Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

lunes, 4 de agosto de 2014

Puente de suspiros

Estas memorias han sido algo duras para Marius, comprendan lo que siente por Pandora. Aún así, les diré, que es un placer para mí presentárselas a todos ustedes. 

Lestat de Lioncourt 


La noche discurría tranquila en la ciudad. Había viajado durante varias noches para regresar a Venecia en tan magnífica ocasión. Ocasionalmente me marchaba para observar nuevas maravillas, contemplar las novedades de otras ciudades mucho más cosmopolita en distintas fechas del año. Sin embargo, el verano veneciano siempre era agradable cuando uno no se acercaba a los canales y escuchaba el zumbido de los numerosos mosquitos. La ciudad era idílica comparada con otras zonas del Mediterráneo que poseían el mismo encanto, pero unas temperaturas mucho más bochornosas. La luna llena se asomaba en un cielo despejado, las estrellas relampagueaban aunque eran más tímidas que en los viejos tiempos y las fiestas de sociedad eran muy populares.

Había aceptado una invitación de una de las galerías de arte. Normalmente las aceptaba con cierta desgana, pero los cuadros que iban a exponer eran joyas magníficas y me sentía tentado. El acto era presidido por uno de los mecenas más afamados de la ciudad, donde la música de violines bañaría la escena con su solemnidad y pasión, y el champán no faltaría al igual que el buen vino italiano. Era un lugar propicio para acuerdos en las altas esferas, empresarios de todo el mundo se aproximarían para hacerse destacar, y también ciertos amantes de la pintura intentarían comprar algunas obras. Yo había sido invitado porque conocía al empresario, había comprado alguno de mis cuadros y también me había visto despilfarrar ciertas sumas de dinero en cuadros de nuevos artistas y otros consagrados. La fotografía y la pintura, así como el cine, seguían siendo mi gran entretenimiento a pesar de los años. Siempre sentí que la fotografía fue un gran impacto, pero se seguía pintando y amando demostrar que había obras realistas que sobrecogían por su detalle.

Elegí mis mejores prendas. Un traje negro de tela de lino para soportar el calor y la humedad reinante. El color era negro, pues era un lugar de etiqueta y no podía usar colores como el marrón claro o café con leche. Sin embargo, podía salirme con la mía usando una camisa roja y corbata de seda a juego. Usé uno de los gemelos más magníficos que tenía, de diamantes y oro, así como uno de mis mejores relojes. Acompañé todo con un anillo con un granate muy llamativo, pero no ostentoso. Mi cabello iba suelto, aunque bien peinado. Tenía un aire informal dentro de aquella estricta etiqueta. Me encontraba cómodo paseando entre las mujeres perfectamente maquilladas, peinadas y envueltas en aquellos trajes de seda, algodón y lino con ciertas transparencias. Muchas parecían modelos de revistas de gran fama internacional, y algunas incluso lo eran. La mayoría eran mujeres de los empresarios, mucho más viejos que ellas, que eran paseadas como meros objetos. Sin embargo, siempre estaba la mujer fuerte y dominante que tanto chocaba conmigo. Ellas y yo nunca nos llevamos bien, eso estaba comprobado. Las mujeres que deseaban tener siempre la razón y yo, un hombre que detestaba que no me dieran la palabra o simplemente me contradijeran terriblemente, éramos como el agua y el aceite. Sin duda alguna, dos polos opuestos.

Escuchaba con cierta atención los breves discursos, chistes absurdos y banales, las opiniones endiosadas de críticos que jamás habían tomado un pincel y los murmullos nerviosos de algunos artistas locales que eran expuestos como los nuevos Dalí o Miguel Ángel. Me movía por allí con mi sobriedad habitual, a penas abría la boca y no rechacé la copa de vino que me obsequiaron por simple capricho y para no llevar las manos vacías. Mis ojos recorrían cada cuadro, observaba las pinceladas más diestras y las torpes, me quedaba con el juego de colores y las distintas formas. Me agradó ver que el arte moderno no sólo eran cubos y líneas mal colocadas, sino que había belleza más allá de una mirada sensual y el erotismo de un hombro desnudo. Me quedé impactado con un cuadro, el cual deseé conseguir nada más verlo. Era el Puente de los Suspiros en un bucólico atardecer. Quería ese cuadro, pero una mujer se puso frente a mí impidiendo que pudiera seguir apreciándolo. Su espalda, sus curvas, su cabello largo y sedoso, me alertaron. Aún más cuando sentí su presencia, la cual obvié por estar demasiado ocupado en las vidas ajenas. Era Pandora.

