Archivo Talamasca, o más bien texto de terror proveniente de David...
"Disfruten"
Lestat de Lioncourt
La noche había caído como un pesado
telón. La oscuridad recorría las calles con el silencio típico de
una noche de invierno. El viento mecía las ramas contra la nada.
Había algunas luces encendidas en los apartamentos más apartados,
las casas parecían vacías, todavía quedaban bares abiertos para
noctámbulos y algún lugar, mucho menos decente, para aquellos que
querían vender su alma a demonios con poca ropa. La noche de
Halloween estaba teniendo su fin. Las fiestas desenfrenadas daban
paso a la mañana de pesada resaca.
Un joven caminaba por una de las
avenidas más concurridas de día, pero más desérticas de noche.
Era un muchacho común. Él no creía en espíritus perversos, pero
le encantaba gastar bromas en estas fechas. Disfrutaba como muchos de
las películas de terror, los relatos más sangrientos o las brujas
más provocativas. Se dejaba seducir por cada minuto de la fiesta. En
su mano derecha llevaba una pequeña bolsa. Él era demasiado mayor
para pedir caramelos, pero había decidido tocar en varias casas para
saciar su apetito. Las chocolatinas esperaban envueltas en sus
respectivos envoltorios, del mismo modo que su madre aguardaba que su
muchacho llegara sano y salvo a casa. Sus cabellos negros, largos y
revueltos caían sobre sus cejas. Tenía un rostro común, aunque muy
agradable. Nadie recordaría bien sus facciones, salvo por sus ojos
verdes. Poseía ojos de gato.
En al avenida todo parecía calmado.
Los locales de ropa, comida rápida o música tenían echado el
cierre. Sin embargo, había uno abierto que jamás había visto. Era
un local distinto. Parecía una tienda de antigüedades. No solía
ver cosas como esa en una ciudad que parecía despreciar su pasado.
Decidió entrar, pues le había llamado poderosamente la atención
algunos de los artículos que se mostraban.
Al entrar pudo oler el suave incienso
expandiéndose por la tienda. Sus ojos no podían dejar de mirar a
cualquier lado. Había máscaras de fiesta, extraños frascos que
tenían nombres en latín, diversas cajas de elegante orfebrería,
joyas que parecían sacadas de un museo, trajes distintos a los
acostumbrados, objetos de rituales vudú y muebles tan antiguos como
extraños.
El dueño estaba tras el mostrador. Su
aspecto era intimidante. Era un muchacho negro, algo delgado, con el
rostro pintado como si fuera un esqueleto. Los ojos, de color violeta
vulgurante, los tomó por meras lentillas de colores. Sus dientes
eran una hilera perfecta de blancas perlas. La chaqueta de época que
llevaba era de terciopelo negro. Él se sintió bastante incómodo.
No iba disfrazado. Su ropa era vulgar. Se sintió idiota al
despreciar llevar un buen disfraz, pues así no se sentiría tan
fuera de lugar. Aquel tipo parecía ser un apasionado de la fiesta.
—¿Quieres cambiar tu
destino?—preguntó inclinándose hacia él.
—No, sólo pasaba por aquí...
—Ah, pero eso ya es cambiar tu
destino—explicó.
—Quizás...—titubeó—. ¿Qué es
este lugar?
—Un lugar donde el pasado, el
presente y el futuro se dan la mano—dijo.
—¿Lo dice por los
objetos?—interrogó.
—¿Quieres algo? Podemos hacer un
trato...
—¿Esas joyas son reales? ¿O son
pura baratija?—dijo señalándolas e intentando no tocarlas. Se
sentía extramente tentado por tocarlas.
—Algunas no son muy buenas, pero sí
antiguas. Todas poseen algo que pueden darte... suerte, fortuna,
amor...
—Ah, son como los colgantes de esas
revistas de moda—contestó encogiéndose de hombros—. Dicen que
las piedras atraen ciertas energías, pero son plástico.
—Estas no—dijo con una elegante
sonrisa—. ¿Quieres una?
—No tengo dinero—explicó.
—Te lo doy gratis a cambio de un
futuro favor—susurró saliendo de detrás del mostrador.
Era mucho más interesante lejos de
allí que tras aquel mueble. Sus ropas eran increíbles. Parecía
realmente el Barón Samedi.
—¿Cuál favor?—interrogó.
—Un simple.
—¿Cómo limpiar la tienda?—dijo
señalando a todo el local con ambas manos.
—Sí, algo así...
—Hecho—estiró su brazo derecho
hacia el hombre y este estrechó su mano.
El chico se llevó uno de los
colgantes. Era el colgante que supuestamente te daría cierto estatus
social que no se posee fácilmente. Si bien, nada más cruzar la
puerta escuchó un golpe en seco. Al girarse, la tienda no estaba. No
había nada allí. Era un muro corriente y moliente. Sintió pánico,
sobre todo cuando escuchó la risa de aquel hombre. Había condenado
su alma.
Días más tarde tuvo un golpe de
suerte. Ganó cierto dinero, consiguió mejorar sus estudios y pronto
se vio prosperando. No obstante tenía miedo. Había hecho un trato
con un ser de otro mundo. Al siguiente Halloween caería muerto en
mitad de una fiesta. El pequeño favor era estar en la tienda, con
él, como uno de los objetos más interesantes... un alma humana
encerrada en un frasco para los brujos más terribles.
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