Aquí veo drama. Mucho drama. Heridas abiertas y otros que van a tener abierta la crisma, la biblioteca incendiada y demás cuando cierto vampiro se entere de todo esto. Louis es muy ardiente, David, cuidado.
Lestat de Lioncourt
Tenía razón. Lestat siempre ha tenido
razón con respecto a mis instintos. Soy un hombre que siempre ha
mostrado su parte más racional, pero soy un cazador de historias y
un espía indiscreto. Me he pasado la vida viajando, conociendo
lugares que jamás han estado en el mapa y me he perdido por la
jungla buscando entre manglares algo de valor. Y a veces, lo
encontraba. No eran diamantes, sino historias. Las historias son
mucho más satisfactorias que una cuenta bancaria abultada, y lo sé
desde que era un niño. Mi familia era acomodada, tenía un lugar
amplio donde jugar y perderme pensando que exploraba nuevas tribus,
conocía nuevos mundos que jamás hubiesen sido revelados a otros
hombres modernos y hurgaba en las viejas pertenencias de mis
familiares fallecidos. La muerte era fascinante, pero poco a poco
también lo fue la vida. Quizás se acrecentó ese impulso hacia
encontrar el misterio en la vida, y no sólo en hallazgos que
pertenecen al pasado, desde que soy lo que soy. Es inevitable. A
veces uno cambia, aunque creo que no he cambiado ni un ápice. Puede
que en eso también tenga Lestat razón, al igual que otros tantos.
Me he pasado la vida viajando y la otra
media apilando la información para otros. Vivir con Louis te ofrece
la posibilidad de encontrar un reducto de paz, silencio sano y
duradero. Él viene y va, a veces nos chocamos como si fuéramos
auténticos desconocidos y encuentro fascinantes esos soberbios ojos
de esmeraldas. Me quedo callado, casi pasmado, por su frialdad y
después tiene ese brote de pasión. Su acento aún tiene mucho de
francés y poco de otros mundos. A penas se ha movido en del mismo
sitio, aunque viajó con Armand durante algún tiempo. Es un hombre
que ha visto mucho, aunque más bien debería decir que es un vampiro
que ha visto lo que todos. Él tiene una impronta especial que me
fascina. No obstante, son más las noches que aguardo su regreso, sus
amenas conversaciones y sus largos minutos mirando la nada,
observando mis documentos con interés para luego desvanecerse. Me
fascina. Siempre lo ha hecho. No es nada nuevo.
Pero esta noche me he dado cuenta que
hay algo que siempre estará ahí. Soy hombre de amores trágicos. He
perdido a varios amantes por enfermedades desconocidas, mortales o
simplemente por exponerse a riesgos innecesarios. Y no sólo amantes,
también buenos amigos. Dentro de la Orden siempre tuve fama de
conquistador, por mi habitación pasaron novicios de todo tipo.
Algunas mujeres cayeron rendidas por mi cháchara sobre mis
peripecias. El encender una vieja pipa, cosa que dejé de hacer hace
mucho, junto a una copa de whisky en la rocas y recostarme en una de
las salas a conversar sobre espíritus, apariciones, dioses
desconocidos y epopeyas provocaba en los novicios una atracción
innata. Así que robé corazones, igual que robé secretos a los
viejos dioses de tantas culturas. Sin embargo, mi corazón peligró
en muchas ocasiones y una de ellas fue con Merrick. Jamás creí amar
a otra mujer. De hecho he amado tan sólo a tres. Una de ellas fue mi
madre, aunque por desgracia ese amor no puedo contarlo del mismo modo
trágico que Lestat. Es un amor natural que posee todo niño y hombre
adulto, todos amamos a nuestras madres. La tercera fue ella. Una
pelirroja que te parte el alma cuando te mira. Discípula de Lestat,
con su poderosa sangre fluyendo por las venas tan similar a mí, y
con los conocimientos propios de un vampiro milenario gracias a
Maharet. Fuerte, peligrosa, tenaz y que se fue como si nada. Mis
misterios la agobiaron y mis secretos, tan ocultos para no hacer
daño, se convirtieron en púas venenosas.