Ella vestía con un elegante traje rojo, el cual cubría su cuerpo con delicadeza. Su cintura estaba ceñida, tenía un largo considerable porque llegaba hasta prácticamente sus tobillos y poseía una abertura desde la rodilla hasta el final de la tela. Su espalda estaba algo desnuda, pero poseía ciertos pliegues de tela que le hacían parecer las viejas togas romanas para mujeres, y la parte delantera a penas tenía un escote prominente. Los largos pendientes de diamante caían con gracia adornando su rostro. En la mano llevaba un pequeño bolso, posiblemente donde guardaba un par de objetos por su tamaño compacto, que también iba a juego con el vestido del mismo modo que los zapatos, aunque estos tenían algunos diamantes que conjugaban bien con el brillo de sus pendientes. En el cuello no llevaba nada. Había decidido deshacerse de cualquier joya que pudiera rozar su nuca. Tenía un maquillaje sutil que la hacía parecer humana, aunque aquellos ojos tan llenos de luz te recordaban que era tan inmortal como yo mismo.

A su lado, como siempre, se encontraba Arjun. Él vestía un traje de lino, igual que el mío pero con un corte más sobrio inclusive, y una camisa blanca que era acompañada por una corbata roja a juego con el mismo tono del vestido de Pandora. No sabía que hacían allí, pero no me interesaba averiguarlo. El simple hecho que él estuviera acompañándola me enfurecía. Yo me consideraba inteligente, así como demasiado viejo para eso, y aún así caía como un adolescente a los juegos de coquetería que ella podía tener con semejante idiota.

—Mi señora—escuché claramente entre las voces humanas—. Marius está en la sala, ¿desea aproximarse a él o quiere que me quede para evitar conflictos siendo una barrera para ambos?—dijo inclinando suavemente su cabeza hacia ella, observándola como la observaría yo y dedicándole una sonrisa encantadora. Aquel demonio hindú me sacaba de mis casillas y quería aporrearlo hasta echarlo de la sala.

—Sé cuidarme sola de patanes bien vestidos—dijo en un susurro—. Te doy permiso para que te distraigas lejos de mí.

—Gracias, he encontrado la distracción idónea—murmuró con esa misma sonrisa mientras admiraba a los mortales, clavando sus ojos en una de las mujeres que allí se encontraban.

Era una mujer común, aunque su esposo no. Ella tenía un sucio y turbio pasado. Todos sus esposos habían muerto de forma trágica y ella había heredado gran parte de su fortuna. Por así decirlo, era una mujer común hasta que se convertía en viuda negra. Una asesina con bonitos tacones que le hacían unas piernas de infarto.

Él se alejó y yo pude aproximarme. Aquello había sido una invitación y debía tomarla como tal.

Cada paso que daba sentía que todo mi futuro se reescribía. Creí que podríamos tener una noche tranquila, una conversación menos agitada que de costumbre y tal vez, sólo tal vez, llevarla a mi palazzo para que contemplara las numerosas obras que había hecho en su memoria. Ella seguía siendo una de mis más maravillosas musas. Armand y ella eran para mí mi gran fuente de inspiración, pero sobre todo ella. Era mi aliento en los días más turbios. Quería pedir disculpas, pero las palabras se amontonaban. Sabía que si lo hacía sería un error táctico y que era mejor guardar silencio, enterrar el pasado y comenzar de cero. Además, algunas cosas no eran mi culpa sino suya y no estaba dispuesto a doblegarme.

—Buenas noches, ¿se te ha perdido algo?—preguntó, clavando sus ojos cafés en mí.

—Quería observar con mayor detalle la obra, pero he descubierto que no es una pintura lo más hermoso de la sala—quise ser halagador, olvidar todo el daño que nos habíamos hecho y centrarme en conquistarla.

—Vaya—dijo con una breve sonrisa—. ¿Debo sonrojarme por ésta lisonja?—interrogó mirándome de una forma que me hizo temblar. Sus ojos se habían mostrado más intensos que nunca, la leve caída de párpados y el suave movimiento de sus caderas al desplazarse unos centímetros me sacó el aliento.

