¡Pelea de gatas en La Isla Nocturna! ¡Pelea de gatas! Quiero decir... Armand y Bianca se han reencontrado.
Lestat de Lioncourt
Las noches de apariencia apacible
pueden ser las más complicadas. La lluvia había arreciado hacía
tan sólo unos minutos. Las calles volvían a llenarse, los comercios
parecían estar abarrotados y la clientela se impacientaba mientras
las típicas melodías sonaban por los altavoces. En las cafeterías
había bohemios soñadores, chicos esperando que su primera cita
fuera la idónea, mujeres tomándose un café para despejar sus
sentimientos, hombres rudos pidiendo un par de cervezas y refinados
hombres de negocio tomando un aperitivo. En los casinos iban entrando
y saliendo los adictos al sonido de las monedas en las diversas
máquinas, pero no muy lejos había una iglesia donde el sacerdote
hablaba de la ira divina sobre los pecadores. Una isla nocturna,
donde la noche lo es todo, está llena de corazones rotos y teatros
donde representar miles de tragedias. En alguna de las salas de cine
se publicitaban viejas películas y estrenos de última hora. No era
una noche violenta, los crímenes eran sencillos y las prostitutas
gozaban de cierta libertad. En mi edificio principal, donde aún
tenía la mayor parte de las plantas, se congregaban algunos
inmortales cuyo nombre desconocía.
Mis pasos se perdían entre la
muchedumbre. Se perdían sin sonido aparente. La noche lo envolvía
todo. No sentía sed. No había nada que necesitara. Me aburría. Mis
ojos castaños se movían inquietos por cada una de las fachadas, las
cuales parecían fantasmagóricos hologramas de tiempos mejores. Las
mujeres pasaban a mi lado cargadas de perfumes, algunas con bolsas y
otras con café en sus manos. La tarde estaba ya muerta, pero la
noche empezaba a vivir latiendo con fuerza en las estrellas y las
luces de neón. La luna parecía crecer a cada paso. El mundo
deslumbraba, pero yo seguía cansado y aburrido. No había nada
emocionante. Daniel estaba cerca, no me esperaba y yo no sabía si
visitarlo. Los chicos, Sybelle y Benji, se habían quedado en uno de
los apartamentos cerca de la playa. Yo simplemente quería ser libre,
pero sentía mis alas atadas.
—Creí que no estarías aquí—su
voz llegó a mí como una bofetada.
Sabía que seguía viva. Estaba oculta
de todos, de todo, y salía a flote como si fuera un madero a la
deriva. Esa frase provocó que me detuviera y girara mi rostro
buscando su rostro. La encontré vestida con un traje de noche
blanco, elegantes zapatos de tacón con diamantes y un abrigo de
pieles negro. Parecía la viva imagen de Marilyn Monroe aunque con un
rostro que habría podido pintar Caravagio o Botticelli. Su rostro
tenía ese aspecto de pintura al óleo que siempre tuvo. Tal vez era
porque siempre la vi pintada en cientos de cuadros de sus múltiples
amantes. Tenía unos pendientes elegantes, aunque largos como su
cuello, y su cabello estaba recogido con un coqueto broche de
mariposa en oro blanco.
—Sigues tan hermoso como siempre,
Amadeo—mi cuerpo se estremeció y los recuerdos aparecieron.
Era como abrir una caja llena de
misterios, los cuales no son del todo agradables. Me sentía perdido.
—Hace mucho tiempo que dejé de ser
Amadeo—dije girándome por completo, pues no quería darle la
espalda.
Llevaba un abrigo de cachemir negro,
muy elegante, con unos jeans de vestir que me habían costado una
fortuna. Parecía un muchacho de familia acomodada perdido en un mar
de gente, de voces chillonas y deseos poco prácticos, que buscaba el
consuelo en los brazos de alguien. Ella no era mi consuelo, aunque
una vez lo fui. La camisa despuntaba por su blancura, también porque
una pequeña brisa me despejó del todo el cabello de la cara y los
hombros.
—Para mí siempre serás
Amadeo—respondió.
—Una vez viniste a verme, en el
Teatro de los Vampiros, pero algo te impidió hablarme—comenté
deslizando una mirada torva hacia ella. Estaba furioso. La furia vino
como una bofetada gélida.
Ella no vino a mí cuando la
necesitaba, sino que huyó. Siempre huía. No aceptaba sus pecados.
Me ayudó una vez, pero también me negó su auxilio. En ese momento
estaba allí, uno de mis viejos ardientes amores mortales e
inmortales. Ella, con su elegante presencia, desprendía el mismo
aroma cálido que siglos atrás. Sin embargo, había cosas que jamás
perdonaría.
