que
él estaba allí, emborrachándose por segunda noche consecutiva,
posiblemente le regañaría hasta que se enfrentaran como hacía
años.
Los rasgos de aquel
enorme hombre de rasgos grecorromanos, ojos profundos y cabellos
rizados, habían cambiado. Él parecía de nuevo el hombre de casi
cuarenta años que una vez fue, por no decir que era, y se había
olvidado de sus cabellos casi canosos y de las arrugas profundas que
enturbiaban sus hermosos ojos azules. Michael volvía a ser el
arquitecto que surgió de las cenizas que mataron a su padre. Como
buen irlandés creía en la suerte y el destino, pero en esos
momentos prefería pensar que sólo era un mal sueño lo que estaba
ocurriendo. Y no sólo los últimos años, sino todo. Todo debía ser
una pesadilla horrible, incluyendo sus hijos Taltos, y que
posiblemente despertaría en la cubierta del barco que estaba atado a
unos metros.
—¿Dónde está?—aquella
voz hizo que se atragantara y su lata cayera al agua.
—¿Qué haces aquí? No
debes estar aquí—dijo incorporándose para quedar frente a él.
Era San Francisco, la
vieja casa que había pertenecido a los padres adoptivos de Rowan y
el lugar donde todo comenzó. Prácticamente podía sentir todavía
los guantes de cuero en sus manos y la excitación que sufría al ver
el esbelto cuerpo de la que sería su mujer. Sí, era San Francisco y
por lo tanto ¿qué hacía ahí Lestat? Ese vampiro engreído, aunque
con buenas intenciones, que le robó el cariño de su mujer y también
la calma.
—¡Dónde está!—gritó
perdiendo la paciencia— ¡Dónde! ¡Sé que está aquí! ¡La he
seguido a ella!
—Cálmate—respondió
alzando suavemente sus enormes manos—. Por favor, cálmate.
—¡Cómo puedo voy a
calmarme!—dijo moviendo los brazos.
Tenía tan sólo una
camisa blanca, la cual estaba abierta y algo rota, y unos pantalones
de cuero negros algo ajustados. No distinguía bien sus pies pero
estaba seguro por el crujido, y golpeteo, de la madera llevaba botas
con algo de tacón y cierta punta. Sí, toda una estrella del rock.
La melena rubia al viento, revuelta y sedosa, caía sobre sus hombros
y frente. Los ojos grises de Lestat tenían brillos azules y violetas
captando la luz del ocaso, el cual ya se había prácticamente
desvanecido.
—Con ese aspecto y
actitud sólo pareces un loco—comentó intentando no levantar la
voz.
—¡Quiero ver a mi
hija! ¡Quiero ver a Hazel!—se giró hacia la vivienda, pero
Michael lo tomó del brazo rápidamente.
En ese momento la figura
de Rowan apareció abriendo la cristalera que daba al embarcadero,
fue hacia la pasarela de madera y quedó allí contemplando a ambos
con el rostro serio y la mirada llena de temor. Lestat posiblemente
la había seguido, o quizás simplemente había recordado que ella se
crió allí y que era tal vez un buen refugio. Se maldijo
internamente, pero guardó silencio de momento.
—Quiero ver a Hazel.
Tal vez tú ya no me amas, pero quiero ver a mi hija—dijo
soltándose con facilidad de Michael.
—No—respondió
tajante—. Michael, ve dentro.
—¡Rowan quiero ver a
Hazel!—dijo elevando el tono y endureciéndolo.
—Deja que vea a la
niña. Si ve a la niña quizás se vaya—comentó acomodándose la
chaqueta fina que llevaba sobre su camisa blanca, con los primeros
botones abiertos, mientras se sacudía el pantalón. Se había caído
casi de espaldas, pues había tropezado con las latas, y parecía
algo atormentado por la expresión de ambos—. Rowan...
—¡No! Sabes bien que
no es posible—sentía que su voz se rompería y terminaría
llorando, pues ver a Lestat en ese estado desesperación era terrible
para ella.
Quería pensar que todo
lo ocurrido con él fue un engaño, pero cada noche la sed la
acompañaba y el deseo de alimentarse le recordaba que había
cometido muchos errores en el último año. Volver con él, sin
pensar en las consecuencias, era una de ellas. Sin embargo le amaba.
Algo en ella se rompía cuando lo veía y él se desgarraba. También
quería a Michael y temía por su seguridad si no cumplía las normas
establecidas. Por primera vez no dirigía su vida, aunque parecía
que todo había empezado hacía casi veinte años en ese mismo
embarcadero cuando llegó tras salvar a un náufrago de la muerte. El
mismo náufrago que la miraba con cierta preocupación y ternura.
