Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

martes, 2 de septiembre de 2014

Promesa de amor

Yo no digo nada, pero creo que a alguien le bajaron el pupilo. Marius, no creo que vuelvas a ver a Armand. Aunque ¿eso será problema?

Lestat de Lioncourt 


Habíamos regresado a toda prisa a la Isla Nocturna. Aún tenía propiedades diseminadas por allí, varios apartamentos de lujo, un par de casinos y tiendas especializadas en joyas, ropa de caballero y algunos locales de copas en los cuales había música en directo. Me gustaba poseer negocios que aún tuviesen cierto valor, para personas que se deleitan con lo exclusivo y el derroche. Era agradable pasear por las calles entre mortales, sabiendo que algunos no eran lo que decían ser. Talamasca había estado allí, como también cientos de vampiros. Sabía que no estaba solo, pero me sentía menos vulnerable que en New Orleans. Marius sabía la dirección de todas mis viviendas, lo cual era algo incómodo para mí. No quería tropezarme con él. No después de lo ocurrido. Aún tenía secuelas en mi alma de nuestras dos últimas peleas. Quería estar lejos de él.

Sybelle se había marchado a uno de mis mejores locales. Allí había un piano maravilloso que le fascinaba. Podía tocar horas cientos de melodías, aunque siempre tenía su predilecta. Hice que la llevaran primero a una de las tiendas de lujo de la zona, quería que tuviese el mejor traje de noche y lo tuvo. Se veía hermosa. Tenía un peinado a lo Grace Kelly muy favorecedor, su cuello era largo y le daba un aspecto sofisticado. Cualquier mujer la envidiaría y cientos la amarían sólo con una caída de párpados.

No la acompañé. Me sentía aún turbado por la situación. Decidí quedarme en el apartamento que conducía al de Daniel. Él estaba allí, con la mente dispersa, construyendo con afán una maqueta de la torre de Londres. Deseaba visitarlo, acariciar sus cabellos dorados y besar su sien. Pero, por una extraña razón, me sentía cobarde. Tenía miedo de su reacción, pues el silencio es el mayor de sus desprecios.

Sin embargo, aunque no salí, decidí vestirme adecuadamente. Tenía una americana recién estrenada en color negro, llevaba una de mis mejores camisas celestes y tenía unos jeans de vestir negros, que combinaban bien con mis elegantes zapatos. Cualquiera que me viese pensaría que tenía pensado ir a una cena en alguno de los restaurantes de la zona, coquetear en los casinos o tentar a las musas en los diversos bares. No. Nada por el estilo. Sólo lo había hecho para salir más tarde, tal vez a buscar algo de sangre, y despejarme así sacándome de la cabeza sus palabras llenas de ira, desprecio y odio. Marius no me amaba, pues eso que me demostraba jamás sería amor.

Benji estaba en el apartamento, en aparente calma, con sus ojos pardos clavados en mí. Me miraba de forma que sentía como perforaba mi alma. Sentía que lo sabía. No cabía otra posibilidad. Había hecho una promesa pero la cumplí, dejando que me doblegara. Él estaba allí sentado, con una camisa blanca que resaltaba el tono dorado de su piel y unos jeans similares a los míos. No tenía zapatos, tenía los pies completamente desnudos.

—¿Cuándo me lo vas a decir?—preguntó, rompiendo el silencio que se había instalado entre los dos. Era un muro pesado, de los más gruesos que había visto entre nosotros hasta el momento, y él lo había derrumbado de un plumazo.

—No lo provoqué yo—dije acomodando un mechón de pelo tras mi oreja derecha—. Te equivocas si piensas que lo hice.

—Así que tenía razón, siempre la he tenido—se incorporó del sofá negro de cuero en el que estaba, caminó un par de pasos hacia mí, pero luego se giró y se llevó las manos a la cabeza. Sus dedos largos se enredaron en sus mechones azabaches. Su delgada figura me pareció más madura y masculina que nunca. Tenía un aspecto mucho más adulto con ropa como aquella, menos desenfadada. Además, no era precisamente bajito para la edad en la cual había quedado estancado. Deseaba abrazarlo, consolar su rabia y rogarle que me perdonara, pero se giró rápidamente y me miró furioso—. Siempre eres su ramera. No dudas ni un instante en abrirte de piernas si consigues un par de palabras baratas, ¿qué te prometió ésta vez? ¿La luna y las estrellas? Porque eso es lo único que no te ha prometido.