—¿Qué podía decirte?—preguntó
dando un par de pasos, dejando que todo a nuestro alrededor no
significara nada, y cuando quedó a mi altura suspiró pesadamente—.
En aquellos días, mi querido niño, todo era mucho más complicado.
Tú no sabías que él vivía y tampoco quería ser la paloma de la
desgracia.
—Mensajera, o no, de malas noticias,
¿no crees que hubiese preferido que me dijeras la verdad?—reprimí
por un breve instante mi rabia. Ella debió decirme. Hubiese ido a
buscar a Marius, aunque él no deseara verme. En aquel entonces había
dejado de soñar con mi maestro, sus pinturas, sus besos, las
caricias frías en su cómodo colchón y el dorado del bordado de sus
chaquetas de terciopelo rojo. Todo. Había dejado de soñar con
fantasías absurdas, de creer y no creer.
Posiblemente, de haber sabido la
verdad, mi vida habría tenido un recorrido distinto. Tal vez me
hubiese encontrado con Lestat en medio de su búsqueda. Quizás
habría añadido un mensaje nuevo a los garabatos que dejaba en cada
muro que se encontraba. No lo sé. Sin embargo, ella me arrebató esa
posibilidad. Aunque, viéndola vida me hizo pensar que sí estaba
vivo. Era una muestra evidente. Nadie más le hubiese dado la sangre.
No había duda.
—¿Qué verdad?—una leve y
misericordiosa sonrisa surgió en sus labios, aunque su mirada
brillaba cierta preocupación—. ¿Cuál?—levantó sus cejas, pero
luego relajó su rostro—. Marius te abandonó, del mismo modo que
me abandonó a mí mucho antes que iniciáramos el viaje.
—Admiro tu deslealtad—expresé con
voz rasposa. Me costaba muchísimo controlarme.
—¿Cómo te atreves a decirme eso? Te
dejó atrás—sus ojos hablaban más que sus palabras. Esperaba que
la comprendiera, pero no podía hacerlo.
—Porque pensó que podría
morir—intenté defenderlo, aunque en parte detestaba hacerlo. Él
nunca me defendió demasiado después de todo lo ocurrido, pero
comprendía sus miedos y también su orgullo para pedir disculpas. A
veces no es necesario pedirlas, ni siquiera a tiempo, cuando sabes
que el arrepentimiento y los remordimientos están ahí.
—¿Leíste sus memorias? Dijo que no
sufrías—me lanzó aquello a la cara, como si quisiera provocarme.
Si bien, no lo logró.
—Sufrí toda mi vida—dije—.
Siempre he sufrido—me acerqué un poco más, quedando muy cerca de
su hermoso rostro. Seguía siendo bellísima. Ella era como una
muñeca de una hermosa vitrina. Tenía una figura espectacular, unos
ojos penetrantes y unos rasgos muy sensuales. Pero, no podía olvidar
lo que hizo. A mí mente llegaba el dolor de Marius y ese dolor me
taladraba a mí—. Sé aceptar el sufrimiento como la redención de
mi alma— sobre todo, sabía aceptar el sufrimiento por amor—.
Pero, ¿tú alguna vez has podido soportarlo? Sigues amándolo, sólo
hay que ver como me miras cuando hablas de él. Ni siquiera puedes
pronunciar su nombre sin titubear unos segundos. Mírate, Bianca,
estás llena de rabia.
Cerró los ojos unos breves segundos y
pude ver lo tupidas que eran sus pestañas. Tenía el maquillaje
perfecto, para asemejar vida. Sus labios tenían un delicado carmín
que le daba un aspecto provocador. Era una mujer especial, pero
también un ser lleno de reproches. Posiblemente, también había
reproches hacia mí. No le dije la verdad en su momento, pero estaba
obligado a mantener silencio.
—¿Por qué tú sí y yo no?—esa
pregunta me desconcertó—. ¿Por qué ella sí y yo no? ¿Por
qué?—me miraba directamente a los ojos y pude ver su
desesperación. Le amaba. Aún le amaba.
—En el amor no se elige—susurré—.
No se puede ser sensato. Sólo se siente. Bianca, sólo se siente.
—Yo te amo a ti—la sinceridad de
sus palabras eran ardientes, igual que un fuego intenso. Pude notar
como me deseaba y necesitaba. Posiblemente debí abrazarla, pero no
lo hice. Si la tocaba caería rendido a sus deseos. No. No podía
perdonarla tan fácil. N o iba a perdonarla.
