Marius se declara terco para amar. ¡Al fin! Reconocer el problema es el primer paso. Por favor, pasa a mi diván querido maestro.
Lestat de Lioncourt
Puedo recordar cada trazo de tu cuerpo
con los ojos cerrados. Imagino tu figura echada sobre mi cama, con
aquellas alas negras invisibles, rezando por la salvación de tu
alma. Parecías tan confuso las primeras noches, trémulo y callado.
Después, el huracán se desató convirtiendo en tormenta todo lo que
hacías. Te transformaste en un joven lleno de misterios, lujuria y
pasión. Era imposible retenerte unas horas, conteniendo así tus
impulsos juveniles de encontrarte a ti mismo, pero siempre regresabas
a mí buscando mis brazos. Yo te consolaba, protegía y ofrecía mis
conocimientos.
Creía saber todo. Decía conocer el
mundo, al ser humano, el arte y los caminos que recorrerían cada
senda que aparecía frente a ti. Me engañaba a mí mismo. Eran
mentiras sucias, trágicas y grotescas. No quería ver más allá. No
hice caso a mis instintos. Tampoco te amé de la forma correcta. Debí
protegerte y ponerte más atención. Cuando creí que morías, en
aquel lecho lleno de sudor y lágrimas, pensé que yo moría contigo.
Me di cuenta de lo importante que era para mí tu vida.
Acepto mis errores. Estoy cubierto de
ellos. Son diversos y terribles. He visto tus lágrimas
desconsoladas, he sabido de ti por otros, y no he ido a consolar tus
pesadillas. Nunca fui a buscarte, ni a desear que creyeras de forma
más firme que yo estaba vivo. Fui el peor de los padres y los
amantes. No supe afrontar mis pecados y los quise endulzar con
mayores derrotas. Jamás debí convertir por amor a tus pupilos, pues
ellos te aman y te dan consuelo, pero quien debería hacerlo soy yo.
Yo soy quien debería abrir mis brazos y decirte que te amo.
He decidido emprender una búsqueda
cierta de mis sentimientos, caminando por mi propio monte Calvario,
llevando conmigo a cuesta las perversas equivocaciones. Sé que ya no
soy un santo, ni un bendito y tampoco un profeta. Jamás debí creer
que tenía en mis manos la verdad. Permití durante mucho tiempo que
mi tozudez me dejara ciego.
En estos momentos, mientras yaces
frente a mí, me pregunto si debo tocarte. Te has convertido en un
retrato cruel al cual contemplar cada noche. Una piel lechosa, casi
marmórea, con el cabello rizado y rojizo cayendo sobre tus hombros.
Puedo ver cada músculo marcado, tu cintura estrecha y tu espalda
pequeña, así como tus redondeadas nalgas y tus suculentos muslos
como una composición perfecta de lo que sería un ángel. Mis manos
están manchadas del hollín del pecado, el mismo que tanto te
debilita y a la vez fortalece, y que sé que quedará impregnado en
tu alma si te toco. Mis labios es veneno frío. Así que ni siquiera
deseo besarte, aunque ardo por dentro queriendo arrebatarte el juicio
con cada roce de mi boca. Había olvidado que era el amor. Pensé que
podía prescindir de él porque me debilitaba, pero tú me has
mostrado que es falso. Aún así hago que crezca el muro entre ambos
y pretendo que tú lo derribes.
¿Derribarás ese muro? Dime, Amadeo.
Porque tú para mí serás siempre Amadeo. Mi Amadeo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario