Estas memorias han sido algo duras para Marius, comprendan lo que siente por Pandora. Aún así, les diré, que es un placer para mí presentárselas a todos ustedes.
Lestat de Lioncourt
La noche discurría tranquila en la
ciudad. Había viajado durante varias noches para regresar a Venecia
en tan magnífica ocasión. Ocasionalmente me marchaba para observar
nuevas maravillas, contemplar las novedades de otras ciudades mucho
más cosmopolita en distintas fechas del año. Sin embargo, el verano
veneciano siempre era agradable cuando uno no se acercaba a los
canales y escuchaba el zumbido de los numerosos mosquitos. La ciudad
era idílica comparada con otras zonas del Mediterráneo que poseían
el mismo encanto, pero unas temperaturas mucho más bochornosas. La
luna llena se asomaba en un cielo despejado, las estrellas
relampagueaban aunque eran más tímidas que en los viejos tiempos y
las fiestas de sociedad eran muy populares.
Había aceptado una invitación de una
de las galerías de arte. Normalmente las aceptaba con cierta
desgana, pero los cuadros que iban a exponer eran joyas magníficas y
me sentía tentado. El acto era presidido por uno de los mecenas más
afamados de la ciudad, donde la música de violines bañaría la
escena con su solemnidad y pasión, y el champán no faltaría al
igual que el buen vino italiano. Era un lugar propicio para acuerdos
en las altas esferas, empresarios de todo el mundo se aproximarían
para hacerse destacar, y también ciertos amantes de la pintura
intentarían comprar algunas obras. Yo había sido invitado porque
conocía al empresario, había comprado alguno de mis cuadros y
también me había visto despilfarrar ciertas sumas de dinero en
cuadros de nuevos artistas y otros consagrados. La fotografía y la
pintura, así como el cine, seguían siendo mi gran entretenimiento a
pesar de los años. Siempre sentí que la fotografía fue un gran
impacto, pero se seguía pintando y amando demostrar que había obras
realistas que sobrecogían por su detalle.
Elegí mis mejores prendas. Un traje
negro de tela de lino para soportar el calor y la humedad reinante.
El color era negro, pues era un lugar de etiqueta y no podía usar
colores como el marrón claro o café con leche. Sin embargo, podía
salirme con la mía usando una camisa roja y corbata de seda a juego.
Usé uno de los gemelos más magníficos que tenía, de diamantes y
oro, así como uno de mis mejores relojes. Acompañé todo con un
anillo con un granate muy llamativo, pero no ostentoso. Mi cabello
iba suelto, aunque bien peinado. Tenía un aire informal dentro de
aquella estricta etiqueta. Me encontraba cómodo paseando entre las
mujeres perfectamente maquilladas, peinadas y envueltas en aquellos
trajes de seda, algodón y lino con ciertas transparencias. Muchas
parecían modelos de revistas de gran fama internacional, y algunas
incluso lo eran. La mayoría eran mujeres de los empresarios, mucho
más viejos que ellas, que eran paseadas como meros objetos. Sin
embargo, siempre estaba la mujer fuerte y dominante que tanto chocaba
conmigo. Ellas y yo nunca nos llevamos bien, eso estaba comprobado.
Las mujeres que deseaban tener siempre la razón y yo, un hombre que
detestaba que no me dieran la palabra o simplemente me contradijeran
terriblemente, éramos como el agua y el aceite. Sin duda alguna, dos
polos opuestos.
Escuchaba con cierta atención los
breves discursos, chistes absurdos y banales, las opiniones
endiosadas de críticos que jamás habían tomado un pincel y los
murmullos nerviosos de algunos artistas locales que eran expuestos
como los nuevos Dalí o Miguel Ángel. Me movía por allí con mi
sobriedad habitual, a penas abría la boca y no rechacé la copa de
vino que me obsequiaron por simple capricho y para no llevar las
manos vacías. Mis ojos recorrían cada cuadro, observaba las
pinceladas más diestras y las torpes, me quedaba con el juego de
colores y las distintas formas. Me agradó ver que el arte moderno no
sólo eran cubos y líneas mal colocadas, sino que había belleza más
allá de una mirada sensual y el erotismo de un hombro desnudo. Me
quedé impactado con un cuadro, el cual deseé conseguir nada más
verlo. Era el Puente de los Suspiros en un bucólico atardecer.
Quería ese cuadro, pero una mujer se puso frente a mí impidiendo
que pudiera seguir apreciándolo. Su espalda, sus curvas, su cabello
largo y sedoso, me alertaron. Aún más cuando sentí su presencia,
la cual obvié por estar demasiado ocupado en las vidas ajenas. Era
Pandora.
Ella vestía con un elegante traje
rojo, el cual cubría su cuerpo con delicadeza. Su cintura estaba
ceñida, tenía un largo considerable porque llegaba hasta
prácticamente sus tobillos y poseía una abertura desde la rodilla
hasta el final de la tela. Su espalda estaba algo desnuda, pero
poseía ciertos pliegues de tela que le hacían parecer las viejas
togas romanas para mujeres, y la parte delantera a penas tenía un
escote prominente. Los largos pendientes de diamante caían con
gracia adornando su rostro. En la mano llevaba un pequeño bolso,
posiblemente donde guardaba un par de objetos por su tamaño
compacto, que también iba a juego con el vestido del mismo modo que
los zapatos, aunque estos tenían algunos diamantes que conjugaban
bien con el brillo de sus pendientes. En el cuello no llevaba nada.
Había decidido deshacerse de cualquier joya que pudiera rozar su
nuca. Tenía un maquillaje sutil que la hacía parecer humana, aunque
aquellos ojos tan llenos de luz te recordaban que era tan inmortal
como yo mismo.
A su lado, como siempre, se encontraba
Arjun. Él vestía un traje de lino, igual que el mío pero con un
corte más sobrio inclusive, y una camisa blanca que era acompañada
por una corbata roja a juego con el mismo tono del vestido de
Pandora. No sabía que hacían allí, pero no me interesaba
averiguarlo. El simple hecho que él estuviera acompañándola me
enfurecía. Yo me consideraba inteligente, así como demasiado viejo
para eso, y aún así caía como un adolescente a los juegos de
coquetería que ella podía tener con semejante idiota.
—Mi señora—escuché claramente
entre las voces humanas—. Marius está en la sala, ¿desea
aproximarse a él o quiere que me quede para evitar conflictos siendo
una barrera para ambos?—dijo inclinando suavemente su cabeza hacia
ella, observándola como la observaría yo y dedicándole una sonrisa
encantadora. Aquel demonio hindú me sacaba de mis casillas y quería
aporrearlo hasta echarlo de la sala.
—Sé cuidarme sola de patanes bien
vestidos—dijo en un susurro—. Te doy permiso para que te
distraigas lejos de mí.
—Gracias, he encontrado la
distracción idónea—murmuró con esa misma sonrisa mientras
admiraba a los mortales, clavando sus ojos en una de las mujeres que
allí se encontraban.
Era una mujer común, aunque su esposo
no. Ella tenía un sucio y turbio pasado. Todos sus esposos habían
muerto de forma trágica y ella había heredado gran parte de su
fortuna. Por así decirlo, era una mujer común hasta que se
convertía en viuda negra. Una asesina con bonitos tacones que le
hacían unas piernas de infarto.
Él se alejó y yo pude aproximarme.
Aquello había sido una invitación y debía tomarla como tal.
Cada paso que daba sentía que todo mi
futuro se reescribía. Creí que podríamos tener una noche
tranquila, una conversación menos agitada que de costumbre y tal
vez, sólo tal vez, llevarla a mi palazzo para que contemplara las
numerosas obras que había hecho en su memoria. Ella seguía siendo
una de mis más maravillosas musas. Armand y ella eran para mí mi
gran fuente de inspiración, pero sobre todo ella. Era mi aliento en
los días más turbios. Quería pedir disculpas, pero las palabras se
amontonaban. Sabía que si lo hacía sería un error táctico y que
era mejor guardar silencio, enterrar el pasado y comenzar de cero.
Además, algunas cosas no eran mi culpa sino suya y no estaba
dispuesto a doblegarme.
—Buenas noches, ¿se te ha perdido
algo?—preguntó, clavando sus ojos cafés en mí.
—Quería observar con mayor detalle
la obra, pero he descubierto que no es una pintura lo más hermoso de
la sala—quise ser halagador, olvidar todo el daño que nos habíamos
hecho y centrarme en conquistarla.
—Vaya—dijo con una breve sonrisa—.
¿Debo sonrojarme por ésta lisonja?—interrogó mirándome de una
forma que me hizo temblar. Sus ojos se habían mostrado más intensos
que nunca, la leve caída de párpados y el suave movimiento de sus
caderas al desplazarse unos centímetros me sacó el aliento.