—¡Cállate!—grité al borde de las lágrimas. Ni siquiera sabía como había ocurrido, pero ya me juzgaba. No tenía derecho a elaborar un juicio precipitado, aunque comprendía bien que se sintiera traicionado—. Vino cuando me encontraba solo en una de las propiedades, aprovechó el momento y me hizo suyo en mitad del porche. ¿Crees que deseaba ser usado de ese modo? No lo hizo por amor o deseo.

—¿Y por qué lo hizo? Dímelo, quiero oírlo.

—Pandora y él tuvieron una discusión fuerte en uno de los locales más concurridos de New York. David me comentó que ambos se tropezaron un par de horas después y conversaron algunos minutos, aunque no supo bien los motivos. Arjun estaba muy molesto por el trato abusivo de Marius, él decidió solventarlo como cualquier hombre con el corazón herido y vino a mí. Había sido la noche anterior y aún así seguía tenso, ciego de ira y desesperado—las lágrimas finalmente aparecieron. Comencé a llorar en silencio mientras le miraba allí de pie, con el rostro contraído y la mirada ardiendo de rabia.

—¿Sólo pasó eso?—sus ojos seguían siendo severos, aunque parecía estar molesto únicamente con Marius.

—Acabé gimiendo deseando que se quedara a mi lado, con el cuerpo ardiendo por sus bruscas caricias y mis piernas temblaron—mi tono de voz se apagaba mientras notaba el nudo en la garganta. Prácticamente no podía hablar. Me encontraba perdido en medio de ese monólogo que me hería. Él ni siquiera se percataba que me estaba humillando al narrarle aquello, pero merecía saber la verdad—. No podía siquiera moverme por el placer y la confusión. Me había golpeado, destrozado la ropa y humillado sin compasión. Él abusó de mí, pero yo acabé alcanzando el paraíso, buscando su amor o las migajas que quisiera ofrecerme. Me sentí sucio, rastrero y pensé en ti. Te prometí que no cedería, pero lo hice. Así que decidí que todo eso se acabaría, por eso estamos aquí.

—¿Crees que puedo perdonar todo eso?—su lengua era la de un hombre herido. No sabía como calmar a un hombre, pero sí a un niño. Él ya no era tan inocente en ese aspecto como cuando lo encontré, ya sabía enfrentarse a los problemas de un modo adulto.

—Sí—mi boca temblaba y mis ojos rogaban, pero su actitud no.

—Estás equivocado—contestó rápido y cortante.

—Yo no le busqué—me incorporé tembloroso, casi tambaleante, y le tomé de la chaqueta. Necesitaba que dejara a un lado todo y me abrazara. Quería su afecto, no su rechazo.

—¡Pero gozaste como la fulana que eres!—gritó apartándome de un leve empujón.

—Deberías tenerme más respeto, ¿qué ha sido del niño tierno que conocí?—volví a colocar mis manos sobre él, pero esta vez en sus mejillas. Sus ojos eran tan intensos que me hacía arder. Necesitaba que se calmara y pensara.

Había roto mi promesa en mil pedazos aceptando que Marius me tocara, pero él me derrotaba. A pesar de todo no podía con su presencia, sino con la rotundidad de sus actos. Sabía bien mis puntos débiles y Benji los estaba conociendo para mi desgracia.

—Se convirtió en adulto—dijo, colocando sus manos sobre las mías—. Un adulto cansado de ver como te desprecian y no te das a valer—bajó mis manos y las retuvo entre las suyas, para mirarlas del mismo modo que yo miraba las suyas—. Estoy harto de tus palabras amables, tus sonrisas tristes y de como corres a sus brazos cuando te chasquea los dedos. ¿Has pensado en mis sentimientos?—cuando cruzó de nuevo sus ojos con los míos noté un cambio. No había rabia, ni desprecio, sólo dolor. El dolor de un hombre que ama y no es correspondido. La tragedia griega de siempre. Algo que conocía bien—. Ya no soy un niño. Te he dicho muchas veces que no soy un niño. ¿Cuántas veces tendré que reprochar tu actitud y recordarte que ante ti tienes un hombre? No confías en mí. Me ocultas cosas para no hacerme daño. ¿Y sabes que consigues? Justo todo lo contrario.