—No es sólo un halago, sino es algo que creo con rotundidad—expresé—. Pandora, hace meses que no sé nada de ti.

—No es tanto tiempo sin contamos los siglos en los cuales logré esquivar tu presencia—dijo ensanchando su sonrisa—. ¿Qué te trae por aquí? Dudo que estés por negocios.

Los años que habíamos estado separados, o mejor dicho los malditos siglos que se habían convertido incluso en milenios, me aterraban. Esos años habían sacado lo peor de mí. Me había deprimido al ver caer a Roma, pero más al saber que todo lo que había amado no era más que polvo en la historia. Aún así Roma se siguió escribiendo con letras de oro a pesar de la sangre bañando las calles, las plazas, los ríos, montañas y el mismo Mediterráneo. Sin embargo, nuestro amor había quedado convertido en humo y suavemente se desvanecía en cada anochecer. No había dejado de pensar en ella ni un instante, convirtiéndose en mi peor mal, y a pesar de todo sobreviví como haría cualquier guerrero herido. No era la última campaña, sabía que podría enfrentarme de nuevo a la guerra dialéctica que siempre nos regalábamos. Ella era Pandora, mi Lydia, y yo siempre sería el hombre que la amó con tesón desde que la conocí cuando era una niña.

—Me invitaron y decidí que debía asistir—respondí desviando sutilmente mis ojos hacia la copa que aún sostenía con mi mano izquierda, pues nunca debía hacerse con la derecha. Era mero protocolo y yo lo sabía. Me desenvolvía con magia en aquel escenario tan pomposo. No destacaba por mi estatura, aunque aún era algo impresionante, ni por mi aspecto. Deseaba camuflarme entre los mortales y disfrutar del arte, ¿era pecado si acaso?

—Nosotros sí hemos venido por negocios, nuestra empresa está situándose en el mercado y necesitamos involucrarnos con las altas esferas—dijo con calma, sin intentar herirme aunque lo hizo—. Arjun tiene agradables proyectos en mente y yo he decidido apoyarlos, muchos de ellos tienen que ver con el mecenazgo y las joyas. Compra y venta de artículos de lujo, de gran valor artístico y material—expresó en un tono de voz agradable y con ciento timbre de orgullo—. Hemos decidido invertir en nuestras propias ideas, más allá de lo que solíamos hacer habitualmente. Quizás es por mero capricho, pero estoy segura que conseguiremos llevar a cabo interesantes ideas.

—Estoy seguro de ello, Pandora—dije con la boca pequeña. Deseaba que todo saliera mal, ambos discutieran y ella huyese de su lado. Pero aquel estúpido era tan agradable con todos que siempre conseguía mantenerla cerca. Hacer lo que ella quería era su táctica, una que yo no podía seguir porque me era imposible por mi carácter. Sin embargo, siempre tenía la esperanza de su amor hacia mí. Era un amor que nunca se agotaría, o eso quería creer.

—¿Te apetecería salir fuera a los jardines? Este palazzo tiene unos jardines muy agradables—comentó señalando sutilmente con su cuerpo una de las salidas hacia el exterior.

Fuera las plantas rodeaban la fachada interior, había enredaderas que subían por cada piedra del muro y se colgaban de los balcones llenos de claveles. La pequeña fuente que emanaba su cristalina y refrescante agua era encantadora, sobre todo por los dos pequeños querubines que jugaban salpicándose mutuamente. Salir afuera, donde las miradas de otros dejarían de centrarse en nosotros, me fascinaba. Además, la noche era tibia y parecía calmada.

Con mucho dejé mi copa en la charola de uno de los mozos del servicio, el camarero era un joven diligente y no perdió el equilibro al tener una copa extra en aquella reducida superficie de metal pulido. Después, con cierta gracia, le ofrecí mi brazo para que se colgara de éste y camináramos hacia el exterior. Allí había bancos de piedra que nos esperaban si lo deseábamos, un pequeño camino de losas de piedra gris que nos hacía un recorrido por los cuatro rincones que poseía, y plantas cargadas de color y aroma.

Cuando estuvimos fuera ella se alejó, decidió caminar sola con las manos juntas acariciando sutilmente un anillo que portaba en su mano derecha. No me había fijado en aquel anillo, tal vez porque sus manos habían estado ligeramente ocultas al estar girada hacia el cuadro, y cuando la vi no perdí tiempo en ellas sino en su largo cuello y sus hermosos brazos desnudos.

—Siempre que nos encontramos acabamos discutiendo—susurró—. Después llegan los remordimientos, pues sé que tú también los tienes. Nos comprendemos con la ira, no con el sosiego. Podemos leer en nuestros ojos nuestras almas y éstas emiten dictámenes tan crudos. Sé que no tengo derecho a preguntártelo, pero me veo en la obligación, ¿alguna vez has sentido que nada de todo lo que hacemos tiene sentido? Las discusiones son eternas, ¿por qué? ¿Por qué tenemos que discutir siempre?—dijo girándose hacia mí con una plegaria en los ojos y una sonrisa torcida en sus labios—. Dime.

—Es nuestro carácter, supongo—dije encogiéndome de hombros—. Oh, Lydia—susurré arcándome a ella para tomarla entre mis brazos—. Tenía la estúpida ilusión que aún me amaras, mi hermosa Lydia—puse mis labios sobre su frente despejada y después sobre sus pómulos, iba directamente a buscar sus labios pero me detuvo. Sus suaves y pequeñas manos se colocaron en mi rostro, me miró con aquellos profundos ojos oscuros y sentí que todo lo demás, inclusive el arte, quedaba carente de belleza en comparación con esa mirada tan penetrante—. No huyas de mí, amor mío.

—¿Quién huye de ti?—preguntó—. ¿No estoy lo suficientemente cerca para que notes mi presencia?—bajó sus manos de mi rostro, deslizándolos por algunos mechones de mi cabello y dejando éstas en mi pecho. Era tan hermosa que deseé robarla del mundo y ocultarla para mí, como un viejo egoísta. Sin embargo, ¿no era eso acaso? ¿No era egoísta y viejo?

—Entonces, ven conmigo Lydia. Ven conmigo a casa. Deja que te llene de besos y poemas. Deseo mostrarte los cuadros que he pintado en tu nombre, las miles de cartas que he escrito y no te he enviado porque desconocía donde podías encontrarte y la sensación de vacío que siento cuando no estás a mi lado. Lydia, mi Lydia—la rodeaba con firmeza por si pretendía escapar, aunque no lo parecía. Mis brazos estaban contra su cintura, mis manos colocadas en su espalda tentándola como si fuera una frágil criatura.

—Tu Pandora—murmuró rozando sus labios en mis mejillas y dejando un leve beso en los míos.

—Sí, mi Pandora. La Pandora que desata en mí lo bueno y lo perverso—dije riendo bajo mientras la observaba.

—¿Perverso?—preguntó con una leve caída de párpados—. ¿Qué es lo perverso?

—Tú desnuda en mi lecho, cubierta de pétalos de miles de flores y con tu cabello negro rozando tus pezones cafés. Tú y sólo tú. Envuelta en tu mística belleza posando para mí, para que inmortalice el momento y me sienta delirar. Eso es perverso, sobre todo si te pinto con las alas de un ángel y titulo la obra como Paraíso—imaginaba el cuadro y deliraba, del mismo modo que hubiese hecho cualquier hombre en su sano juicio.

Ella guardó silencio con las mejillas sonrojadas. Tenía un rubor suave, muy atractivo, y síntoma que estaba bien alimentada. No estaba fría, sino cálida. Sus brazos finos terminaron rodeándome el cuello, su pecho se apretaba contra mi torso y sentía que la tela era demasiado fina. No dudé en besarla con una ansiedad propia de un borracho sediento. Bebía de sus labios como un pez bebe del agua del mar y un joven poeta se embriaga para olvidar el dolor, entregándose al fin al placer y las musas. Deslicé mi diestra por su cintura y busqué la abertura de su traje, introduciendo mi mano dentro del vestido y terminando por remangarlo sutilmente. La punta de mis dedos palparon su ropa interior y sentí un aguijonazo de placer provocando que jadeara excitado. Sus muslos estaban más cálidos que su boca, sus pechos tenían un aroma seductor y su cuerpo se antojaba como una fruta fresca y madura.

