Bueno, Michael Curry no siempre es un buen hombre. A veces saca este lado erótico...
Lestat de Lioncourt
El mundo moderno carece de la calidez
de los viejos tiempos. Antes, era todo más sencillo, aunque
innumerablemente más complejo. La calidez del roce de una mano
contra otra, una mirada en un café, unas cuantas palabras
amontonadas en una nota o simplemente la hermosa sensación de la
fragancia de un perfume femenino contra tu ropa se han perdido.
Detalles que se consumen como las velas y la vida misma. El paso del
tiempo deja las cartas amontonadas, amarillas y olvidadas. No hay
seducción ni amor. Todo es demasiado racional, pensado para ser útil
y práctico. El amor no es para nada práctico porque nos ciega,
inclusive dejándonos mudos.
Me había resignado a ser un hombre con
todo en la vida, que sinceramente era feliz, aunque sentía un pesado
vacío. Las mujeres me comprendían y se sentían atraídas por mí,
mucho más que en mis épocas de juventud. Quizás la madurez, los
viejos hábitos o la mirada sincera que proclamaba las atraía.
Desconozco el motivo. Sólo sé que a pesar de todo no encontraba a
la mujer que me hiciera sentir afortunado, vivo y cómplice.
Ella apareció encendiendo en mí un
deseo que no pude sofocar. Era inexplicable. Una mujer tan joven, tan
firme en apariencia y tan frágil cuando descubrías su alma, se
abrió a mí dejándome entrar en su vida. Jamás pensé que pudiese
enamorarme igual que un adolescente, sin embargo, ocurrió.
Desde el primer momento deseé
arrancarle la ropa y arrojarla conmigo al infierno. Su piel lechosa,
tan suave y cálida, tenía un aspecto ligeramente sobrenatural. Su
cabello ondulado y dorado tenía un corte que enmarcaba sus facciones
duras, aunque eróticas. Recuerdo que sus mechones rozaban su
mandíbula, dejando despejado su cuello y su pequeño escote. Tenía
unos senos turgentes, cuyos pezones podían imaginarse bajo la
camisa. Sus largas piernas eran firmes, pisaban con cierto aire
masculino, mientras se movía frente a mí. Mi cuerpo pedía la
cercanía del suyo, mi alma rogaba por fundirme con la suya y mi
mente volaba.
Jamás pensé que podría amar a una
mujer mucho más joven que yo. Ella casi era una niña y yo comenzaba
a quedar atrás. Muchas mujeres me veían irresistible, pero
comenzaba a pensar que eran momentos de debilidad que podían tener
ante cualquier hombre. Si bien, ella me demostró que el amor no
tiene fronteras. Mi amor se lo ganó con tan sólo unas noches de
pasión.
Nunca he dado besos tan apasionados, ni
lamido de ese modo el cuerpo de una mujer. Quería recorrer cada
milímetro de su cuerpo con mi lengua. Arrastraba mis manos por su
cintura como si quisiera abarcar el mundo entero. Mis dedos se
hundían en sus tiernas carnes, sus senos se endurecían y mi boca
buscaba un lugar nuevo donde acomodarse. Fue terrible dejar de sentir
con el tacto de mis manos, debido a mis poderes y los guantes que
usaba para evitarlo. Si bien, ahí estaba yo sintiendo cada una de
sus curvas a pesar de todo.
Cuando noté mi miembro hundirse en su
vagina, tan húmeda como acogedora, mis pensamientos se suicidaron
abarcando un éxtasis misericordioso. Sus delicadas manos tiraban de
mis cabellos, arañaban mi espalda y me ayudaban a empujar contra
ella. Mis piernas no se cansaban, las suyas me rodeaban y pronto
quedé recostado en el colchón para ver como cabalgaba. Cada
movimiento suyo era delicioso. Sentía un latigazo de placer
recorrerme desde los testículos hasta la nuca.
Quería morder sus pezones hasta que le
dolieran, para luego lamerlos y besarlos con ternura. Hundía mi
rostro bajo el pliegue cálido de sus pechos. Ella rezumaba aroma a
sexo y feminidad. Su vagina me rodeaba y su clítoris rozaba mi sexo.
Toda ella era un ángel cayendo precipitadamente al edén del pecado.
La penetraba sin consideración. Me movía con un ritmo fuerte y
contundente. Ella gemía y yo la acompañaba.
Aquella primera noche sentí que ambos
nos habíamos convertido en un mismo ser. Ya no había marcha atrás.
Estábamos condenados a un ritual carnal lleno de alma, pasión y
necesidad.
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