—Perdóname—mis manos temblaban igual que el resto de mi cuerpo, pero él las sujetaba con firmeza. No supe que más decir, sólo busqué sus mejillas y las besé. Deseaba que ese gesto, casi inocente, lo comprendiera de algún modo. Yo le quería, aunque a veces pareciera que me desprendía del amor que me regalaban porque no sabía asimilarlo.

—Haz algo para que te perdones—susurró, llevando mi mano derecha a su bragueta. No dudé en apretar suavemente su pequeño bulto, que comenzaba a crecer, mientras la mano que tenía libre me agarraba de la nuca.

Empezamos a besarnos, o más bien él me besaba. Su boca era dominante y su lengua entregada. No podía siquiera creer que fuera tan dominante conmigo. Mis dedos apretaron su sexo por encima del pantalón y deseé llevarlo a mi boca. La forma que actuaba era la de un hombre tan adulto como desesperado. Estaba jugando sus últimas cartas y yo estaba perdiendo la cabeza. Quería gemir, pero él me besaba con tanta intensidad que no reaccionaba. Me excitaba su forma brusca. Tenía el vello de la nuca de punta, ya que sentí un delicioso latigazo recorrerme de pies a cabeza. En ese momento reaccioné apartándome de sus labios, para arrodillarme frente a él.

Nuestras miradas se cruzaron una vez más, pero en la suya sólo vi deseo. Yo estaba algo más confuso, pero no por ello perdí el tiempo. Acaricié su vientre por encima del pantalón, después toqué el cinturón de cuero marrón que llevaba y lo abrí. Aquel pequeño complemento cayó al suelo, el botón del pantalón se abrió y el cierre bajó rápidamente. En segundos tenía su sexo, algo duro, frente a mí. No dudé ni por un instante en lamer su glande, y, besar lentamente desde la punta a la base.

Soltó mi mano izquierda y colocó las suyas sobre mi cabeza. Sus dedos acariciaron mi frente despejando mi rostro de cualquier mechón, para hacer lo mismo con las sienes. Sin perder tiempo me recogió el pelo en una coleta y tiró de ésta para que echara el rostro hacia atrás.

—Voy a demostrarte que puedo arrancarte mejores gemidos que ese vejestorio—su mano derecha me tomó del mentón, mientras la izquierda seguía tirando de mi pelo—. Ya ni siquiera lo vas a desear cuando lo veas.

Quería creer que eso sería así, pero no estaba seguro. Había sido mi único y gran amor. Él me había salvado y venía a mí en mis sueños siendo el hombre gentil, amable y generoso de otros tiempos. Pero ya no era así, ni siquiera lo fue en su momento.

El tiempo de conversar acabó, me introdujo su sexo entre mis labios y escuché un delicioso jadeo. Le complacía la suavidad de mis labios, la humedad de mi boca y mi lengua que rápidamente lo atrapó apretándolo. Mi cabeza se movía al ritmo que él marcaba, cosa que me causaba una terrible erección. Realmente ante mí tenía a un hombre, no a un niño. Notaba su fuerza y deseo, el mismo deseo que crecía en mí. Podía sentir oleadas de calor recorrerme y comencé a sudar.

De un empellón caí de espaldas y él se subió sobre mí. Mis manos recorrieron su pecho por encima de su camisa blanca y él comenzó a desabrochar la mía celeste. Teníamos las piernas enredadas, pero no así nuestros sentimientos. Yo sabía lo que estaba creciendo en mí y él conocía bien ya ese sentimiento. Busqué sus labios y lo besé. Quería perderme en su boca de nuevo y él no me rechazó, me besó con la misma intensidad mientras rompía su camisa. Lo quería dentro de mí, necesitaba tocar todo su cuerpo desnudo y gritar su nombre.

—Te quiero ya, te necesito—el tono de mi voz era quebradizo, pero esta vez no porque sintiera dolor. Mi necesidad era tan fuerte, el placer me corroía, y no era capaz de hilar bien las palabras—. Ya... ya...

Él tenía unos dedos hábiles y fríos, pero muy suaves, que desabrocharon cada botón de mi camisa sin romper siquiera uno. Se tomaba su tiempo para hacerse desear. Sus labios rozaron mis pezones y sus dientes se clavaron cerca de mi ombligo. Finalmente mis zapatos volaron, igual que mis calcetines, pantalones y ropa interior. Terminé desnudo debajo de él, pero él llevaba tan sólo el pantalón desabrochado.