—Tú eres padre, por
favor—se había girado hacia él tomándolo por los brazos—. Tú
sufriste por Morrigan... no me hagas sufrir por mi hija. Tiene mis
genes, puede que no haya podido engendrarla como un hombre mortal...
pero es mi hija. Los experimentos que se hicieron en el Hospital
Mayfair dieron un milagro, uno mayor que un Taltos, y ese milagro...
—¡Silencio!—dijo
ella de forma firme e intentando parecer fría. Sus cabellos rubios
ondeaban como una vela fantasmagórica—. Michael ve dentro con Ivy.
Ivy era Hazel, aquella
niña que él había acunado en sus brazos noche tras noche desde su
nacimiento. Era un auténtico milagro. Habían logrado tomar el ADN
de Lestat e introducirlo en un óvulo sano, uno de los pocos que
quedaban de Rowan antes de haberle arrancado la matriz, y colocarlo
en una Mayfair que aceptó llevarla en su vientre, permitiendo así a
Rowan ser al fin madre y a Lestat un hombre completo. Sí, él la
había llamado su “petit miracle”.
Michael agachó
suavemente la cabeza y negó. Sabía que ella estaba siendo dura y él
soportaba aquello porque aún la amaba. Él siempre había amado a la
neurocirujana que le salvó la vida y sentía que habían nacido para
estar unidos, con o sin Lasher, porque ambos se compenetraban y
compaginaban creando una magnífica pareja. Pero él había cometido
sus pequeños pecados, los cuales se agrandaron con el paso de los
años, y ella también arrastraba los suyos. El amor profundo y
sincero quedó varado y olvidado, aunque él lo rememoraba cada
instante hasta casi perder la conciencia. A pesar que Lestat había
aparecido enamorando a todos, seduciendo con su sonrisa y modales
refinados, no podía dejar de pensar que Rowan en algún punto,
aunque fuese profundo, le amaría. Si hacía todo aquello era por
ella, pues se lo había rogado, pero ver a un hombre destrozado le
provocaba cierta angustia. Él no podía ser el villano de aquel
cuento.
—¿Le has cambiado el
nombre?—preguntó visiblemente dolido—. Elegimos ese nombre para
ella, ¿cómo te atreves?—siseó.
—Tampoco es una
Lioncourt, sino una Mayfair—respondió—. Ella lleva el apellido
Mayfair, es hija ahora de Michael.
—¡Qué!—gritó dando
un paso atrás mientras veía como ambos brujos quedaban frente a él.
—Es por su bien—dijo
interviniendo en la conversación mientras se agachaba para tomar las
latas, caminaba hacia la que era nuevamente su mujer y quedaba a su
altura—. Cariño, deberías permitirle que viese a la niña. Tal
vez si ve que está sana pueda marcharse más sosegado—guardó
silencio unos segundos manteniendo su mirada—. Rowan, sé que es el
desasosiego de un padre. Cuando Ashlar se llevó a Morrigan movimos
cielo y tierra porque apareciera. Temíamos que estuviera padeciendo,
sintiera soledad o simplemente que Ashlar se hubiese vuelto loco.
Pero cuando dimos con ella había muerto por culpa de una trama de
narcotráfico y él estaba a su lado, los dos congelados, para la
eternidad.
—Michael...—murmuró
con la voz visiblemente tomada por el desasosiego.
—No, Rowan—sonrió
amargamente y negó—. Sé que quieres cumplir las órdenes que él
te ha dado, pero Lestat no se marchará y tendremos un conflicto que
ni tú ni yo deseamos.
—Está bien—dijo
cruzando sus brazos sobre sus senos, los cuales parecían algo más
llenos.
Rowan llevaba un conjunto
blanco, como la espuma del mar y la popa de su velero, y él había
caído en ese momento que se veía algo más bronceada, con una
figura más juvenil e incluso las breves arrugas habían
desaparecido. No había sido el Don Oscuro, pues sólo había parado
su envejecimiento. Algo no humano había ocurrido, tanto con él como
con ella. Se veía más joven, más entera y a la vez más frágil.
Sentía que si en algún momento, aunque era casi imposible, él la
estrechaba terminaría rompiéndola en mil pedazos.