—No es sólo un halago, sino es algo
que creo con rotundidad—expresé—. Pandora, hace meses que no sé
nada de ti.
—No es tanto tiempo sin contamos los
siglos en los cuales logré esquivar tu presencia—dijo ensanchando
su sonrisa—. ¿Qué te trae por aquí? Dudo que estés por
negocios.
Los años que habíamos estado
separados, o mejor dicho los malditos siglos que se habían
convertido incluso en milenios, me aterraban. Esos años habían
sacado lo peor de mí. Me había deprimido al ver caer a Roma, pero
más al saber que todo lo que había amado no era más que polvo en
la historia. Aún así Roma se siguió escribiendo con letras de oro
a pesar de la sangre bañando las calles, las plazas, los ríos,
montañas y el mismo Mediterráneo. Sin embargo, nuestro amor había
quedado convertido en humo y suavemente se desvanecía en cada
anochecer. No había dejado de pensar en ella ni un instante,
convirtiéndose en mi peor mal, y a pesar de todo sobreviví como
haría cualquier guerrero herido. No era la última campaña, sabía
que podría enfrentarme de nuevo a la guerra dialéctica que siempre
nos regalábamos. Ella era Pandora, mi Lydia, y yo siempre sería el
hombre que la amó con tesón desde que la conocí cuando era una
niña.
—Me invitaron y decidí que debía
asistir—respondí desviando sutilmente mis ojos hacia la copa que
aún sostenía con mi mano izquierda, pues nunca debía hacerse con
la derecha. Era mero protocolo y yo lo sabía. Me desenvolvía con
magia en aquel escenario tan pomposo. No destacaba por mi estatura,
aunque aún era algo impresionante, ni por mi aspecto. Deseaba
camuflarme entre los mortales y disfrutar del arte, ¿era pecado si
acaso?
—Nosotros sí hemos venido por
negocios, nuestra empresa está situándose en el mercado y
necesitamos involucrarnos con las altas esferas—dijo con calma, sin
intentar herirme aunque lo hizo—. Arjun tiene agradables proyectos
en mente y yo he decidido apoyarlos, muchos de ellos tienen que ver
con el mecenazgo y las joyas. Compra y venta de artículos de lujo,
de gran valor artístico y material—expresó en un tono de voz
agradable y con ciento timbre de orgullo—. Hemos decidido invertir
en nuestras propias ideas, más allá de lo que solíamos hacer
habitualmente. Quizás es por mero capricho, pero estoy segura que
conseguiremos llevar a cabo interesantes ideas.
—Estoy seguro de ello, Pandora—dije
con la boca pequeña. Deseaba que todo saliera mal, ambos discutieran
y ella huyese de su lado. Pero aquel estúpido era tan agradable con
todos que siempre conseguía mantenerla cerca. Hacer lo que ella
quería era su táctica, una que yo no podía seguir porque me era
imposible por mi carácter. Sin embargo, siempre tenía la esperanza
de su amor hacia mí. Era un amor que nunca se agotaría, o eso
quería creer.
—¿Te apetecería salir fuera a los
jardines? Este palazzo tiene unos jardines muy agradables—comentó
señalando sutilmente con su cuerpo una de las salidas hacia el
exterior.
Fuera las plantas rodeaban la fachada
interior, había enredaderas que subían por cada piedra del muro y
se colgaban de los balcones llenos de claveles. La pequeña fuente
que emanaba su cristalina y refrescante agua era encantadora, sobre
todo por los dos pequeños querubines que jugaban salpicándose
mutuamente. Salir afuera, donde las miradas de otros dejarían de
centrarse en nosotros, me fascinaba. Además, la noche era tibia y
parecía calmada.
Con mucho dejé mi copa en la charola
de uno de los mozos del servicio, el camarero era un joven diligente
y no perdió el equilibro al tener una copa extra en aquella reducida
superficie de metal pulido. Después, con cierta gracia, le ofrecí
mi brazo para que se colgara de éste y camináramos hacia el
exterior. Allí había bancos de piedra que nos esperaban si lo
deseábamos, un pequeño camino de losas de piedra gris que nos hacía
un recorrido por los cuatro rincones que poseía, y plantas cargadas
de color y aroma.
Cuando estuvimos fuera ella se alejó,
decidió caminar sola con las manos juntas acariciando sutilmente un
anillo que portaba en su mano derecha. No me había fijado en aquel
anillo, tal vez porque sus manos habían estado ligeramente ocultas
al estar girada hacia el cuadro, y cuando la vi no perdí tiempo en
ellas sino en su largo cuello y sus hermosos brazos desnudos.
—Siempre que nos encontramos acabamos
discutiendo—susurró—. Después llegan los remordimientos, pues
sé que tú también los tienes. Nos comprendemos con la ira, no con
el sosiego. Podemos leer en nuestros ojos nuestras almas y éstas
emiten dictámenes tan crudos. Sé que no tengo derecho a
preguntártelo, pero me veo en la obligación, ¿alguna vez has
sentido que nada de todo lo que hacemos tiene sentido? Las
discusiones son eternas, ¿por qué? ¿Por qué tenemos que discutir
siempre?—dijo girándose hacia mí con una plegaria en los ojos y
una sonrisa torcida en sus labios—. Dime.
—Es nuestro carácter, supongo—dije
encogiéndome de hombros—. Oh, Lydia—susurré arcándome a ella
para tomarla entre mis brazos—. Tenía la estúpida ilusión que
aún me amaras, mi hermosa Lydia—puse mis labios sobre su frente
despejada y después sobre sus pómulos, iba directamente a buscar
sus labios pero me detuvo. Sus suaves y pequeñas manos se colocaron
en mi rostro, me miró con aquellos profundos ojos oscuros y sentí
que todo lo demás, inclusive el arte, quedaba carente de belleza en
comparación con esa mirada tan penetrante—. No huyas de mí, amor
mío.
—¿Quién huye de ti?—preguntó—.
¿No estoy lo suficientemente cerca para que notes mi presencia?—bajó
sus manos de mi rostro, deslizándolos por algunos mechones de mi
cabello y dejando éstas en mi pecho. Era tan hermosa que deseé
robarla del mundo y ocultarla para mí, como un viejo egoísta. Sin
embargo, ¿no era eso acaso? ¿No era egoísta y viejo?
—Entonces, ven conmigo Lydia. Ven
conmigo a casa. Deja que te llene de besos y poemas. Deseo mostrarte
los cuadros que he pintado en tu nombre, las miles de cartas que he
escrito y no te he enviado porque desconocía donde podías
encontrarte y la sensación de vacío que siento cuando no estás a
mi lado. Lydia, mi Lydia—la rodeaba con firmeza por si pretendía
escapar, aunque no lo parecía. Mis brazos estaban contra su cintura,
mis manos colocadas en su espalda tentándola como si fuera una
frágil criatura.
—Tu Pandora—murmuró rozando sus
labios en mis mejillas y dejando un leve beso en los míos.
—Sí, mi Pandora. La Pandora que
desata en mí lo bueno y lo perverso—dije riendo bajo mientras la
observaba.
—¿Perverso?—preguntó con una leve
caída de párpados—. ¿Qué es lo perverso?
—Tú desnuda en mi lecho, cubierta de
pétalos de miles de flores y con tu cabello negro rozando tus
pezones cafés. Tú y sólo tú. Envuelta en tu mística belleza
posando para mí, para que inmortalice el momento y me sienta
delirar. Eso es perverso, sobre todo si te pinto con las alas de un
ángel y titulo la obra como Paraíso—imaginaba el cuadro y
deliraba, del mismo modo que hubiese hecho cualquier hombre en su
sano juicio.
Ella guardó silencio con las mejillas
sonrojadas. Tenía un rubor suave, muy atractivo, y síntoma que
estaba bien alimentada. No estaba fría, sino cálida. Sus brazos
finos terminaron rodeándome el cuello, su pecho se apretaba contra
mi torso y sentía que la tela era demasiado fina. No dudé en
besarla con una ansiedad propia de un borracho sediento. Bebía de
sus labios como un pez bebe del agua del mar y un joven poeta se
embriaga para olvidar el dolor, entregándose al fin al placer y las
musas. Deslicé mi diestra por su cintura y busqué la abertura de su
traje, introduciendo mi mano dentro del vestido y terminando por
remangarlo sutilmente. La punta de mis dedos palparon su ropa
interior y sentí un aguijonazo de placer provocando que jadeara
excitado. Sus muslos estaban más cálidos que su boca, sus pechos
tenían un aroma seductor y su cuerpo se antojaba como una fruta
fresca y madura.
Ella, lejos de apartarme la mano,
colaboró abriendo un poco más sus piernas y empujando mi brazo
hacia el interior de ésta. Su mano izquierda me tomó de la muñeca,
me acercó al borde superior de su prenda íntima y me hizo deslizar
mis dedos en su interior. Palpé su escaso vello púbico, tan sedoso
y húmedo, mientras abría la delicada boca de su intimidad.
Estábamos en una de las esquinas más sombrías, con la fuente a
nuestras espaldas así como la fiesta. Nadie nos veía. Era un lugar
íntimo. Sin embargo, me excitaba la posibilidad que alguien nos
encontrara.
—Marius, llévame a tu
palazzo—susurró con la voz agitada.
Mis dedos acariciaban su clítoris y se
hundían en su vagina, sintiendo su humedad y calor. Toda ella
rezumaba un erotismo demasiado tentador. Por mí la hubiese desnudado
entre los setos y habría copulado con ella ofreciéndole mis más
arrebatadores movimientos, todos y cada uno cargados de amor y
pasión.
—Marius...—dijo sacando mi mano
mientras me miraba seria—. ¿Cómo de lejos está tu palazzo?
—A unas calles...—pronuncié con la
voz tomada, algo rasposa.
—Ya sabes qué debes hacer—comentó
apartándose de mí para quitarse los zapatos, tomarlos con la mano
derecha y mirarme desafiante—. Hazlo.
Tomé su cuerpo entre mis brazos, besé
su largo cuello y miré la luna llena en todo lo alto. Era la noche
idónea para los amantes. Un recuerdo idílico, quizás, para muchos
en la ciudad. Para mí era un símbolo, un guiño al placer y la
fortuna. Me alcé por los cielos y me moví rápido hasta llegar a la
puerta de mi gran palazzo.
Los balcones estaban cargados de
flores, la fachada estaba recién restaurada y había ocupado el
lugar después de meses cerrado. La puerta se abrió gracias a mi
poder mental, y del mismo modo se cerró a nuestras espaldas. Con
rapidez sobrenatural, cosa que odiaba usar del mismo modo que el Don
de los Cielos, me moví hacia la habitación principal donde mi cama
me esperaba.
Bajó de mis brazos y dejó sus zapatos
en la entrada, caminando descalza sobre las diversas alfombras rojas
que cubrían el mármol blanco y bien pulido. La observaba fascinado,
como quien observa una auténtica obra de arte, y cuando se giró
realizando unos simples movimientos, muy eróticos y sutiles,
quitándose las minúsculas braguitas para mostrarlas entre sus
dedos, sentí que me incineraba con el fuego de podía sentir
ardiendo en mi interior. Eran como llamas del infierno.
—¿Me ayudas con la
cremallera?—preguntó girándose suavemente.
Rápidamente me saqué la chaqueta
tirándola a un rincón de la habitación, desanudé mi corbata y me
saqué algunos botones de la camisa. Me acerqué con presteza y bajé
la cremallera deseoso. El sonido del cierre abriéndose, con cada uno
de sus diminutos dientes, elevó aún más mi excitación. Sobre
todo, cuando pude contemplar en el espejo oval de cuerpo entero, que
tenía en mi habitación, sus senos duros en aquellos pechos redondos
y perfectos. Su vientre plano, sus caderas eróticas y pelo suelto me
hicieron desear palparla como si no fuese real. Tenía hacia mí su
espalda, bien formada, y sus glúteos blancos y redondos.
Recogí su cabello con mis manos,
sintiendo lo suave que era y aspirando con cierta sutileza, su aroma;
después, lo eché hacia su lado derecho y hundí mi rostro en el
lado izquierdo de su largo cuello. Mis brazos la rodearon por sus
axilas y mis manos terminaron tomando sus senos con cierta rudeza.
Cada uno de mis dedos apretaban aquella piel cálida y algo blanda,
más blanda que el resto de su cincelado cuerpo. Pronto acabé
pellizcando cada pezón mientras mordisqueaba su sensible piel.
Sus manos, mucho más pequeñas y finas
que las mías, se dedicaron a tocar su vientre y acariciar sutilmente
sus caderas mientras se movían contra mi bragueta. Su trasero se
rozó contra mi entrepierna, ya dura, sintiendo un gran deseo
desenfrenado. Luego de un par de caricias, como si se hubiese
cerciorado ya de mi delirante estado, llevo ambas a mi nuca pegándome
más a su cuello y hombros.
—¿Me romperías?—preguntó—.
¿Harías eso por mí?
Mis ojos centellearon en el reflejo que
le ofrecía a pocos metros. Ella se echó a reír por ello, pues
sabía que esa respuesta era un sí rotundo. Rápidamente se alejó,
igual que Dafne ante Apolo. Yo la seguí hacia la cama, donde se
recostó con una sensual pose que pedía a gritos que la penetrara
con brusca pasión.
