Daniel Molloy, ese periodista, aparece de nuevo para reportar su locura. No es locura, según vemos, es más bien una desesperación abrumadora. Pobre Daniel.
Lestat de Lioncourt
Contemplaba los tejados de las pequeñas
viviendas. Muchas de ellas parecían estar con la luz encendida desde
el principio de los tiempos. Los árboles parecían no sucumbir al
viento. Las calles parecían abandonadas, pero estaban pulcras. No se
escuchaba ni un insecto en aquella ciudad. Nada cambiaba. De vez en
cuando, con una habilidad pasmosa, se adhería una nueva vivienda.
Las casas eran demasiado perfectas, el césped recién cortado y no
muy lejos se derramaba la silueta oscura de la ciudad. Cada detalle,
como los pequeños comercios, era algo siniestro. Todo estaba en su
lugar, pero no había ruido. Tal vez, no había ruido porque aquella
ciudad era una maqueta minúscula, con miles de detalles que se
habían elaborado con paciencia y esfuerzo.
Daniel ni siquiera pestañeaba. Pintaba
con cuidado una de las últimas farolas que pronto iluminarían,
ligeramente, una de las zonas más transitadas. El semáforo que
había logrado terminar hacia unas horas ya funcionaba con un pequeño
cableado. No sólo hacía maquetas exactas, sino que además lograba
añadirle cierto encanto con luces y pequeños sonidos. Por supuesto,
aún quedaban semanas para decir que aquel gigantesco trabajo, tan
reducido en unos cuantos metros cuadrados, estaba finalizado.
Hacía más de dos décadas perdía el
hígado en los bares, con los labios húmedos por el whisky más
barato, y sus dedos se movían inquietos sobre el papel. Mucho más
de dos décadas. Ya eran más de tres. Y, sin embargo, nadie le había
extrañado su desaparición. La escasa familia que tenía le daba por
muerto, y, por supuesto, estaban celebrando desde hace tiempo el
descanso de su alma. Los policías corruptos que perseguía con sus
elocuentes preguntas, esas que le llevaron más de una vez a calabozo
o a un callejón oscuro, estuvieron a punto de acabar con él, pero
sobrevivió. Tenía que toparse con ese vampiro, dejarse cautivar por
sus ojos verdes y aceptar todo lo que le decía como cierto. Fue un
iluso. Pero, sin duda alguna, más de uno querría vérselas en esa
emocionante aventura.
Ya se había olvidado del peso de su
fina montura de pasta, del chaleco oscuro que tenía un bolsillo
oculto para los cigarrillos, de sus zapatos desgastados de imitación
a los mocasines italianos y del reloj de pulsera que había heredado
de su padre. Todo lo había olvidado. No quedaba nada de esa silueta
de joven de espíritu soñador, aquejado por la bebida y la mala
suerte. Una pequeña rata escurridiza que se movía por la ciudad
como si fuera un asesino. Olfateaba el aire, buscaba la noticia, pero
sólo tenía desengaños. En esos momentos, frente a la maqueta, todo
le parecía lejano y falso.
Barrios residenciales en miniatura,
gigantescos colosos del hormigón reducido a unos centímetros,
hermosos parques abarrotados de árboles y columpios, una licorería,
varios pequeños supermercados, un centro juvenil, pistas de
baloncesto, una boca de metro y más detalles cotidianos como paradas
de autobús, aparcamientos o un taxi cruzando una avenida cerca de
una iglesia. Una de tantas ciudades que había visto. Después de
haber escrito el libro hizo su propio peregrinaje. Deseó ir a New
Orleans desde San Francisco y tardó semanas. A veces no podía
conducir. En ocasiones, no podía siquiera levantarse de la cama.
Todo lo que había sucedido lo torturaba. Y luego estaba él, el
vampiro que había aparecido en su camino surgiendo de la nada.
Armand.
El ruido de una puerta abriéndose, la
del ascensor, lo sacó de su ensimismamiento. Sus ojos violetas
recorrieron las baldosas que daban a la entrada. Cuando el pomo se
giró, tras un pequeño sonido de llaves, la puerta cedió y vio
entrar a su mayor verdugo. Él estaba allí, como una encantadora
camisa de algodón blanco, y unos pantalones jeans negros. Llevaba
las típicas converses que cualquier muchacho llevaría hoy en día.
Su cabello estaba recién cortado, pero su aspecto era el de siempre.
Parecía un ángel. Ese maldito demonio era un ángel.
Cuando ambos cruzaron la mirada sintió
un escalofrío. Decidió regresar a su labor y él tomó la decisión
de sentarse a observar. No había cambios en su actitud. No quería
hablar con él. Realmente, Daniel, hacía mucho tiempo que no deseaba
saber nada de ningún otro inmortal. Sólo quería olvidar. Deseaba
desterrar sus pesadillas y el griterío que aún existía en su
cabeza.
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