Ella, lejos de apartarme la mano, colaboró abriendo un poco más sus piernas y empujando mi brazo hacia el interior de ésta. Su mano izquierda me tomó de la muñeca, me acercó al borde superior de su prenda íntima y me hizo deslizar mis dedos en su interior. Palpé su escaso vello púbico, tan sedoso y húmedo, mientras abría la delicada boca de su intimidad. Estábamos en una de las esquinas más sombrías, con la fuente a nuestras espaldas así como la fiesta. Nadie nos veía. Era un lugar íntimo. Sin embargo, me excitaba la posibilidad que alguien nos encontrara.

—Marius, llévame a tu palazzo—susurró con la voz agitada.

Mis dedos acariciaban su clítoris y se hundían en su vagina, sintiendo su humedad y calor. Toda ella rezumaba un erotismo demasiado tentador. Por mí la hubiese desnudado entre los setos y habría copulado con ella ofreciéndole mis más arrebatadores movimientos, todos y cada uno cargados de amor y pasión.

—Marius...—dijo sacando mi mano mientras me miraba seria—. ¿Cómo de lejos está tu palazzo?

—A unas calles...—pronuncié con la voz tomada, algo rasposa.

—Ya sabes qué debes hacer—comentó apartándose de mí para quitarse los zapatos, tomarlos con la mano derecha y mirarme desafiante—. Hazlo.

Tomé su cuerpo entre mis brazos, besé su largo cuello y miré la luna llena en todo lo alto. Era la noche idónea para los amantes. Un recuerdo idílico, quizás, para muchos en la ciudad. Para mí era un símbolo, un guiño al placer y la fortuna. Me alcé por los cielos y me moví rápido hasta llegar a la puerta de mi gran palazzo.

Los balcones estaban cargados de flores, la fachada estaba recién restaurada y había ocupado el lugar después de meses cerrado. La puerta se abrió gracias a mi poder mental, y del mismo modo se cerró a nuestras espaldas. Con rapidez sobrenatural, cosa que odiaba usar del mismo modo que el Don de los Cielos, me moví hacia la habitación principal donde mi cama me esperaba.

Bajó de mis brazos y dejó sus zapatos en la entrada, caminando descalza sobre las diversas alfombras rojas que cubrían el mármol blanco y bien pulido. La observaba fascinado, como quien observa una auténtica obra de arte, y cuando se giró realizando unos simples movimientos, muy eróticos y sutiles, quitándose las minúsculas braguitas para mostrarlas entre sus dedos, sentí que me incineraba con el fuego de podía sentir ardiendo en mi interior. Eran como llamas del infierno.

—¿Me ayudas con la cremallera?—preguntó girándose suavemente.

Rápidamente me saqué la chaqueta tirándola a un rincón de la habitación, desanudé mi corbata y me saqué algunos botones de la camisa. Me acerqué con presteza y bajé la cremallera deseoso. El sonido del cierre abriéndose, con cada uno de sus diminutos dientes, elevó aún más mi excitación. Sobre todo, cuando pude contemplar en el espejo oval de cuerpo entero, que tenía en mi habitación, sus senos duros en aquellos pechos redondos y perfectos. Su vientre plano, sus caderas eróticas y pelo suelto me hicieron desear palparla como si no fuese real. Tenía hacia mí su espalda, bien formada, y sus glúteos blancos y redondos.

Recogí su cabello con mis manos, sintiendo lo suave que era y aspirando con cierta sutileza, su aroma; después, lo eché hacia su lado derecho y hundí mi rostro en el lado izquierdo de su largo cuello. Mis brazos la rodearon por sus axilas y mis manos terminaron tomando sus senos con cierta rudeza. Cada uno de mis dedos apretaban aquella piel cálida y algo blanda, más blanda que el resto de su cincelado cuerpo. Pronto acabé pellizcando cada pezón mientras mordisqueaba su sensible piel.

Sus manos, mucho más pequeñas y finas que las mías, se dedicaron a tocar su vientre y acariciar sutilmente sus caderas mientras se movían contra mi bragueta. Su trasero se rozó contra mi entrepierna, ya dura, sintiendo un gran deseo desenfrenado. Luego de un par de caricias, como si se hubiese cerciorado ya de mi delirante estado, llevo ambas a mi nuca pegándome más a su cuello y hombros.

—¿Me romperías?—preguntó—. ¿Harías eso por mí?

Mis ojos centellearon en el reflejo que le ofrecía a pocos metros. Ella se echó a reír por ello, pues sabía que esa respuesta era un sí rotundo. Rápidamente se alejó, igual que Dafne ante Apolo. Yo la seguí hacia la cama, donde se recostó con una sensual pose que pedía a gritos que la penetrara con brusca pasión.