—Voy a dominarte, por lo tanto no tendrás todo cuando tú quieras—sentí que no me hablaba él, sino el hombre que había estado asechando durante años. Un hombre adulto. Su voz dejó de tener los matices de un niño, casi adolescente, para ser por completo la de un hombre joven y apasionado.

—Por favor, por favor...—dije al notar sus manos en mis caderas, las cuales viajaban hacia mis nalgas—. Por favor...

—Calla, zorra—esas palabras me hicieron guardar silencio y mirarlo bien—. Vas a dejar de ser su fulana, serás mi zorra, mi puta y mi amante dentro de la cama. Fuera de la cama también vas a obedecer. No te quiero cerca de Marius. Ahora me perteneces, ¿comprendes? No voy a dejar que otro te toque, ni siquiera el chico de las maquetas. Nadie.

No sabía que creer de todo aquello, pero yo sólo pude gemir. Dos de sus dedos, el índice y corazón, se hundieron en mi entrada y mis piernas temblaron. Tenía una erección considerable, la cual rozaba su vientre y también la suya. Hundió su rostro en mi cuello y me mordió, pero no rasguñó la piel. Él sólo me mordió como lo haría un amante entregado. Si bien, se apartó y me giró.

No dudé en alzar mis caderas y rozar su sexo con mis nalgas. Necesitaba tenerlo y era mi momento. Él colocó sus manos en mi cintura, tirando de mí, para luego poner una sobre mi cabeza, enredando sus dedos con varios mechones, mientras la diestra guiaba su sexo dentro de mí. De una sola vez. Arremetió con fuerza y me penetró. Grité de placer. Mis pezones estaban duros y rozaban el frío suelo de mármol, mi rostro estaba girado y lo miraba por encima del hombro, y él se movía destrozándome. No podía dejar de gemir. Tenía un buen tamaño y grosor, pero era su forma de moverse lo que me enloquecía.

Gemía como puta, como lo que realmente era cuando me tocaban de ese modo. Hacía mucho tiempo que no sentía algo como aquello, una conexión total. Mi ritmo se acopló al suyo y ambos jadeábamos y sentíamos un placer que jamás hubiese dado por cierto. Aquello era inconcebible.

Podía ver su rostro concentrado, sus labios abriéndose para dejar escapar un jadeo, un pequeño gemido o un gruñido. Tenía las cejas fruncidas y sus enormes ojos árabes no perdían detalle de mi cuerpo meciéndose para él. Mis manos estaban sobre el suelo, intentando apoyarme, pero mis brazos habían cedido casi desde el principio. A ratos me daba fuertes nalgadas que arrancaban de mi garganta los gemidos más sensuales que conocía.

Entonces, lo noté. Percibí como todo mi cuerpo se preparaba para un terrible orgasmo. Los dedos de mis pies se cerraron, los de mis manos apretaron las baldosas de mármol empujándolas con las palmas, mi boca se abrió y un escalofrío recorrió como un rayo todo mi cuerpo, centrándose en mi vientre que comenzó a tirar y hormiguear. Eyaculé contra el suelo, manchándolo, mientras él seguía moviéndose con fuerza hasta que, debido a como lo apretaba dentro de mí, lo hice llegar. Aquel torrente cálido y espeso me llenó. Al terminar pensé que me apartaría, pero no lo hizo. Me tomó del cuello y me incorporó.

—Limpia todo, zorra—susurró inclinado sobre mí—. Limpia.

Miré la baldosa con mi semen y no dudé en lamerla. Sentía como se escurría entre mis piernas el suyo, cosa que me excitó nuevamente. Me sentía arder en el infierno todavía, como si sus manos no se hubieran separado de mis caderas o mis nalgas. Cuando acabé con el suelo comencé a succionarlo otra vez. Lavaba su sexo con mi lengua, retirando los escasos restos que quedaban de semen en su glande.

—¿Me perdonas?—pregunté asustado porque no lo hiciera, que aquello sólo fuese un capricho. Yo sentía que lo amaba y que no me apartaría de él si él así lo deseaba.

—Sí, pero es condicional—respondió arrodillándose para quedar a mi altura, aunque debido a su constitución quedó un par de centímetros más bajo—. Lo haré si no vuelves a mentirme y no regresas a él.


Me abracé a su cuerpo, algo más cálido que el mío, y sentí sus brazos rodeándome. Lloré de nuevo, pero esta vez no por el dolor. Lloré liberándome de todo. Él me había dado nuevas alas y ésta vez volaría lejos.  

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Lestat de Lioncourt