Hace unas horas me encontraba en mi
despacho, justo donde me encuentro, frente a un portátil nuevo con
mayor capacidad. Organizaba toda la documentación que pude sacar de
mis años en Talamasca, añadía nuevos informes y revisaba las
conversaciones con amigos que hoy en día son parte de la historia
escrita de los vampiros más influyentes. Lestat no ha sido el único
en relatar su historia, Louis fue el primero. Después han aparecido
diarios de otros inmortales y, no quiero pecar de pretenciosos, todos
bajo mi influencia.
Escuché la puerta, el mayordomo pasó
frente al despacho y recorrió el estrecho recorrido hacia el hall.
Ya había sentido su presencia, pero pensé que pasaría de largo. A
veces lo hace. Él es así. No se puede confiar en una visita suya.
No es un ser de costumbres, salvo esa. Le gusta observar, esperar su
momento y atacar cuando te sientes débil o confundido. Entró en la
biblioteca sin decir nada, pasando por alto el ceñido protocolo de
mi mayordomo y también del resto del servicio. Al entrar cerró tras
de sí y se encaminó a mi mesa con una soltura propia de un
muchacho.
Juro que si lo ves no puedes creer que
sea perverso, tampoco puedes imaginar el daño que ha sufrido. Tiene
un corazón roto que ha cosido mil veces. Puede parecer de piedra,
como los ángeles con los que le comparan, pero es de carne y hueso.
Sus ojos castaños, con destellos ambarinos, te roban el aliento y
sus labios, como bien los definió Marius, parecen pétalos de rosas.
La piel lechosa, tersa y apetecible, con ese rubor en sus mejillas,
síntoma de buena alimentación, te tienta. Su cabello rojo cae sobre
sus hombros, roza su espalda y también su frente. Tiene las cejas
perfectas, las pestañas pobladas y una cintura estrecha que deseas
tener entre tus manos. Fascina sólo con verlo. Es el pecado mismo.
Un ángel hecho a medida para gobernar el infierno. Lestat no tuvo
que irse muy lejos para encontrar un monstruo así, pero terminó
entre los brazos de otro mucho peor que Armand, Louis o cualquiera de
sus amantes. Pero hablar de Memnoch, ahora, es un pecado que no
quiero cometer.
Caminó hacia la mesa y se sentó en
uno de sus extremos. No dijo nada, tan sólo me miraba. Era como una
aparición. Me pregunté si era real, pero al sentir esa energía
emanando de él estaba claro que lo era. Cruzó sus piernas con
elegancia, colocó sus manos sobre la tela vaquera de sus jeans y me
miró resuelto. Llevaba una camisa simple, con botones de nácar, en
color celeste. Parecía que aún usaba el color con el cual Marius lo
envolvía, como si fuera un mensaje hacia él y hacia todos.
Me incorporé como un autómata, me
aproximé a él quedando de pie frente a frente y quise hablar. Pero
no lo hice. Sé que moví los labios, pero no emití ruido alguno.
Hacía días que Louis no se personaba ante mí, que no sentía sus
atenciones ni sus divagaciones. Él estaba allí ofreciéndose como
un cordero frente al matadero. ¿Y yo qué hice? Caer como caería
cualquiera. Coloqué mis manos en su estrecha cintura y él lo hizo
sobre mi camisa de lino blanco. No tardó en pasar sus dedos, como si
estuviera jugando y sólo fuera un chiquillo, por mi cuello y torso
hasta mi cinturón negro que sujetaban mis pantalones beige. Y dije
adiós a mis pantalones beige.
Sus delicadas manos me estimulaban
mientras me sometía al poder de sus ojos. Ningún otro ser a tenido
ese dominio sobre cualquiera salvo él, lo sabe y siempre se jacta
con cierta burla. No sé quien empezó a besar a quien, pero pronto
estaba recostado sobre la mesa con él debajo, abriéndome sus
piernas mientras me tocaba con esa precisión gloriosa. Sus dedos
eran delgados, delicados, muy hermosos y similares al tacto de ella.
Sus cabellos pelirrojos eran idénticos. Sentí el impulso de amarlo
como la amaba a ella y mi corazón explotó en un caos de
sentimientos que me confundió. Dejé de verlo a él para verla a
ella. Era Mona. Mona Mayfair.
Me deshice de mi camisa, sus manos
arañaron mi torso y él gimió como lo haría una mujer inquieta
porque desea ser destrozada en la cama. Bajé sus pantalones, deslicé
su ropa interior y vi en su sonrisa la perversión seductora de Mona.
Quise sacarla de mi cabeza, concentrarme en él, pero no podía. Era
como un maleficio. Hundí mi rostro en su cuello intentando calmarme,
pero incluso sus cabellos me recordaban al aroma de los jazmines y
dondiegos que ella siempre adoraba y que crecían, por supuesto, en
First Street. Las pequeñas manos de Armand me tenían dominado. Mi
boca se desplazaba por su torso y comencé a succionar sus pezones
igual que solía hacerlo con ella, agradecí que él fuera sensible
en esa zona y gimiera de nuevo de ese modo. Era como escuchar a una
mujer sin serlo.
Entonces, para desgracia mía, dejé
que la realidad se disipara e imaginara por completo que me había
perdonado, entrado en el despacho y arrancado mi cordura. Entré en
él. Lo hice sin pensarlo demasiado. Sus pantalones habían volado,
igual que su ropa interior. Nos unimos de forma íntima. Sus manos se
quedaron en mis hombros y clavó sus uñas. Gemí, para colmo de
males, el nombre de Mona. Y ahí todo acabó. Armand me apartó de un
empujón que me envió a una de las numerosas estanterías. Caía al
suelo y cientos de incunables cayeron también.
—¡En qué coño estabas
pensando!—gritó furioso— ¿Es eso? Así que es eso. Aceptaste mi
juego sólo porque soy pelirrojo y de bajito tamaño—su rostro
cambió al del ser sin escrúpulos, cruel y fiero, que ven sus
víctimas cuando acaba con ellas. Lo sé porque lo he visto y lo
conozco muy bien—. Haré que pagues por esto. Te juro, David
Talbot, que vas a caer en picado.
—Armand, te juro que no ha sido mi
intención—intenté excusarme intentando concentrarme, pero aún
estaba influido por esa extraña sensación.
—No la olvidas, pero estás con Louis
y me sigues el juego a mí. ¿En qué demonios piensas?—preguntó
arrugando la nariz.
—Tú lo has dicho. Estoy con Louis,
¿qué haces tú aquí pidiéndome explicaciones?—eso hizo que se
enfureciera y agarrara mi ordenador para estrellarlo contra el suelo,
pero era algo que apreciaba por ser tecnología y a mitad de camino,
en su acto desenfrenado de locura y venganza, no lo hizo—. Además,
tú no puedes dejar de pensar en ellos. Sí, sé que amas a Daniel
aún aunque digas que todo se acabó. ¿Y qué puedo decir de Marius?
—Eso no te incumbe—dijo dejando el
ordenador para serenarse hasta tal punto que sus emociones se
invirtieron, la furia fue calma y la calma lloros. Se echó a llorar
como lo haría un niño.
Allí, con la camisa mal colocada y sin
pantalones, parecía perdido. Rápidamente recogió sus cosas y se
marchó dando un portazo que provocó que un par de libros más
cayeran sobre mi cabeza. Ni me inmuté. Quedé allí mirando la
puerta y recordando a Mona. Hacía días que no pensaba en ella. Me
había hundido en mis misterios, en mis conversaciones con seres
sobre naturales y en el sexo fiero, aunque complaciente, de Louis.
Pero ella estaba ahí. Mi amor por ella permanecía. La obsesión
prevalecía. Estaba perdido.
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