David nos deja una de sus experiencias. Una muy extraña.
Lestat de Lioncourt
El mundo está lleno de misterios que
sobrecogen nuestros corazones y nos hielan la sangre. Nos convertimos
en firmes candidatos para las típicas historias de terror. En
ocasiones ocurren sin siquiera percatarnos hasta que la fría mano
del destino nos atrapa por el cuello, aprieta con fuerza y entierra
sus uñas en nuestra frágil piel mientras nos asfixian. No sirven de
nada las excusas para valientes o cobardes. El destino aguarda con
sus extraños caminos, enrevesados laberintos y complejos acertijos.
Cuando joven escuché muchas historias
sobre espíritus perversos. Sólo era un novicio. Había tenido
contacto con almas en otro plano, muchas de ellas eran momentos
fugaces que ocurrían una y otra vez. Si bien, intentaba ayudarlas a
olvidar el dolor y encontrar un camino cierto. Algunos de mis
compañeros me rogaron que dejara de implicarme. Me pareció
monstruoso ese comentario, pero a la larga me percaté que sólo era
un aviso. Algunas entidades malévolas pueden camuflarse de simples
espectros o almas en pena.
Llegó hasta a mí un libro
polvoriento, ajado por el paso del tiempo, con un forro que parecía
estar hecho de la piel de la vejiga de algún animal. Conocía como
usaban el pellejo de las cabras, y otros animales, para crear
encuadernaciones y pergaminos resistentes. Si bien, no sé como
describir lo indescriptible. El olor a polvo era intenso. Pero
también olía a musgo y ciertas plantas que no llegué dilucidar
cuales serían. Se había conservado maravillosamente a pesar de las
precarias condiciones. Poseía más de tres siglos. Era un libro
extraño escrito en un idioma que se desconocía y que intenté
descifrar usando mi ingenio.
Cierta noche me quedé dormido sobre el
volumen. Soñaba con los bosques donde había sido encontrado. La
biblioteca estaba tan silenciosa que desperté rápidamente al
escuchar unos pasos. Parecían cascos de caballo galopando por algún
monte, pero pronto escuché también unas botas y, después, de la
nada apareció un hombre de aspecto blanquecino, con los ojos
hundidos de color zafiro. Su aspecto era el de un guerrero, pero no
sabía señalar de qué periodo o pueblo. En aquel momento sólo era
un niño asustado. Un simple muchacho de casi veinte años.
Por segundos pensé que aún soñaba,
pero sus manos eran muy reales. Intentaron alcanzar el libro, pero yo
rápidamente tomé este entre mis manos y lo pegué contra mi pecho.
Debía protegerlo. No había notado aún que era tan sólo una mera
presencia. Si bien, al no ver sombra junto a su figura entendí que
no era más que un fantasma. Al menos, eso creía.
—No temas—dije—. ¿Buscas algo
que te perteneció en el pasado?
El ser no habló. Él tan sólo se echó
hacia delante intentando atrapar el libro.
—Puedo ayudarte—susurré en tono
quedo—. ¿Entiendes mi idioma?
Estaba asustado, pero a la vez
extrañamente excitado. Pocas veces tenía la oportunidad de ver un
fenómeno así tan claro. La imagen era nítida, el olor a fango y
sangre era penetrante, y podía ver ciertos detalles en su imagen que
me hacía sentirlo extrañamente real. Pero aún más asustado quedé
cuando logró quitarme el libro, recitó unas palabras en un extraño
idioma y la biblioteca comenzó a temblar.
Cientos de libros salieron despedidos
de sus estanterías, estas caían hacia delante como si fueran fichas
de dominó, el cuadro del director se deslizó de la pared y quedó
destrozado. Las luces tintineaban. Algunas bombillas explotaron. Me
sentí confuso y asustado. No sabía que hacer. La voz no me salía.
Entonces esa cosa me atrapó, tiró de mí y abandonamos ese plano
para caer en un mundo mucho más primitivo del que yo creía.
Muchos hombres morían, algunos eran
torturados, el ritual se iniciaba con muchachos jóvenes que eran
sacrificados. Había olor a fango, musgo, pino y sangre. Las lluvias
habían convertido los caminos en un lodazal. Todos caminaban con
cierto ritmo. Había a lo lejos un par de caballos. Los muchachos
lloraban. Yo lloraba. Todo era extraño. Aquello era el infierno.
Quería regresar a mi biblioteca. Debí permitir que el espectro se
llevara lo que quisiera sin oponer resistencia u ofrecer mi ayuda.
En cierto momento logré deshacerme de
su agarre y caí de espaldas. Cuando me incorporé estaba de nuevo en
la biblioteca. Mis zapatos estaban manchados de barro. Aún podía
oler a los caballos y sentir esas toscas manos. No me lo había
inventado. El libro no estaba.
Expliqué con todo detalle a mis
compañeros sobre lo ocurrido. Sobre todo porque la biblioteca
parecía destrozada. Durante muchas noches escuché el relinchar de
los caballos, el alarido de las víctimas siendo despellejadas. Ya
sabía que era la piel de ese libro: piel humana. El pueblo que lo
custodiaba jamás tuvo nombre para mí. Quizás eran nómadas. Puede
que ni siquiera tuviesen importancia para el mundo en general. Pero
aprendí que hay que saber cuando ayudar y cuando ser sólo un mero
observador.
Durante años me limité a observar. Me
fui a las selvas para encontrar ruinas perdidas y dioses paganos. Me
hice sacerdote del candomblé. Quería comprender a las almas
torturadas. Me impuse una fe que me condujo a aventuras extrañas.
Sufrí malaria y dengue. Padecí ciertos infortunios, varios
accidentes de coche y también con armas. Sobreviví. Sin embargo, en
ocasiones recordaba esas gigantescas manos. La obsesión seguía.
¿Qué ponía ese libro? ¿Fue sólo una visión? ¿Era real? ¿Pudo
ser trasladado de plano? ¿Era el pasado u otro mundo paralelo al
nuestro? No lo sé. Aún eso me intriga. Pero sobre todo me inquieta
el no saber que había en aquellas frases y la piel humana de su
cobertura.
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