Prácticamente me arranqué la ropa. Juro que hacía demasiado tiempo que no sentía una fiebre como aquella. Era como si durante años hubiese estado en el ojo de la tormenta y se desatara ante mí el Día del Juicio Final. Yo era Ulises y ella Penélope, en mitad de una tormenta en medio de los múltiples delirios del héroe de aquella epopeya tan magnífica.

En mi habitación tenía muebles especiales donde ocultaba mi pequeño culto al placer más extremo. Poseía látigos de diversos tamaños, fustas y ataduras. En uno de los cajones, el principal de todos ellos, de la cómoda más robusta se hallaba mi fusta favorita. Tenía un mango trenzado de cuero negro, unos acabados de diversas partes en oro blanco y con una anchura en su extremo más flexible algo más gruesa que la habitual. La tomé entre mis manos junto con unas pequeñas cuerdas rojas, las cuales estaban hechas con el cabello de Maharet. Ella me las había obsequiado después de una larga conversación donde las bromas fueron bastante sutiles, a pesar de ser una mujer respetable y de actitud muy seria.

—Lydia...—dije, sentándome en aquella inmensa cama—. Mis juegos han mejorado con el paso de los años y ésta vez es premeditado.

La última ocasión en la cual nos habíamos encontrado no había podido jugar lo suficiente con ella. Sólo nos habíamos regalado arañazos, mordidas y caricias ásperas de las cuales nunca me arrepentiría.

—¿Ya son los de un hombre adulto o sigues siendo un joven irresponsable?—murmuró para herir mi orgullo y provocar cierta reacción en mí—. He tenido tantos amantes, Marius, ¿crees ser el mejor de todos? ¿O al menos pretendes ser el primero?—aquello me hizo enfurecer y logró que la tomara de las muñecas para atarlas con aquella cuerda.

Sus brazos quedaron en su espalda, sus pechos se movían suavemente con una respiración que ya no era necesaria y sus piernas se abrían sutiles mostrándome lo húmeda que podía llegar a estar. Tomé la fusta con firmeza mientras me incorporaba, mis ojos eran severos y mi lengua sucia. Con cuidado hice pasar el extremo inicial de la fusta por su tobillo derecho, ya que sus tobillos me enloquecían al igual que sus pequeños pies, y llevé aquel fino látigo hasta su rodilla y de ésta hasta su ingle. Sin pensarlo dos veces acaricié su clítoris con ésta antes de levantar el brazo y azotarlo. Ella abrió sus ojos y la expresión de su rostro cambió. Su espalda se arqueó y un leve gemido surgió de su boca. Sus pezones pechos temblaban como deliciosos flanes y sus pezones eran la sutil guinda. Repetí aquello hasta que sus gemidos eran quejidos de placer, sus labios no se cerraban en ningún momento y mi lengua empezó a arrastrar un lenguaje para nada moderado.

—Lydia, ¿alguno de esos bastardos que tanto amas es capaz de hacerte sentir como una puta en la cama siendo toda una señora fuera de ésta? ¿Te han logrado dominar de éste modo? Dime, pequeña—reí bajo notando que su rostro estaba perlado de sudor, como el resto de su cuerpo, y que no dejaba de observar con deleite mi miembro endurecido.

Me incliné sobre ella lamiendo sus pezones, llevándolos entre mis dientes para morderlos y permitiendo que mis labios succionaran con fuerza. Mi pene rozaba su clítoris con mi glande, tan sólo delicados roces que incrementaban su impaciencia. Sus muslos temblaban, como el resto de su cuerpo, y sus ojos eran los de un animal salvaje herido.

—Marius—balbuceó.

—Maestro, dime de ese modo. Gime para mí esa palabra y quizás me compadezca—susurré con el mentón entre sus senos y los ojos fríos, aunque algo burlones, clavados en su rostro.

—Maestro...—jadeó.

—No pude escucharte, Lydia—respondí.

—¡Maestro!—gritó, abriendo más sus piernas, para ofrecerse como regalo impúdico a los dioses, o mejor dicho a éste Dios de carne y hueso que tanto la excitaba.