La ciudad seguía su ritmo. Estábamos
en mitad de una de las aceras más concurridas. Los vehículos
pasaban a toda velocidad, el parloteo era insufrible, y, sin embargo,
sólo la escuchaba a ella.
—Yo te amé, Bianca—dije apretando
los puños dentro de los bolsillos de mi abrigo—. Te amé con todo
mi corazón. Si hubieses venido esa noche a mí, sin huir y sin
pretender ser quien no eras, posiblemente te abría abierto los
brazos y te habría besado como aquellas noches en tu palazzo.
—¿Y ahora?—murmuró apesadumbrada.
—No soy ese niño perdido—respondí.
—Me sigues pareciendo un niño
perdido—sus manos se estiraron hacia mí, permitiendo que la punta
de sus dedos jugaran con mis rasgos. Me estaba reconociendo como un
igual, como su amante, como el chico que siempre la codició y cantó
bajo su balcón.
¿Cuántas serenatas le ofrecí?
Cientos. No podía dejar de cantar a su belleza. Estaba obnubilado
por su dulzura y su forma magistral de dominar a los hombres. Ella me
seducía cruelmente, pero a la vez era bondadosa al permitirme yacer
en su lecho cuando me apetecía. Era apenas un niño y ella una
mujer. Me concedió muchos secretos. Pero no podía ni debía. La
alejé dando un par de pasos hacia atrás y decidí mirarla con
frialdad.
—Aburrido, no perdido—le aseguré—.
Pero sólo estoy aburrido esta noche, mañana quizás estaré
satisfecho con todo lo que haga—eché un vistazo a mi alrededor y
negué suavemente—. No hay noches iguales.
—¿Hay hueco para mí en tu vida?—esa
pregunta me derrumbó por unos segundos, pero me mantuve firme.
—No, creo que no—dije, encogiéndome
de hombros.
—¿Y en la de Marius?
—¿Después de todo lo que
hiciste?—pregunté frunciendo ligeramente el ceño.
—Tienes razón—asintió suavemente,
aunque le dolía aceptar su derrota—. ¿Eres feliz?
—A ratos, igual que cualquier mortal.
Uno nunca es feliz del todo, aunque esa chispa existe. Me encanta esa
chispa—no era mentira. Era feliz, pero no siempre. Hay noches
brillantes y otras más apagadas, de esas que ni las estrellas
brillan.
—Entonces, no hay nada que pueda
hacer por ti—declaró.
—Sí, vive tu vida y no arruines a
otros por tu egoísmo. Soy leal a Marius—quería que lo supiera,
que no había cambiado al respecto—. A pesar de todo, de mis
sentimientos y de los suyos, acepto que no puedo desvincularlo de
Pandora. Ella es una mujer excepcional y comprendo que la ame. El
amor no tiene que tener límites. No hay límites para los
sentimientos y ni mucho menos para nosotros que somos eternos.
—Espero que encuentres
diversión—susurró apartándose, para echar a caminar por la
avenida.
—Y tú la felicidad—dije
sinceramente.
Los pasos acelerados de los hombres y
mujeres de mi alrededor, así como el tráfico cotidiano, la
engulleron como si fuera un fantasma. Quedé allí, de pie, con los
ojos llenos de esperanzas y dolor. Recordé los buenos tiempos, tan
lejanos, cuando beber, comer y disfrutar del arte, tanto amatorio
como en los lienzos, era mi modo de vida. Pero también recordé el
fuego, el dolor, la pérdida, la soledad y el misterio del rencor.
Huí entonces calle arriba, buscando el edificio donde estaba Daniel
y al llegar obtuve silencio.
Se encontraba casi desnudo, tan sólo
llevaba unos pantalones de pijama blancos con rayas azules, y el pelo
revuelto. Colocaba un nuevo tejado a una de sus casas. Estaba
realizando una nueva maqueta. Su concentración era desoladora, pero
a la vez me calmó. Mi amor por él estaba intacto, pese a todo,
igual que mi amor por Marius, Lestat y por todos aquellos que alguna
vez fueron algo importantes en mi mundo.
Mi teléfono móvil sonó. Un mensaje
de Benji. Nada importante, pero al menos fue agradable ver que me
extrañaba. La noche seguía húmeda, pero sin nubes pesadas
proclamando tormenta. El mundo parecía agradable, aunque no lo
fuera. Esa conversación significó un cambio, pero pronto la
olvidaría y la achacaría a uno de mis tantos sueños. Nada que
rememorar demasiado.
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