Las tres figuras se
movieron hacia las acogedoras estancias. Al pasar por la puerta de
cristal, la cual daba al embarcadero, recordó como Rowan le contó
que vio allí a Lasher el día que Deirdre moría. Justo en el
momento que ella decía adiós al mundo él aparecía, tocaba el
cristal y saludaba a la que sería la puerta, o mejor dicho la llave,
hacia su nueva vida. Aquel fantasma Taltos, el mismo que Michael
mataría a martillazos, era ya un recuerdo y un secreto familiar que
se intentaba olvidar, o eso creía Lestat.
—Está en la habitación
principal—comentó Rowan abriéndose paso, encendiendo las luces
del pasillo, y dejando que ambos la siguieran como si fueran niños
perdidos—. Michael, por favor, quédate en el salón. Necesito
hablar con Lestat a solas.
—Está bien cariño—dijo
deteniendo sus pasos para perderse hacia el salón.
Ella lo llevó hasta la
habitación y cerró la puerta tras ellos. La cuna se hallaba cerca
de una de las ventanas. El cielo nocturno se extendía hacia aquel
paraíso que era San Francisco. La pequeña se movía inquieta, pues
parecía haber sentido la discusión, hasta el punto que rompió a
llorar y él inevitablemente corrió a cargarla.
De nuevo los vio juntos,
como si fueran un mismo ser, padre e hija contemplándose y
reconociéndose a pesar de las semanas transcurridas. La pequeña iba
a cumplir un año, ya tenía algunos dientes y su mirada parecía más
seria. Su pequeño ceño se frunció, sin embargo una pequeña risa
sonó llenando la habitación de una acogedora sensación que hacía
tiempo que Lestat no sentía. Él se echó a llorar mientras besaba
la frente de su pequeña, la cual quedó acogida en su pecho y
sostenida por sus brazos. Era un niño físicamente, pues su veintiún
años eternos se reflejaban en cada gesto. Aquella niña parecía
parte de él, o él mismo en una versión más reducida. Tenía sus
ojos, sus rizos y esas hermosas expresiones que demostraba que sería
reflejo de su padre a pesar de todo.
—Ya no me amas, pero al
menos deja que ella lo haga—su voz sonaba terrible. Era como
escuchar a un ángel suplicar y a la vez contemplar a un demonio
contemplándola con miedo, rabia y desesperación.
—No lo he decidido
yo—dijo sentándose en el borde de la cama de matrimonio.
La habitación olía a la
profunda colonia masculina de Michael y a varios perfumes de Rowan,
así como a la colonia infantil de la pequeña, pero también había
restos de una vida que él no comprendía. Ella le había dejado para
volver al pasado y olvidarse de todas las promesas. Por una vez
Lestat estaba amando de forma pura, pero ella le había quitado todo
como si no valiese la pena.
—¿Y quién? ¿Quién
iba a hacer algo así?—murmuró notando como la niña se dormía
por su aroma y la piel fresca que él poseía.
—Julien Mayfair regresó
de entre los muertos ayudado por Mona y otros brujos. Los detalles no
los sé, pero fue un capricho que ella tuvo y que Memnoch le concedió
sin importarle nada—él sintió que los infiernos se abrían bajo
sus pies y rápidamente dejó a la niña en la cuna.
Los pasos rápidos de
Lestat se escuchaban por el parquet. Era como ver una ráfaga de aire
moverse como un ciclón en aquella acogedora estancia con San
Francisco de fondo y una mujer destrozada como única compañía. Se
acomodó los cabellos y la miró con las manos en la cabeza.
—Mientes...—jadeó.
—Memnoch ha tomado
cariño a Julien porque la maldad le ha endurecido el corazón. La
cara más terrible de Julien enmascara poder, ansias de éste y
venganza. Su mejor venganza es alejarte de mí y su mejor triunfo es
tener una bruja fuerte. A pesar que la niña es tuya, porque es algo
innegable, el poder psíquico que posee es inmenso e incalculable—la
voz de la que fue su esposa, aunque no llegó a poder cumplirse el
año de su matrimonio, parecía rota. La aspereza y firmeza que
poseía se había perdido hacía algunos minutos. Parecía compungida
y apagada.
—Tú me amas...
—balbuceó acercándose a ella para quedar de rodillas, tomándola
de las manos y mirándola a los ojos—. Rowan...
—Amo a Michael, pero no
puedo negar que te amo muchísimo más a ti—dijo tomándolo del
rostro para acariciar sus cabellos—. Lestat si no te amara no
hubiese hecho todo esto. Por ti, la niña y Michael. Si no cumplía
mi parte del trato los tres sufriríais...
—¿Qué trato?—dijo
frunciendo el ceño—. Dímelo.
—Traer al mundo un hijo
de Mona y Tarquin, ambos tienen genes Taltos y han concebido a
Alvar—aquello hizo que se apartara y se llevara las manos
nuevamente a la cabeza—. La joven que usaron como recipiente está
muy enferma. Sin embargo, Miravelle está ofreciéndole su leche y
parece recuperarse favorablemente.
—Rowan... Rowan... no
puede ser. ¿Por qué no me lo ha dicho Quinn? Mi hermanito no me
haría esto. No me haría esto...—susurró arrastrando las
palabras.
—Es por Mona y sabes
como es con ella—dijo encogiéndose de hombros.
—Ha destrozado nuestras
vidas con sus caprichos—sentenció.
—No creo que Alvar sea
un capricho, pero básicamente así ha sido—contestó levantándose
para tomarlo entre sus brazos buscando un hueco entre los suyos—.
Por favor, abrázame fuerte.
La estrechó contra él
con el mismo deseo que tiempo atrás y no pudo contener el deseo.
Comenzó a besar su rostro mientras lloraban. Ella y él fundidos en
un llanto silencioso mientras sus bocas se buscaban y sus cuerpos
hallaban consuelo sintiéndose unidos una vez más. La ropa fue
despegándose del cuerpo tibio de Rowan, pues parecía haber saciado
su sed hacía tan sólo unas horas, y el frío, algo duro, de Lestat.
Los dedos largos que éste poseía recorrían las facciones, el
cuello y las clavículas de la mujer que amaba. Ella seguía siendo
su bruja, la misma que había conocido y amado desde el primer
momento, y él no podía dejar de ser el rebelde alocado que quería
tenerla aunque fuese una vez más.
En el salón Michael
prendía un cigarrillo y abría otra lata de cerveza. Sabía que algo
así pasaría, sobre todo cuando los murmullos pasaron a silencio.
Suspiró pesadamente y miró la arilla con sus enormes ojos azules.
No podía hacer nada. Era algo que tenía que aceptar. Él no podía
imponerse a sus sentimientos.
En la habitación la ropa
había quedado en el suelo, revuelta y esparcida, mientras que la
cama los acogía. Lestat caía sobre ella besando su largo cuello, el
cabello de Rowan quedaba esparcido sobre la almohada y sus dedos
jugaban con el de su amante. Aquellos besos, intensos y delicados,
fueron hacia sus senos. Él lamía sus pezones, los besaba y
succionaba mientras sus manos masajeaban sus senos y acariciaban
incluso el pliegue cálido bajo éstos.
Las piernas de Rowan se
abría sintiendo como sus propias entrañas ardían; estaban
suavemente flexionadas, sus rodillas acariciaban los costados de
Lestat, y sus pies se hundían en la suave colcha de plumas que ya
empezaba a deslizarse hasta el suelo. La lengua de su amante buscaba
cada trozo de su sedosa piel y la lamía, pero también la olía
deseando que se quedara con él en sus recuerdos. Lentamente aquella
boca enorme, suculenta y masculina llegó al pequeño mechón rubio
que cubría su sexo. Los largos dedos de Lestat presionaron sus
muslos abriendo un poco más sus piernas. Ella tembló y quiso que él
la dejara tomar el control, pero no se lo permitiría. La niña
descansaba en la cuna y ambos hacían escaso ruido, pero sabía que
Michael tenía conocimiento de todo; aún así, por mucho que le
doliera en su conciencia, no importaba.
La lengua de Lestat
invadió sus entrañas y un gemido ronco, femenino y desesperado se
alzó mientras echaba su cabeza hacia atrás, hundiéndola en el
almohadón, y sus brazos se estriban para llevarlos a sus cabellos y
tirar de estos. Lestat notaba como tiraba de él, pero no le detenía.
Su clítoris comenzó a humedecerse con su saliva y los fluidos de
ella, dos dedos de su mano derecha se hundieron en su vagina que
empezó a rodearlos apretándolos, y la zurda acariciaba su vientre.
En algún momento, justo cuando ella creía alcanzar el cielo, él se
levantó y acomodó entre sus largas piernas. Sus muslos lo apretaron
mientras la penetraba, sus brazos iban a ambos lados de su esbelta
figura y las miradas se cruzaban con fuego en sus pupilas.
