Enamorarse de la libertad y el poder
que oculta el Don Oscuro es imposible. La noche se abre ante ti como
un jardín lleno de flores salvajes y misteriosas. La fragancia de la
vida se desliza entre tus dedos, acariciá tus sentidos y te impacta
provocando que ames todo lo que ves. Incluso puedes enamorarte
perdidamente de algo simple, sin importancia, pues antes no viste sus
maravillosos detalles. La complejidad del mundo sólo se puede
saborear cuando la sangre acaricia tu garganta, colorea tus mejillas
y te da una fuerza única.
Era la tercera noche que salíamos a
cazar juntos. Me había sentido solo y desdichado desde que Magnus me
convirtió y se arrojó a las llamas. Desconozco si habló finalmente
con Lucifer, pero sí comprendí lo doloroso que es saberse perdido
en un mundo de gemas de brillos seductores. Mi madre había
comprendido al fin que era libre, eterna y poderosa. Podía hacer
todo aquello que jamás pensó. Decidió ser un hombre para el resto
de seres que la contemplaban. Quería la libertad que los varones
poseíamos. Así que tomó alguna de mis prendas, las adaptó a su
figura y huyó.
Me había dado esquinazo en una de las
calles más céntricas de París. Sus pasos se perdieron cerca de una
taberna. Supuse que había encontrado encantador beber sin ser vista,
imitar la vida y reír a carcajadas codeándose de la calaña más
vulgar. Era un antro pequeño, con pequeñas ventanas enrejadas que
dejaban ver escasamente el ambiente del interior. Dentro se escuchaba
un gran estruendo de carcajadas, brindis, peleas y el típico
murmullo de aquellos que desean arriesgarse a desvelar secretos.
Deseaba aguardarla fuera, esperando que saliese satisfecha de alguna
pequeña escaramuza, cuando la vi acompañada de un joven.
Era un muchacho esbelto, de ojos
ambarinos y piel lechosa. Sus labios eran carnosos y rosados. Tenía
una nariz perfecta para su rostro ligeramente aniñado. Su profunda
mirada, su voz ligeramente dulce y su caro atuendo me hablaban de un
joven rico, quizás un burgués, que había venido a París a
estudiar o quizás a deshacerse de sus responsabilidades. Estaba
agarrado a ella pasando su brazo derecho por la cintura, pegándola
bien a él como haría un amante, y eso me provocó cierta ira. Si
bien, cuando realmente estallé, fue cuando él se inclinó para
besar hondamente sus labios. La arrinconó contra la deteriorada
fachada de la taberna, acarició su mentón y dejó que su lengua se
enredase en la suya.
Mi madre se aferraba a él tirando de
su chaqueta, abriendo ligeramente sus piernas, para ofrecerle cierta
invitación a proseguir con ese ritual de pasión y alcohol. Él
parecía desinhibido, perdido y ligeramente satisfecho. La mano
diestra de mi madre estaba en su pecho, pero pronto la deslizó hasta
su bragueta. Cuando sus delicados y finos dedos presionaron su sexo,
el cual seguía envuelto en sus pantalones, mientras lo miraba de una
forma que me hacía arder por la ira.
Me acerqué a ambos rápidamente.
Aparté al joven tomándolo del cuello y, en un abrir y cerrar de
ojos, lo maté frente a ella. Después, como si fuera un despojo, lo
eché a un callejón cercano. Ella ni siquiera se inmutó, pues tan
sólo se llevó uno de sus cortos mechones tras una de sus orejas y
echó a caminar. La seguí deseando echarme a gritar, pero preferí
agarrarla del brazo empujándola hacia una estrecha calle cercana.
Allí, en un portal minúsculo, la acorralé mirándola terriblemente
confundido.
—¿Se puede saber qué
hacías?—pregunté.
—Tú dijiste que era libre de hacer
lo que quisiera—respondió serena—. Tomé tus palabras y decidí
ser libre.
—No eres libre porque me
perteneces—dije en un acceso de ira. Mi boca se llenó de
improperios que no salieron, muriéndose en la punta de mi lengua,
mientras esperaba que me pidiera disculpas por su actitud.
—¿Estás esperando a que lo lamente?
Yo no soy de nadie, Lestat. Además, te recuerdo que soy tu madre.
Eres tú quien me pertenece—expresó con elocuencia y un ligero
toque cínico en el timbre de su voz—. Aunque ya no me considero
así. Me he liberado de esa carga. Si deseo conocer a hombres
jóvenes, sentirlos entre mis piernas y disfrutar de todo lo que me
de este nuevo mundo, lo haré—sus ojos eran dos cielos grisáceos a
punto de entrar en tormenta. Estaba molestándose, pero su rostro
parecía aún sereno. Si bien, acabó arrugando la nariz y yo
únicamente tomé medidas. La agarré de los hombros pegándola
contra el portón y la miré envuelto en furia.
—Eres mía. Yo te hice y me
perteneces. Eres ahora mi compañera, mi amante, mi hija y por
supuesto parte de mí—dije esperando que me escuchara, pero eso era
haber pedido un milagro.
—Hablas igual que tu padre. Sólo
queda que te quedes ciego, monsieur—susurró empujándome, pero no
logró moverme.
En ese momento se sintió realmente
acorralada. Vi su expresión de sorpresa en sus ojos, labios y
mejillas. Se había sonrojado ligeramente al sentirme cerca suya de
forma tan terca.
—Te lo advertí, madre—susurré
apartando mis manos de sus hombros, para luego pasar mis uñas
filosas por su chaqueta.
Era una hermosa chaqueta de terciopelo
negro con unos botones dorados encantadores. Me había costado una
gran suma de dinero, pero había merecido la pena. Si bien, no me
importó romperla. Del mismo modo que rasgué la camisa de chorreras,
le arranqué el pañuelo de su cuello y le destrocé las vendas que
ocultaban sus senos. Eran unos senos medianos, pero aún ligeramente
turgentes. Ser madre no había desmerecido el tacto suave de su piel,
ni sus delicados y gruesos pezones rosados, así como el aroma que
rezumaba su canalillo.
De inmediato quiso abofetearme, pero lo
único que logró es que agarrara su muñeca y la doblegara. Hice que
se girara sobre sí misma. Sus cabellos se agitaron y brillaron bajo
la tenue luz del farolillo de aquella entrada. Mi mano derecha bajó
por su vientre y la zurda seguía oprimiendo su muñeca.
—¿Qué demonios crees que
haces?—siseó.
—Demostrarte que eres mía—dije
aproximándome a su oído derecho.
Las uñas de mi diestra erizaron el
vello de su nuca al acariciar su vientre, acercándome peligrosamente
al borde de su pantalón, pues sabía que no me detendría y que en
esos momentos era mi presa. Había caído en manos del Matalobos. No
era el muchachito que ella había educado bajo sus faldas y con todo
el egoísmo del mundo. No. Yo era un hombre, un cazador, y ella mi
víctima favorita.
Sin remordimientos introduje mi mano
dentro del pantalón y acaricié su clítoris. No pude contener una
honda carcajada al notar que se humedecía. Aquel rubor no era más
que una excitación ligeramente común. Estaba mostrándome ante ella
como un hombre que sabía cuales eran sus deseos, que se sentía
dueño de ella y se lo aclaraba con una dulce violencia que no la
dañaba en absoluto. Sólo le decía la verdad. Susurraba su nombre
cerca de su cuello mientras apartaba el cabello y le decía que era
mía. Mi dedo índice y corazón acariciaban con destreza aquel
músculo que se hinchaba y endurecía. Su sexo se humedecía y sus
piernas se abrían. Ella podía notar mi erección pegada a sus
redondas y prietas nalgas.
—Ahora sabrás quien es tu hijo,
madre—susurré sacando la mano para llevársela a su boca. Ella no
dudó en lamer los dedos mientras movía sutilmente sus caderas.
Bajé sus pantalones del mismo modo que
bajé los míos. Mi miembro se sintió cómodo al no estar presionado
por aquella ajustada tela. Llevé el glande a su orificio,
acariciándolo, para luego deslizarlo deliciosamente por todas sus
partes. Podía notar sus fluidos empaparlo. Cada vez estaba más
húmeda. Sus jadeos comenzaron a ser un dulce cántico. Si bien, no
iba a darle lo que ella deseaba tan rápidamente.
Tomé el pañuelo del suelo y até sus
manos, aunque ella podía deshacerse de las ataduras. Quería hacerle
entender que no podía tocar ni agarrar. Sus brazos quedaron a su
espalda y su cuerpo se tensó del mismo modo que sus pezones se
endurecieron. Al girarla de nuevo hacia mí, dejando su rostro frente
al mío, la tomé de la nuca besándola con mayor pasión que aquel
joven. Ella respondió urgida. Quería mi lengua hundiéndose entre
sus labios como una gloriosa espada. Después, sin más rodeos, la
arrodillé frente a mí y penetré su boca. Mis movimientos eran
bruscos y notaba como el glande chocaba la campanilla de su garganta.
Ella podía sentir mis testículos golpeando su barbilla, del mismo
modo que yo percibía su frío aliento acariciando los mechones
rubios que coronaban mi sexo.
Me miraba absorta, como si no estuviese
allí mismo. Parecía una fierecilla que está a punto de ser
completamente domesticada. Sobre todo, cuando logré apartarla de
nuevo y colocarla otra vez con el rostro contra la puerta. Sus pechos
rozaron las vetas de la madera y mi sexo se hundió en ella. Mis
estocadas no eran suaves, sino salvajes y rápidas. Ella gemía de
placer rogando que no me detuviera. Gritaba mi nombre una y otra vez.
Yo le decía que la amaba. Mis manos estaban sobre sus caderas, pero
acabé rodeándola con mis brazos por debajo de sus axilas. Sus
muñecas no dejaron de estar libres en ningún momento.
Su cabello se pegaba a la frente
mientras crecía. El sudor sanguinolento perlaba su espalda y
empapaba lo poco que quedaba de sus prendas. Sus nalgas golpeaban mi
pelvis, mis testículos chocaban contra ella y mi miembro se sentía
rodeado gracias los músculos de su sexo. Empecé a gemir y gruñir
resoplando. Ella tenía en todo momento los ojos cerrados, la boca
abierta y una expresión de abandono total a la lujuria.
Mis brazos quedaron bajo sus pechos,
los cuales temblaban como flanes, mientras sus caderas parecían
romperse junto a las mías. Estábamos en medio de un éxtasis
religioso. Éxtasis que se rompió cuando ella me bañó con sus
fluidos alentándome a ofrecerle los míos. Cuando finalmente
acabamos, llegando así al final de esa locura, ella se liberó las
muñecas y se aferró al llamador en forma de león de la puerta. Un
león que nos había observado con sus ojos metálicos y con aquel
aro entre sus fauces.
—Desde que te creé eres mía—dije
jadeoso.
Ella no dijo nada. Sólo me miró con
los ojos entrecerrados y se aferró mejor a la pieza de metal que
colgaba de la puerta.
Creo que aquella noche comprendí que
amaba de una forma retorcida a mi madre. Y que ella, al fin liberada
del todo, se percató que le ocurría lo mismo. Me convertí en
Edipo.
Lestat de Lioncourt
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