Me aparté llevándola conmigo, para postrarla en el suelo e introducir mi miembro en su boca. Sus rodillas quedaron clavadas en la alfombra, su cuerpo se erguía como un junco movido por el viento y sus labios aceptaron el grueso tamaño de la base de mi sexo. Mis testículos golpearon su barbilla y su nariz rozaba mi vello púbico rubio. Rápidamente sentí su lengua acariciar cada milímetro, contando cada una de las venas inyectadas que lo cubrían y la delicada piel que lo envolvían. Mis manos estaban en su cráneo, pero con rapidez la izquierda tomó la nuca y la derecha se enredó en sus cabellos tras recogerlos nuevamente. Dejé su cabeza contenida entre mis manos y comencé a penetrarla fuerte y necesitado.

Eché hacia atrás mi cabeza, sintiendo como mis cabellos se pegaban a mi rostro y cuello, así como a mis hombros y espalda, mientras seguía empapándome en ese sudor sanguinolento que brotaba de cada uno de mis poros. Mi figura de mármol, como si fuese el David de Miguel Ángel, frente a ella con aquel aspecto de Santo milagrero, debido a las líneas de sangre, debía ser todo un espectáculo. Ella parecía una virgen con su manto deslucido, sus ojos inyectados en un fervor extraño y su lengua comportándose como las de cualquier concubina. El sonido de mi cuerpo chocando contra su rostro era embriagador. Podía notar como sus colmillos rozaban peligrosamente mi piel y aún así no me hacían daño. Finalmente, cuando me sentí demasiado exaltado, la arrojé a la cama con cierta brusquedad y busqué en mi cajón mi látigo habitual.

Tenía un gran dominio con aquel arma. Siempre había adorado llevarlo allá donde iba. En más de una ocasión lo había usado para castigar a Armand, pues siempre me he sentido su dueño más que su creador o su amante. Me aproximé a ella completamente desafiante y enredé la cuerda de cuero entorno a su cuello. Ella abrió sus labios con sorpresa del mismo modo que abrió sus piernas, pero no la penetré como ella deseaba. Mi mano derecha fue a sus mulos, arañándolos y acaricándolos a la vez, para luego hundir tres de mis dedos en su interior. Aquello era un volcán delicioso cargado de fluidos y con su clítoris completamente hinchado.

Aquella correa de cuero en su cuello empezaba a obligarla a resistirse a mis caricias. Quería que la liberara, la marca empezaba a ser visible aunque rápidamente desaparecía. Sin cuidado alguno abrí más sus piernas y la penetré con fuerza. No dejé el juego del látigo hasta pasadas varias estocadas, buscando el punto exacto que la hacía gritar. Cuando aparté la correa lamí sus heridas y perforé con mis colmillos bebiendo de su sangre, que era también mía. Ella gritó “Maestro” y yo me sentí más apasionado que nunca. Rápidamente la solté, sus brazos me rodearon y sus uñas se clavaron en mis omóplatos. Sin embargo, no se quedaron ahí. Sus manos viajaron hacia mis nalgas y terminaron encajadas en cada una. Ella se impulsaba en la cama, mientras que yo me movía desesperado. Pronto comprendí que no se puede domesticar fácilmente una fiera, pues ella cambió posiciones y tomó el control del ritmo de las penetraciones. Era como ver una amazona. Se movía erótica y desafiante. Cada movimiento de sus caderas era desenfrenado. Mis manos fueron a sus senos agarrándolos con fuerza, sus ojos brillaban en la penumbra radiante de la habitación y el dosel se mecía con energía. La cama parecía pequeña a pesar de ser gigantesca, las sábanas caían desparramadas y arrugadas, los almohadones iban al suelo y la habitación se llenaba de nuestros gemidos.

Sus uñas eran muy finas y puntiagudas, también duras y certeras. Después de pasados unos segundos tenía el pecho lleno de arañazos, los cuales iban cerrándose dejando la sutil marca de la sangre que había expulsado. Ella se inclinó y buscó mis labios, besándome con afán mientras la rodeaba con mis manos por la cintura. Una cintura estrecha, de caderas anchas y pechos libres cargados de un aroma a sexo que me hundían en los Campos Elíseos.