La piel de Rowan siempre
había sido suave, pero después de semanas sin tenerla se había
vuelto pura seda. Aquella muñeca de porcelana, como las que aún
estaban en los viejos museos de Ashlar, cobraba vida perlándose de
un sudor sanguinolento. La bruja que era además vampiro y la
condena, o más bien el paraíso, de aquel salvaje alocado estaba
ardiendo en su propia hoguera. Él se movía suavemente haciéndole
sentir su masculinidad completamente dura, con las venas cubriendo
toda su extensión, y los testículos cargados a puntos de explotar
liberando su cálido semen. Ella tenía los pezones sensibles y al
rozarse contra el torso de su amante, mucho más duro y frío, sentía
un agradable cosquilleo que los endurecía aún más. Sus caderas se
movían rozándose y chocándose contra las suyas, tenía las manos
colocadas en su omóplatos y sus uñas se enterraban bajo éstos,
pero lo más excitante eran los gemidos masculinos de su amante
mezclándose con los suyos. Lestat quería llorar y lo hacía, al
igual que ella, pero ambos lloraban por la dicha de encontrarse en
aquel rincón abandonado y perdido.
Los movimientos
comenzaron a ser más rítmicos y elevados, el colchón crujía y el
cabezal golpeaba suavemente la pared. La pequeña seguía dormida,
como si el haber hallado los brazos de su padre hubiese sido la dosis
perfecta para al fin descansar. Ambos acabaron con sus frentes
sudorosas pegadas, mirándose con una intensidad que hacía tiempo
que no tenían y con los labios abiertos boqueando como peces fuera
del mar. Ninguno de ellos necesitaba ya aire en sus pulmones, pero
sin duda siempre tendrían ese pequeño instinto. Les faltaba aire,
sentían calor y el hormigueo delicioso empezaba a recorrer sus
columnas vertebrales. Rowan sentía como su interior ardía de forma
deliciosa y humedecía el miembro de su amante.
Michael, en la sala,
encendía el segundo cigarrillo y daba un último trago a la cuarta
cerveza de la noche. Tan sólo eran las nueve y ya había tomado más
de media caja. Su enorme figura, llena de una musculatura
extremadamente masculina, se encogía inclinado hacia delante en la
mesa. Recordaba las importantes conversaciones que allí se habían
dado y meditaba sobre lo intensa que había sido su vida desde que
conoció a la Doctora Rowan Mayfair. Pero, a pocos metros, Lestat
estallaba dentro de ella y ella gemía alto el nombre del vampiro que
interrumpió en sus vidas como un rayo.
—Cherie... —susurró
como un niño que pide un deseo a una estrella—. Cherie podemos
derrotarlos.
—No—dijo acariciando
sus cabellos para apartarlos de su rostro—. No podemos y es mejor
que no te acerques a nosotros.
—Rowan, acabamos de
hacer el amor—dijo sintiendo como ella lo apartaba y buscaba su
ropa para vestirse aceleradamente.
Ella aún tenía las
piernas temblorosas, pero no iba a permitir que un desliz como aquel
echara todo a perder. Si daba un tropiezo más, sólo uno, Michael
podría morir y él también. No podía. Ella estaba atada de pies y
manos. Tenía que hacerlo por Michael, Lestat, su hija y ella misma.
Debía hacerlo por el futuro de los Mayfair y por la vida de Lestat.
—Márchate—sus ojos
eran fríos, pero aún sudaba y olía a sexo.
—No me puedes pedir
eso—susurró derrotado—. Rowan, no me puedes pedir eso.
—¿Me amas? Si me amas
te irás. Si amas a nuestra hija te apartarás y aceptarás mis
condiciones. Puede que en unos meses logre enviarte algún mensaje,
pero de momento tienes que irte. Ellos deben saber que estás aquí y
no es lugar seguro. Ya no es lugar seguro para ninguno—comentó
tomando el pantalón de Lestat para lanzárselo—. Vístete.
Sí, la amaba. No podía
dejar de amarla. Había hecho mil intentos por aceptar el hecho que
ella ya no lo quería, pero en esos momentos tenía la certeza que lo
amaba más que nunca. Marcharse era duro y terrible. Acató las
órdenes de momento, pues tenía que idear un plan. Tomó las ropas,
se vistió y echó un último vistazo a la pequeña. Parecía
inquieta, pero nada más acariciar sus cabellos volvió a dormir como
si el mundo se hubiese convertido en un paraíso agradable.
Durante unos breves
segundos dudó en besar o no a Rowan; finalmente besó su mejilla
derecha y se marchó por la ventana. No quería cruzarse con Michael,
ni despedirse de él. Se alzó por los cielos nocturnos como si
quisiera abrazarlos y se echó a llorar intentando comprender porque
estaba sucediendo todo aquello. A veces la ambición puede más que
el amor o simplemente aplasta los sueños de otros. Julien estaba
destrozando la familia por un puñado de dólares y poder eterno.
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