Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

domingo, 2 de noviembre de 2014

El cazador y la presa

Enamorarse de la libertad y el poder que oculta el Don Oscuro es imposible. La noche se abre ante ti como un jardín lleno de flores salvajes y misteriosas. La fragancia de la vida se desliza entre tus dedos, acariciá tus sentidos y te impacta provocando que ames todo lo que ves. Incluso puedes enamorarte perdidamente de algo simple, sin importancia, pues antes no viste sus maravillosos detalles. La complejidad del mundo sólo se puede saborear cuando la sangre acaricia tu garganta, colorea tus mejillas y te da una fuerza única.

Era la tercera noche que salíamos a cazar juntos. Me había sentido solo y desdichado desde que Magnus me convirtió y se arrojó a las llamas. Desconozco si habló finalmente con Lucifer, pero sí comprendí lo doloroso que es saberse perdido en un mundo de gemas de brillos seductores. Mi madre había comprendido al fin que era libre, eterna y poderosa. Podía hacer todo aquello que jamás pensó. Decidió ser un hombre para el resto de seres que la contemplaban. Quería la libertad que los varones poseíamos. Así que tomó alguna de mis prendas, las adaptó a su figura y huyó.

Me había dado esquinazo en una de las calles más céntricas de París. Sus pasos se perdieron cerca de una taberna. Supuse que había encontrado encantador beber sin ser vista, imitar la vida y reír a carcajadas codeándose de la calaña más vulgar. Era un antro pequeño, con pequeñas ventanas enrejadas que dejaban ver escasamente el ambiente del interior. Dentro se escuchaba un gran estruendo de carcajadas, brindis, peleas y el típico murmullo de aquellos que desean arriesgarse a desvelar secretos. Deseaba aguardarla fuera, esperando que saliese satisfecha de alguna pequeña escaramuza, cuando la vi acompañada de un joven.

Era un muchacho esbelto, de ojos ambarinos y piel lechosa. Sus labios eran carnosos y rosados. Tenía una nariz perfecta para su rostro ligeramente aniñado. Su profunda mirada, su voz ligeramente dulce y su caro atuendo me hablaban de un joven rico, quizás un burgués, que había venido a París a estudiar o quizás a deshacerse de sus responsabilidades. Estaba agarrado a ella pasando su brazo derecho por la cintura, pegándola bien a él como haría un amante, y eso me provocó cierta ira. Si bien, cuando realmente estallé, fue cuando él se inclinó para besar hondamente sus labios. La arrinconó contra la deteriorada fachada de la taberna, acarició su mentón y dejó que su lengua se enredase en la suya.

Mi madre se aferraba a él tirando de su chaqueta, abriendo ligeramente sus piernas, para ofrecerle cierta invitación a proseguir con ese ritual de pasión y alcohol. Él parecía desinhibido, perdido y ligeramente satisfecho. La mano diestra de mi madre estaba en su pecho, pero pronto la deslizó hasta su bragueta. Cuando sus delicados y finos dedos presionaron su sexo, el cual seguía envuelto en sus pantalones, mientras lo miraba de una forma que me hacía arder por la ira.

Me acerqué a ambos rápidamente. Aparté al joven tomándolo del cuello y, en un abrir y cerrar de ojos, lo maté frente a ella. Después, como si fuera un despojo, lo eché a un callejón cercano. Ella ni siquiera se inmutó, pues tan sólo se llevó uno de sus cortos mechones tras una de sus orejas y echó a caminar. La seguí deseando echarme a gritar, pero preferí agarrarla del brazo empujándola hacia una estrecha calle cercana. Allí, en un portal minúsculo, la acorralé mirándola terriblemente confundido.

—¿Se puede saber qué hacías?—pregunté.

—Tú dijiste que era libre de hacer lo que quisiera—respondió serena—. Tomé tus palabras y decidí ser libre.

—No eres libre porque me perteneces—dije en un acceso de ira. Mi boca se llenó de improperios que no salieron, muriéndose en la punta de mi lengua, mientras esperaba que me pidiera disculpas por su actitud.

—¿Estás esperando a que lo lamente? Yo no soy de nadie, Lestat. Además, te recuerdo que soy tu madre. Eres tú quien me pertenece—expresó con elocuencia y un ligero toque cínico en el timbre de su voz—. Aunque ya no me considero así. Me he liberado de esa carga. Si deseo conocer a hombres jóvenes, sentirlos entre mis piernas y disfrutar de todo lo que me de este nuevo mundo, lo haré—sus ojos eran dos cielos grisáceos a punto de entrar en tormenta. Estaba molestándose, pero su rostro parecía aún sereno. Si bien, acabó arrugando la nariz y yo únicamente tomé medidas. La agarré de los hombros pegándola contra el portón y la miré envuelto en furia.

—Eres mía. Yo te hice y me perteneces. Eres ahora mi compañera, mi amante, mi hija y por supuesto parte de mí—dije esperando que me escuchara, pero eso era haber pedido un milagro.

—Hablas igual que tu padre. Sólo queda que te quedes ciego, monsieur—susurró empujándome, pero no logró moverme.

En ese momento se sintió realmente acorralada. Vi su expresión de sorpresa en sus ojos, labios y mejillas. Se había sonrojado ligeramente al sentirme cerca suya de forma tan terca.

—Te lo advertí, madre—susurré apartando mis manos de sus hombros, para luego pasar mis uñas filosas por su chaqueta.

Era una hermosa chaqueta de terciopelo negro con unos botones dorados encantadores. Me había costado una gran suma de dinero, pero había merecido la pena. Si bien, no me importó romperla. Del mismo modo que rasgué la camisa de chorreras, le arranqué el pañuelo de su cuello y le destrocé las vendas que ocultaban sus senos. Eran unos senos medianos, pero aún ligeramente turgentes. Ser madre no había desmerecido el tacto suave de su piel, ni sus delicados y gruesos pezones rosados, así como el aroma que rezumaba su canalillo.

De inmediato quiso abofetearme, pero lo único que logró es que agarrara su muñeca y la doblegara. Hice que se girara sobre sí misma. Sus cabellos se agitaron y brillaron bajo la tenue luz del farolillo de aquella entrada. Mi mano derecha bajó por su vientre y la zurda seguía oprimiendo su muñeca.

—¿Qué demonios crees que haces?—siseó.

—Demostrarte que eres mía—dije aproximándome a su oído derecho.

Las uñas de mi diestra erizaron el vello de su nuca al acariciar su vientre, acercándome peligrosamente al borde de su pantalón, pues sabía que no me detendría y que en esos momentos era mi presa. Había caído en manos del Matalobos. No era el muchachito que ella había educado bajo sus faldas y con todo el egoísmo del mundo. No. Yo era un hombre, un cazador, y ella mi víctima favorita.

Sin remordimientos introduje mi mano dentro del pantalón y acaricié su clítoris. No pude contener una honda carcajada al notar que se humedecía. Aquel rubor no era más que una excitación ligeramente común. Estaba mostrándome ante ella como un hombre que sabía cuales eran sus deseos, que se sentía dueño de ella y se lo aclaraba con una dulce violencia que no la dañaba en absoluto. Sólo le decía la verdad. Susurraba su nombre cerca de su cuello mientras apartaba el cabello y le decía que era mía. Mi dedo índice y corazón acariciaban con destreza aquel músculo que se hinchaba y endurecía. Su sexo se humedecía y sus piernas se abrían. Ella podía notar mi erección pegada a sus redondas y prietas nalgas.

—Ahora sabrás quien es tu hijo, madre—susurré sacando la mano para llevársela a su boca. Ella no dudó en lamer los dedos mientras movía sutilmente sus caderas.

Bajé sus pantalones del mismo modo que bajé los míos. Mi miembro se sintió cómodo al no estar presionado por aquella ajustada tela. Llevé el glande a su orificio, acariciándolo, para luego deslizarlo deliciosamente por todas sus partes. Podía notar sus fluidos empaparlo. Cada vez estaba más húmeda. Sus jadeos comenzaron a ser un dulce cántico. Si bien, no iba a darle lo que ella deseaba tan rápidamente.

Tomé el pañuelo del suelo y até sus manos, aunque ella podía deshacerse de las ataduras. Quería hacerle entender que no podía tocar ni agarrar. Sus brazos quedaron a su espalda y su cuerpo se tensó del mismo modo que sus pezones se endurecieron. Al girarla de nuevo hacia mí, dejando su rostro frente al mío, la tomé de la nuca besándola con mayor pasión que aquel joven. Ella respondió urgida. Quería mi lengua hundiéndose entre sus labios como una gloriosa espada. Después, sin más rodeos, la arrodillé frente a mí y penetré su boca. Mis movimientos eran bruscos y notaba como el glande chocaba la campanilla de su garganta. Ella podía sentir mis testículos golpeando su barbilla, del mismo modo que yo percibía su frío aliento acariciando los mechones rubios que coronaban mi sexo.

Me miraba absorta, como si no estuviese allí mismo. Parecía una fierecilla que está a punto de ser completamente domesticada. Sobre todo, cuando logré apartarla de nuevo y colocarla otra vez con el rostro contra la puerta. Sus pechos rozaron las vetas de la madera y mi sexo se hundió en ella. Mis estocadas no eran suaves, sino salvajes y rápidas. Ella gemía de placer rogando que no me detuviera. Gritaba mi nombre una y otra vez. Yo le decía que la amaba. Mis manos estaban sobre sus caderas, pero acabé rodeándola con mis brazos por debajo de sus axilas. Sus muñecas no dejaron de estar libres en ningún momento.

Su cabello se pegaba a la frente mientras crecía. El sudor sanguinolento perlaba su espalda y empapaba lo poco que quedaba de sus prendas. Sus nalgas golpeaban mi pelvis, mis testículos chocaban contra ella y mi miembro se sentía rodeado gracias los músculos de su sexo. Empecé a gemir y gruñir resoplando. Ella tenía en todo momento los ojos cerrados, la boca abierta y una expresión de abandono total a la lujuria.

Mis brazos quedaron bajo sus pechos, los cuales temblaban como flanes, mientras sus caderas parecían romperse junto a las mías. Estábamos en medio de un éxtasis religioso. Éxtasis que se rompió cuando ella me bañó con sus fluidos alentándome a ofrecerle los míos. Cuando finalmente acabamos, llegando así al final de esa locura, ella se liberó las muñecas y se aferró al llamador en forma de león de la puerta. Un león que nos había observado con sus ojos metálicos y con aquel aro entre sus fauces.

—Desde que te creé eres mía—dije jadeoso.

Ella no dijo nada. Sólo me miró con los ojos entrecerrados y se aferró mejor a la pieza de metal que colgaba de la puerta.


Creo que aquella noche comprendí que amaba de una forma retorcida a mi madre. Y que ella, al fin liberada del todo, se percató que le ocurría lo mismo. Me convertí en Edipo.


Lestat de Lioncourt   

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