Armand y Sybelle, Sybelle y Armand... el monstruo con cara de niño del coro y la pianista. Bueno, es una bonita pareja... supongo.
Lestat de Lioncourt
La melodía del piano me había
salvado. Cada tecla pulsada era un latido. Ella rezumaba un éxtasis
casi religioso cuando interpretaba con esa vitalidad cada pieza. Si
bien, había una concreta que llamaba poderosamente su atención. La
pieza que tocaba para sí misma y que logró mantenerme vivo. Quise
morir. Me vi en el cielo, o quizás fantaseé con ello. Ascendí
hacia la locura y caí con la piel quemada, terriblemente
desfigurado, contra un tejado cualquiera.
Me convertí en el ángel que cuidó de
una joven. Maté un villano y aún no sé como lo logré. Dejé que
su sangre fuese mía. Permití que la maldad de su corazón se
mezclara con la oscuridad de mi alma. Engullí su crueldad y la hice
desaparecer. Recuerdo las horas siguientes como una auténtica
tortura. Me costó volver a ser quien era, aceptar los hechos,
encauzar mi vida y regresar junto a ellos. Sybelle y Benjamín. Ellos
serían mi gran fortaleza. Pero fue de ella quien tuve la recompensa
más preciada. El primer te amo.
Benji progresaba cada noche. Por las
mañanas leía con avidez los libros que yo le ofrecía. Después,
cuando regresaba al lado de ambos, conversaba conmigo sobre todo lo
que había leído. Incentivaba sus sueños de grandeza con una
educación esmerada y un amor puro hacia él. El muchacho
correspondía mis caprichos con una atención típica de un
jovencito. Era dulce, pero su dulzura también tenía inteligencia.
Era brillante. Sin duda alguna era un chico muy inteligente.
Esa noche había pedido encarecidamente
a Benji que fuese al teatro. Deseaba que aprendiera de la buena vida
que podía brindarle. Mi mayor deseo era verlo convertido en un
universitario de éxito. Lo imaginaba con unos años más, refinado y
sin malos modales. Sabía que la obra le interesaría porque tenía
una música soberbia. El muchachito había demostrado buen oído y la
ópera era la mejor forma de obsequiarle con algo sumamente
interesante. Eran las bodas de Fígaro. Una de las obras cumbres de
la ópera.
Sybelle se encontraba en el salón. Sus
pies estaban descalzos y su aspecto era algo desaliñado. Había
estado tocando durante horas. Descuidaba a ratos su alimentación,
pues deseaba que su alma se liberara con cada nota. La terrible
historia que ocultaba tras sus dulces labios era difícil de
asimilar. Ella sonreía, sobre todo me sonreía, como si la bondad
jamás se hubiese marchado de su vida.
El salón se hallaba en penumbra. Tan
sólo la liviana luz de algunas lámparas iluminaban ciertos puntos
de la sala. Su cabello dorado caía sobre su espalda encorvada, y el
brillo de este era más intenso que el de las propias bombillas. Sus
dedos hábiles tocaban un piano de cola negro. Había pedido que le
llevaran el mejor. No escatimaba en gastos porque quería que ambos
fuesen felices a mi lado. El suelo de mármol blanco se extendía en
todas las direcciones, pero bajo el piano había una alfombra persa
que me había regalado Lestat hacía algún tiempo. Tenía pocos
muebles, quizás demasiado pocos, pero ella era un tesoro
incalculable y parecía llenar toda la sala con su música.
Me aproximé a ella completamente
hechizado. Era un ángel posándose en el mundo. Me ofrecía su
bondad y el calor de sus mejillas. Parecía completamente
ensimismada, como si ni siquiera supiera que estaba allí. Acabé
tomando asiento a su lado, observando sus largos dedos, mientras ella
presionaba con fuerza cada tecla. Tenía una energía que provocaba
que la amara de forma indecente. Su escaso escote mostraba sus senos
que se movían en cada movimiento, la falda de su vestido a penas
cubría sus muslos y la delicada cintura parecía clamar por ser
rodeada.
Acabé colocando una de mis frías
manos sobre su muslo derecho. Su piel cálida, casi ardiente, me
provocaba. Mis dedos se movieron rápidos bajo su falda y palpó
ligeramente la tela de su ropa interior. Ella no dejaba de tocar.
Estaba concentrada en aquella melodía, sin embargo sus mejillas se
colorearon. Aquel ligero rubor le daba a su piel de leche un toque
encantador. Incliné mi cuerpo hacia ella y besé sus hombros. Mi
rostro quedó oculto con su largo cabello rubio.
Podía notar la sangre recorriendo de
forma tentadora sus venas. Sus ojos cerrados, como los de un santo
rezando ante un altar, poseían unas largas pestañas doradas que me
enloquecían. Su boca se abrió sutilmente cuando mis dedos
acariciaron el borde de su ropa interior, echándola a un lado,
mientras ella seguía movimiento sus manos. La respiración se
agitaba, sus dedos temblaban a pesar de la destreza que tenían y
finalmente acabó gimiendo mientras cortaba su interpretación.
Abrió los ojos, me tomó del rostro y
me miró sofocada. Ardía en deseos de sentirme dentro de ella. Había
deseado tanto como yo hacerlo. Sentirnos de forma íntima y
reconfortante. Así que de inmediato me tomó de la muñeca y llevó
mi derecha a sus labios, saboreando sus propios fluidos. Su lengua
húmeda, diestra y rápida acariciaron cada uno de mis dedos, para
luego succionarlos con deseo desenfrenado mientras me miraba a los
ojos.
—Quiero tenerte, amor—dije en tono
quedo.
Ella se incorporó alejándose del
piano.
Tenía un aspecto seductor. Jamás me
había fijado en lo sugestiva que podía ser su mirada. Sus labios
gruesos, tan sensuales, esbozaban una sonrisa pícara y atrevida.
Tenía marcado los pezones bajo su vestido, pues no llevaba
sujetador, y podía prácticamente pellizcarlos desde mi privilegiada
posición al frente del piano. De improvisto se arrancó el vestido
tirándolo al suelo. Después, con un par de rápidos movimientos se
sacó la ropa interior. Quedó ante mí como una Venus surgiendo de
la espuma del mar. Una Venus de pechos voluptuosos, firmes. No tenía
vello alguno en su monte de Venus, ni siquiera una pequeña hilera de
cabellos rubios cerca de sus labios. A sus espaldas, iluminado por el
suave resplandor de una de las lámparas, estaba un pequeño sofá
color camel que podríamos usar en nuestro ritual de amantes. No, no
podía permanecer allí sentado sin más. Me estaba desquiciando el
contemplarla de ese modo.
—Y yo quiero amarte y entregarme a
ti—respondió.
Su mirada mostraba cierto candor, pero
sobre todo deseo. Ella me deseaba y yo la necesitaba. Me aproximé a
ella ansioso por besar sus labios. Al tocarlos con los míos noté
que todo mi cuerpo se envenenaba con su aliento. Ella comenzó a
desnudarme. Primero me despojó de mi camisa blanca de algodón, y,
después hizo lo mismo al bajar mis pantalones del mismo color y
tejido. Poco a poco me dejó desnudo. Sus manos me tocaban como si
fuera un magnífico piano.
—Tócame el alma, Sybelle—susurré
ensimismado por su belleza.
Su mano derecha agarró mi duro miembro
y comenzó a masturbarme. De inmediato la abracé jadeando. Creía
que me caería y sentirla me daba fuerzas. Sus dedos presionaban con
delicadeza mi glande, seduciendo cada milímetro de mi sexo. El
escaso vello que coronaba mi sexo era suave, aunque grueso, y ella lo
acariciaba sutilmente con la zurda. Ambas manos estaban en aquella
zona tan tentadora y delicada. Mis labios se abrieron ligeramente
para emitir un pequeño gemido.
Me sentía parte de un mecanismo
perfectamente engrasado. Como si ambos fuésemos parte de un reloj.
Ella se movía al mismo son que el mío. Parecía que bailábamos.
Sin embargo, acabó arrodillándose ante mí como si yo fuese el
mismísimo Mesías, pasó su lengua por sus labios humedeciéndolos y
decidió abrirlos para darme paso. Hacía mucho tiempo que una mujer
no me dedicaba esas caricias.
Su lengua recorría el inicio de mi
miembro que apuntaba como una flecha. Pronto sentí la presión de
sus labios, la humedad de su boca y el calor que yacía en cada
rincón de ésta. Mis manos fueron directamente a sus cabellos,
recogiéndolos en una coleta, mientras mis caderas hacían lo posible
por llevar un ritmo suave que nos excitara a ambos.
Tenía una mirada suplicante. Rogaba
por mis caricias y atenciones. Mis palabras eran murmullos de placer,
jadeos poco elocuentes, mientras que sus manos parecían saber tocar
cada milímetro de mi piel con una maestría increíble. Achiqué mis
ojos echando mi cabeza hacia atrás. Mi frente comenzaba a estar
perlada de sudor sanguinolento. Ella acariciaba tentada cada gota de
sudor que ya aparecía en algunas zonas de mi figura. En mi
imaginación podía oír la Appassionata mezclado con el aroma de su
perfume, tan suave como su tacto.
Gemí agarrándome a su nuca, justo
antes que ella dejara de lamer y succionar. Sus manos fueron a sus
senos juntándolos para dejar mi miembro entre ellos. Y yo, como si
un demonio hubiese tomado posesión de mi cuerpo, comencé a mover mi
cadera salvajemente.
—¡Sí, sí!—exclamó Sybelle,
jadeando de gozo. Pues, ella gozaba al verme tan entregado.
Sin darle tiempo a reaccionar la arrojé
contra el suelo, dejándola a escasos centímetros del sofá, para
abrir sus muslos y penetrarla. Ella gimió y gritó. El grito fue por
la sorpresa y el dolor, pero el gemido fue de satisfacción al
sentirse completa. Sus ojos me observaban completamente abiertos, su
cabeza se inclinaba hacia atrás y me dejaba al descubierto su
cuello. Sudaba. Ambos lo hacíamos. Ella aún era humana. Su calor
era delicioso. El aroma de la sangre rezumando en sus venas, colmando
su corazón, me enloquecía. Quería beber de ella del mismo modo que
sentía la humedad de su vagina. Sus piernas me rodearon y sus manos
se colocaron en mis nalgas. Ella intentaba por todos los medios que
cada penetración fuese profunda. El sonido de mis testículos contra
ella era un murmullo delicioso que quedaba opacado por sus numerosos
gemidos.
Alcé mi rostro y bajé este de nuevo
sobre sus pezones. Acabé perforando su pezón derecho, tan duro y
grande que me enloquecía, para beber de ella como si fuera un niño.
Mi cabello pelirrojo cubría mis facciones, las cuales eran de un
hombre encendido por el placer. Ella movía de forma contraria sus
caderas, sus dedos presionaban con fuerza mis redondeados glúteos y
su boca profería salmos de lujuria.
Al fin terminamos. Ella gimió mientras
sentía como sus fluidos surgían, manchando mi vello púbico,
mientras mi simiente quedaba en su interior bañándola. No salí
como ella podía esperar. Me quedé allí dentro declarando mío su
interior, su delicioso monte de venus y su alma.
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