Daniel Molloy nos presenta uno de sus pensamientos ¿quieren leerlo? Seguro que sí.
Lestat de Lioncourt
Observaba atentamente la pequeña casa,
con su diminuto tejado de tejas rojas y sus hermosos balcones
floridos, como si fuera Dios observando el mundo. Cada flor, por
simple que fuera, llevaba dos capas de pintura en su maceta y más
de una hora de compleja creación. Las cortinas, de alegres colores
vivos, caían lánguidamente ocultando el interior. Dentro, los
muebles victorianos decoraban con detalle cada sala y las pinturas,
perfectamente reproducidas, daban vida. Conocía cada rincón como si
hubiese paseado por su suelo de madera, correteado por las escaleras
de caracol y brincado en las hermosas camas con elegantes doseles.
Agachó la mirada, algo cansado,
mientras miraba sus manos cubiertas de pintura. Eran dedos largos,
algo huesudos, y muy ágiles. Recordaba como pulsaban cada tecla de
la máquina, a una velocidad rápida, precipitando cada palabra como
lo haría un loco. Esos artículos tan impactantes y directos, esos
mismos que acababan en el cubo de la basura de la editorial. No tenía
columna propia, sólo algunos artículos eran publicados y cuando
apareció con aquella historia le tomaron por loco. Loco estaba
ahora. Loco por la voz, algo chillona, de su creador. Ese maldito
ángel que por dentro era un demonio, un rostro frágil y atractivo
con un alma atormentada. Pero el más atormentado era él. Esas
voces, las miles de voces, que sonaban en su interior le hacía
chillar. Sólo construir aquellas casas le aliviaba, y la sangre. Esa
sangre que brotaba de pobres desgraciados que caminaban frente a su
edificio.
—Daniel... —Armand lo llamaba.
Llevaba llamándolo más cinco minutos, pero no lo había escuchado—.
Dani... —cerró los ojos inclinándose hacia delante mientras
lloraba, pero sin lágrimas, por su pésimo destino. Era como un
maniquí, un juguete, para aquel adolescente eterno.
Tocó los muros blancos y tocó la
puerta minúscula, para llamar al timbre y hacerlo sonar. Quería
entrar dentro de la vivienda, esconderse cual ratón, y esperar que
él desapareciera. Sí, quería que fuese como una pequeña ratonera
donde esconderse asustado, con las manos en la cabeza, rogando que el
sonido se consumiera como la llama de una vela.
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