En cierto momento sus muslos se tensaron, del mismo modo que sus músculos vaginales. Yo me sentí atrapado, perdido, hundido en las maravillas de las sensaciones más agradables y el cosquilleo inicial de mi vientre desató un latigazo que recorrió toda mi columna vertebral y desde ahí a cada parte de mi cuerpo. Apreté sus carnes entre mis dedos y sentí como sus manos se apoyaban en mis hombros. Yo la llenaba y ella empezaba a dejarse ir. No fue al mismo instante, pero sí segundos después dándonos placer por igual.

Ella cayó sobre mí, completamente agotada, mientras mis manos acariciaban su espalda con un mimo que no solía mostrar con mis otros amantes. Mis labios rozaron sus mejillas y su cuello, así como sus hombros. Besé sus pómulos, sus mejillas, su mentón y sus labios con una pasión inusitada. Me sentía un jovencito que acababa de descubrir el placer de las musas.

—Marius... —susurró—. No volvamos a discutir. Discutir es apasionado, pero nos divide.

—Me alegra que digas eso—dije con una leve sonrisa cargada de satisfacción—. Sólo tienes que obedecer y comprender que yo tengo razón. Lydia, todo lo que nos ha pasado ha sido porque no me escuchas.

De inmediato ella se incorporó mirándome con su ceño fruncido. Aquellas delicadas y delgadas cejas se juntaron mientras sus ojos se llenaban de oscuras sombras. Estaba a punto de estallar y yo no comprendía el motivo.

—¿Qué?—preguntó levantándose.

—Sí. Si me hubieses obedecido no nos habríamos alejado tanto—comenté incorporándome en la cama mientras veía como ella se iba alejando—. Lydia... ¿ocurre algo?

—Pandora—respondió firme—. No vuelvas a dirigirme la palabra como Lydia. No te creas amo y señor de ésta mujer, pues para serlo primeramente deberías dejar de ser hijo de una esclava—aquello me enfureció terriblemente, de forma que incluso me incorporé de la cama con el látigo—. Atrévete a rozarme con ese látigo, Marius, y juro por todos los dioses que hemos conocido y conoceremos, por todos y cada uno de nuestros sentimientos y creencias, que te devolveré con más saña el golpe.

—¡Sólo te he dicho la verdad!—respondí furioso.

—La verdad del hijo de un patricio que deshonró a su familia por no querer tomar un arma, ¿qué verdad es esa? ¿Qué clase de hombre eres que lloraste por la caída de Roma pero jamás la defendió?—sonrió con sorna y se aproximó a mí con los ojos de brillante ira—. Vas a conocer una derrota peor, Marius.

—¿Cuál? ¿La furia de una loca?—dije soltando una risotada, lo cual fue el culmen para ella.

Se apartó de mí y se alejó con un mal humor tremendo. Corrió hacia la puerta recogiendo su ropa, vistiéndose a duras penas y provocando que cada uno de mis cuadros comenzaran a arder. El pasillo central, donde estaban expuestas mis mejores obras, ardía pasto de su furia. Los jarrones caían a su paso pues ella misma los tiraba de su pedestal, algunos eran incunables obras de arte. Pero la peor parte de la llevó una de mis magníficas estatuas. Tumbó a una de mis Venus, que había conseguido en una subasta de arte, provocando que el suelo de mármol se rompiera del mismo modo que la figura.

—Ojalá te mueras, Marius. Pues muerto podría recordarte como un hombre bueno y no como un sátiro—dijo girándose al final del pasillo, mostrándose como un demonio sensual que prácticamente celebraba mi derrota.

—¡Loca!—grité—. ¡Muchachos, vengan! ¡Quiero a todo el servicio apagando el incendio!—comencé a gritar para despertar a los mortales que tenía descansando bajo mi techo, los cuales se dedicaban a cuidar mi palazzo y limpiar cada mota de polvo—. ¡Mi arte! ¡Mi valioso arte!

—¡Quédate con tu arte porque con ésta mujer jamás te quedarás!—espetó.


Desnudo, desconsolado, furioso y terriblemente preocupado apagaba las llamas con las cortinas que arrancaba a mi paso. Sin embargo, las pérdidas eran millonarias y también culturales. Había destrozado tantas cosas que me fue imposible hacer una aproximación al valor sentimental, cultural y monetario que podía oscilar todo aquello. A ella no la he vuelto a ver ni he sabido nada. Esto pasó hace algo más de un mes y aún me pregunto qué es lo que dije para que ella se pusiese de ese modo.

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt