Este es un texto de Armand para todos ustedes, que ha deseado compartir.
Lestat de Lioncourt
Sentado, en la cornisa de uno de los
edificios más atractivos de todo New York, observaba las calles con
su trepidante ritmo. Recordaba por un instantes la vida que había
llevado, cuántos pecados cargaba a sus espaldas y la verdad que
había saboreado con un deseo insaciable. Cerró sus ojos cafés,
dejó que el aire despeinara de nuevo sus cabellos ondulados y se
viese como una llama en medio de la noche. Con gracia abrió sus
brazos, estrechando la infinita oscuridad de aquel escondrijo, y
quiso tener alas para ser el ángel que todos veían.
No hacía ni cinco minutos que había
destrozado a un igual, dejando su cuerpo irreconocible tras tirarlo
desde otro edificio colindante. Sus dedos estaban aún manchados por
la sangre de su contrincante, también se había ensuciado su bonita
camiseta celeste, y sus pantalones tenían el dobladillo del bajo
lleno de barro. Armand parecía un niño salido de una postal de
guerra, eso lo sabía, pero se sentía libre del peso que siempre
caía en sus hombros. Había matado de forma grotesca, sucia,
perversa y trágica.
—Dybbuk—la voz de Benji hizo que se
girara para contemplarlo.
Aquel rostro moreno, de enormes ojos
negros y cabellos alborotados, le provocó una tierna sonrisa en sus
labios. Con elegancia se movió hacia él, dejando la cornisa para
entrar dentro, en el refugio de la elegante suite, abrazándolo y
besándolo como lo haría una madre. Aquel joven vampiro era para él
su compañero.
—Cariño mío—dijo tomándolo del
rostro por sus redondas mejillas—. ¿Qué sería de éste demonio
sin ti?
—Posiblemente estarías escuchando
las aburridas historias de Marius—respondió con total sinceridad.
Armand echó a reír empezando a cubrir
el rostro del joven con sus besos, mientras le revolvía el cabello y
lo estrechaba con total amor. Sybelle se encontraba de pie,
acariciando el piano, mientras esperaba a que ambos tomaran asiento
para tocar para ellos. Tan hermosa, delgada y sensual como siempre.
Aquel pequeño camisón de color blanco le daba aspecto de ángel y
ambos la miraron con cariño, como si viesen la aparición del
Arcángel San Gabriel.
—Toca—dijo con dulzura—. Toca
para Dybbuk y para mí.
Ellos eran los ángeles que guardaban
al demonio. Unos ángeles que le habían acompañado a un rutinario
viaje a New York, donde se hallaba uno de sus nuevos y turbios
negocios. Armand estaba en la ciudad más fastuosa del mundo, con una
compañía agradable, y cientos de vampiros a los cuales dar caza en
un momento dado.
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