Prácticamente me arranqué la ropa.
Juro que hacía demasiado tiempo que no sentía una fiebre como
aquella. Era como si durante años hubiese estado en el ojo de la
tormenta y se desatara ante mí el Día del Juicio Final. Yo era
Ulises y ella Penélope, en mitad de una tormenta en medio de los
múltiples delirios del héroe de aquella epopeya tan magnífica.
En mi habitación tenía muebles
especiales donde ocultaba mi pequeño culto al placer más extremo.
Poseía látigos de diversos tamaños, fustas y ataduras. En uno de
los cajones, el principal de todos ellos, de la cómoda más robusta
se hallaba mi fusta favorita. Tenía un mango trenzado de cuero
negro, unos acabados de diversas partes en oro blanco y con una
anchura en su extremo más flexible algo más gruesa que la habitual.
La tomé entre mis manos junto con unas pequeñas cuerdas rojas, las
cuales estaban hechas con el cabello de Maharet. Ella me las había
obsequiado después de una larga conversación donde las bromas
fueron bastante sutiles, a pesar de ser una mujer respetable y de
actitud muy seria.
—Lydia...—dije, sentándome en
aquella inmensa cama—. Mis juegos han mejorado con el paso de los
años y ésta vez es premeditado.
La última ocasión en la cual nos
habíamos encontrado no había podido jugar lo suficiente con ella.
Sólo nos habíamos regalado arañazos, mordidas y caricias ásperas
de las cuales nunca me arrepentiría.
—¿Ya son los de un hombre adulto o
sigues siendo un joven irresponsable?—murmuró para herir mi
orgullo y provocar cierta reacción en mí—. He tenido tantos
amantes, Marius, ¿crees ser el mejor de todos? ¿O al menos
pretendes ser el primero?—aquello me hizo enfurecer y logró que la
tomara de las muñecas para atarlas con aquella cuerda.
Sus brazos quedaron en su espalda, sus
pechos se movían suavemente con una respiración que ya no era
necesaria y sus piernas se abrían sutiles mostrándome lo húmeda
que podía llegar a estar. Tomé la fusta con firmeza mientras me
incorporaba, mis ojos eran severos y mi lengua sucia. Con cuidado
hice pasar el extremo inicial de la fusta por su tobillo derecho, ya
que sus tobillos me enloquecían al igual que sus pequeños pies, y
llevé aquel fino látigo hasta su rodilla y de ésta hasta su ingle.
Sin pensarlo dos veces acaricié su clítoris con ésta antes de
levantar el brazo y azotarlo. Ella abrió sus ojos y la expresión de
su rostro cambió. Su espalda se arqueó y un leve gemido surgió de
su boca. Sus pezones pechos temblaban como deliciosos flanes y sus
pezones eran la sutil guinda. Repetí aquello hasta que sus gemidos
eran quejidos de placer, sus labios no se cerraban en ningún momento
y mi lengua empezó a arrastrar un lenguaje para nada moderado.
—Lydia, ¿alguno de esos bastardos
que tanto amas es capaz de hacerte sentir como una puta en la cama
siendo toda una señora fuera de ésta? ¿Te han logrado dominar de
éste modo? Dime, pequeña—reí bajo notando que su rostro estaba
perlado de sudor, como el resto de su cuerpo, y que no dejaba de
observar con deleite mi miembro endurecido.
Me incliné sobre ella lamiendo sus
pezones, llevándolos entre mis dientes para morderlos y permitiendo
que mis labios succionaran con fuerza. Mi pene rozaba su clítoris
con mi glande, tan sólo delicados roces que incrementaban su
impaciencia. Sus muslos temblaban, como el resto de su cuerpo, y sus
ojos eran los de un animal salvaje herido.
—Marius—balbuceó.
—Maestro, dime de ese modo. Gime para
mí esa palabra y quizás me compadezca—susurré con el mentón
entre sus senos y los ojos fríos, aunque algo burlones, clavados en
su rostro.
—Maestro...—jadeó.
—No pude escucharte, Lydia—respondí.
—¡Maestro!—gritó, abriendo más
sus piernas, para ofrecerse como regalo impúdico a los dioses, o
mejor dicho a éste Dios de carne y hueso que tanto la excitaba.
Me aparté llevándola conmigo, para
postrarla en el suelo e introducir mi miembro en su boca. Sus
rodillas quedaron clavadas en la alfombra, su cuerpo se erguía como
un junco movido por el viento y sus labios aceptaron el grueso tamaño
de la base de mi sexo. Mis testículos golpearon su barbilla y su
nariz rozaba mi vello púbico rubio. Rápidamente sentí su lengua
acariciar cada milímetro, contando cada una de las venas inyectadas
que lo cubrían y la delicada piel que lo envolvían. Mis manos
estaban en su cráneo, pero con rapidez la izquierda tomó la nuca y
la derecha se enredó en sus cabellos tras recogerlos nuevamente.
Dejé su cabeza contenida entre mis manos y comencé a penetrarla
fuerte y necesitado.
Eché hacia atrás mi cabeza, sintiendo
como mis cabellos se pegaban a mi rostro y cuello, así como a mis
hombros y espalda, mientras seguía empapándome en ese sudor
sanguinolento que brotaba de cada uno de mis poros. Mi figura de
mármol, como si fuese el David de Miguel Ángel, frente a ella con
aquel aspecto de Santo milagrero, debido a las líneas de sangre,
debía ser todo un espectáculo. Ella parecía una virgen con su
manto deslucido, sus ojos inyectados en un fervor extraño y su
lengua comportándose como las de cualquier concubina. El sonido de
mi cuerpo chocando contra su rostro era embriagador. Podía notar
como sus colmillos rozaban peligrosamente mi piel y aún así no me
hacían daño. Finalmente, cuando me sentí demasiado exaltado, la
arrojé a la cama con cierta brusquedad y busqué en mi cajón mi
látigo habitual.
Tenía un gran dominio con aquel arma.
Siempre había adorado llevarlo allá donde iba. En más de una
ocasión lo había usado para castigar a Armand, pues siempre me he
sentido su dueño más que su creador o su amante. Me aproximé a
ella completamente desafiante y enredé la cuerda de cuero entorno a
su cuello. Ella abrió sus labios con sorpresa del mismo modo que
abrió sus piernas, pero no la penetré como ella deseaba. Mi mano
derecha fue a sus mulos, arañándolos y acaricándolos a la vez,
para luego hundir tres de mis dedos en su interior. Aquello era un
volcán delicioso cargado de fluidos y con su clítoris completamente
hinchado.
Aquella correa de cuero en su cuello
empezaba a obligarla a resistirse a mis caricias. Quería que la
liberara, la marca empezaba a ser visible aunque rápidamente
desaparecía. Sin cuidado alguno abrí más sus piernas y la penetré
con fuerza. No dejé el juego del látigo hasta pasadas varias
estocadas, buscando el punto exacto que la hacía gritar. Cuando
aparté la correa lamí sus heridas y perforé con mis colmillos
bebiendo de su sangre, que era también mía. Ella gritó “Maestro”
y yo me sentí más apasionado que nunca. Rápidamente la solté, sus
brazos me rodearon y sus uñas se clavaron en mis omóplatos. Sin
embargo, no se quedaron ahí. Sus manos viajaron hacia mis nalgas y
terminaron encajadas en cada una. Ella se impulsaba en la cama,
mientras que yo me movía desesperado. Pronto comprendí que no se
puede domesticar fácilmente una fiera, pues ella cambió posiciones
y tomó el control del ritmo de las penetraciones. Era como ver una
amazona. Se movía erótica y desafiante. Cada movimiento de sus
caderas era desenfrenado. Mis manos fueron a sus senos agarrándolos
con fuerza, sus ojos brillaban en la penumbra radiante de la
habitación y el dosel se mecía con energía. La cama parecía
pequeña a pesar de ser gigantesca, las sábanas caían desparramadas
y arrugadas, los almohadones iban al suelo y la habitación se
llenaba de nuestros gemidos.
Sus uñas eran muy finas y puntiagudas,
también duras y certeras. Después de pasados unos segundos tenía
el pecho lleno de arañazos, los cuales iban cerrándose dejando la
sutil marca de la sangre que había expulsado. Ella se inclinó y
buscó mis labios, besándome con afán mientras la rodeaba con mis
manos por la cintura. Una cintura estrecha, de caderas anchas y
pechos libres cargados de un aroma a sexo que me hundían en los
Campos Elíseos.
En cierto momento sus muslos se
tensaron, del mismo modo que sus músculos vaginales. Yo me sentí
atrapado, perdido, hundido en las maravillas de las sensaciones más
agradables y el cosquilleo inicial de mi vientre desató un latigazo
que recorrió toda mi columna vertebral y desde ahí a cada parte de
mi cuerpo. Apreté sus carnes entre mis dedos y sentí como sus manos
se apoyaban en mis hombros. Yo la llenaba y ella empezaba a dejarse
ir. No fue al mismo instante, pero sí segundos después dándonos
placer por igual.
Ella cayó sobre mí, completamente
agotada, mientras mis manos acariciaban su espalda con un mimo que no
solía mostrar con mis otros amantes. Mis labios rozaron sus mejillas
y su cuello, así como sus hombros. Besé sus pómulos, sus mejillas,
su mentón y sus labios con una pasión inusitada. Me sentía un
jovencito que acababa de descubrir el placer de las musas.
—Marius... —susurró—. No
volvamos a discutir. Discutir es apasionado, pero nos divide.
—Me alegra que digas eso—dije con
una leve sonrisa cargada de satisfacción—. Sólo tienes que
obedecer y comprender que yo tengo razón. Lydia, todo lo que nos ha
pasado ha sido porque no me escuchas.
De inmediato ella se incorporó
mirándome con su ceño fruncido. Aquellas delicadas y delgadas cejas
se juntaron mientras sus ojos se llenaban de oscuras sombras. Estaba
a punto de estallar y yo no comprendía el motivo.
—¿Qué?—preguntó levantándose.
—Sí. Si me hubieses obedecido no nos
habríamos alejado tanto—comenté incorporándome en la cama
mientras veía como ella se iba alejando—. Lydia... ¿ocurre algo?
—Pandora—respondió firme—. No
vuelvas a dirigirme la palabra como Lydia. No te creas amo y señor
de ésta mujer, pues para serlo primeramente deberías dejar de ser
hijo de una esclava—aquello me enfureció terriblemente, de forma
que incluso me incorporé de la cama con el látigo—. Atrévete a
rozarme con ese látigo, Marius, y juro por todos los dioses que
hemos conocido y conoceremos, por todos y cada uno de nuestros
sentimientos y creencias, que te devolveré con más saña el golpe.
—¡Sólo te he dicho la
verdad!—respondí furioso.
—La verdad del hijo de un patricio
que deshonró a su familia por no querer tomar un arma, ¿qué verdad
es esa? ¿Qué clase de hombre eres que lloraste por la caída de
Roma pero jamás la defendió?—sonrió con sorna y se aproximó a
mí con los ojos de brillante ira—. Vas a conocer una derrota peor,
Marius.
—¿Cuál? ¿La furia de una
loca?—dije soltando una risotada, lo cual fue el culmen para ella.
Se apartó de mí y se alejó con un
mal humor tremendo. Corrió hacia la puerta recogiendo su ropa,
vistiéndose a duras penas y provocando que cada uno de mis cuadros
comenzaran a arder. El pasillo central, donde estaban expuestas mis
mejores obras, ardía pasto de su furia. Los jarrones caían a su
paso pues ella misma los tiraba de su pedestal, algunos eran
incunables obras de arte. Pero la peor parte de la llevó una de mis
magníficas estatuas. Tumbó a una de mis Venus, que había
conseguido en una subasta de arte, provocando que el suelo de mármol
se rompiera del mismo modo que la figura.
—Ojalá te mueras, Marius. Pues
muerto podría recordarte como un hombre bueno y no como un
sátiro—dijo girándose al final del pasillo, mostrándose como un
demonio sensual que prácticamente celebraba mi derrota.
—¡Loca!—grité—. ¡Muchachos,
vengan! ¡Quiero a todo el servicio apagando el incendio!—comencé
a gritar para despertar a los mortales que tenía descansando bajo mi
techo, los cuales se dedicaban a cuidar mi palazzo y limpiar cada
mota de polvo—. ¡Mi arte! ¡Mi valioso arte!
—¡Quédate con tu arte porque con
ésta mujer jamás te quedarás!—espetó.
Desnudo, desconsolado, furioso y
terriblemente preocupado apagaba las llamas con las cortinas que
arrancaba a mi paso. Sin embargo, las pérdidas eran millonarias y
también culturales. Había destrozado tantas cosas que me fue
imposible hacer una aproximación al valor sentimental, cultural y
monetario que podía oscilar todo aquello. A ella no la he vuelto a
ver ni he sabido nada. Esto pasó hace algo más de un mes y aún me
pregunto qué es lo que dije para que ella se pusiese de ese modo.
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