Antes que se traumen les recuerdo que Marius es el amo del BDSM. Marius y Pandora derrochando pasión, amigos mío.
Lestat de Lioncourt
Habían pasado unas pocas semanas. Tan
pocas que la vida parecía ser demasiado acelerada. Era como si se
escapara de entre sus dedos, aunque ya no debía temer a la muerte ni
a padecer enfermedad alguna. Nada podría tocarla. El perfume de los
cementerios no se pegaría a su cuerpo y la eternidad esperaba
abriendo sus brazos como una Diosa. Si bien siempre hay un pero y ese
pero era Marius. La vida social de Marius seguía existiendo y
exigiendo que se paseara por la ciudad como si fuese un magnífico
mecenas, un hombre con unas virtudes increíbles y mucho dinero en la
bolsa.
Había escuchado numerosos rumores.
Según él iba a matar vampiros de la Secta de la Serpiente, quienes
consideraba como una plaga. Para Marius, ellos eran peores que ratas
y transmitían una enfermedad que atrofiaba la sensatez de cualquier
otro vampiro. Sin embargo, no eran sólo esos sus quehaceres en la
ciudad. En medio de la noche se encontraba con senadores, filósofos
y hombres de la alta sociedad que lo invitaban a probar los manjares
de los lupanares más lujosos. Él era un mecenas y muchos de ellos
lo tenían en alta consideración.
Era la quinta noche sin aparecer por la
vivienda. El altar que ambos habían ordenado construir estaba
repleto de flores frescas, nuevas velas de cera blanca de abeja
iluminaban todo, y había cierto aroma a mirra que surgía de dos
enormes platos de oro situados a ambos lados de Los Que Deben Ser
Guardados. Él no lo había hecho, tampoco sus sirvientes. Flavius no
era capaz de aparecer por aquella sala, pues los temía. Para él
eran monstruos terribles y silenciosos. No había sido otro que ella.
Pandora estaba allí recitando poemas
mientras colocaba los últimos ornamentos de flores. Akasha miraba al
frente, al igual que Enkil, como si sólo fueran estatuas. Tenían
ropas nuevas, de lino, con unos llamativos bordados de oro y unos
elegantes brazaletes que habían sido limpiados con esmero. Las gemas
de sus anillos brillaban gracias a la luz de las velas que incidían
en ellos. Ambos estaban descalzos aguardando que ella colocara
nuevamente sus sandalias. Los había lavado, como siempre hacía, y
colocado aquellas ropas con cariño y cuidado. Él no estaba
realizando sus ocupaciones, pero ella jamás incumplía con sus
visitas diarias.
Interrumpió en la sala pensando que
tendría que hacer el trabajo de las anteriores noches, pero quedó
fascinado por la belleza y el perfume que flotaba en el aire. Era
como si la naturaleza misma se hubiese adentrado en la lúgubre,
aunque hermosa, sala donde se encontraban ambos tronos. Los frescos
de aquel paradisíaco jardín parecían cobrar vida gracias a las
flores. Las aves, de hermosos plumajes, daban la sensación de
intentar emprender el vuelo.
—Vaya, veo que alguien al menos
recuerda servir a los padres—dijo ella, al percatarse que se había
dignado a aparecer—. ¿Regresaste de tus correrías por Roma?
—Siempre, que tú lo olvidaras no
significa que yo lo hiciera—maldecía el haber estado fuera, pues
únicamente había ganado nuevas excusas para increparlo. Deseaba
doblegarla en ese mismo instante arrancándole la ligera túnica que
cubría su delgado cuerpo—. ¿Mis correrías? Estuve intentando
librar al mundo de esa plaga.
—Oh, sí—movió ligeramente la
cabeza en tono afirmativo y lo encaró con unos terribles ojos
acusadores—. En los burdeles, ¿no es así?—deseaba abofetearle,
empujarlo y huir de su presencia. Estaba terriblemente dolida y
decepcionada. Su vida en común no era como ella esperaba. Nada era
como ella esperaba—. Se que vas a revolcarte con otros Marius. No
me tomes por estúpida.
—No, no es así—mintió—.Y aunque
así fuera, ¿no estoy aquí? Te he venido a buscar, Pandora—frunció
sus cejas y mostró una severa mirada llena de desaprovación—. No
empieces una discusión que no podrás ganar.
—O que tú no podrás soportar—dijo,
nuevamente acomodando las flores junto al trono de Los Padres
ignorando por completo a su creador.
—¿Eso crees?—sonrió escuetamente
intentando dominar la molestia que comenzaba a sentir—. Sabes que
he terminado sumándome al desastre —dijo recorriendo su espalda
con sus ojos claros, casi del color del hielo—. He perseguido a
seres terribles, regreso a casa y me encuentro a mi mujer echándome
las culpas de todo y nada.
—¿Tú mujer? ¡Sí, claro!—exclamó
furiosa mientras continuaba acomodando todo. Los hermosos lírios
parecían querer troncharse en sus finos dedos. Deseaba arrojar el
jarrón a su cabeza, la cual parecía hueca en esos momentos, porque
se sentía engañada—. Supe que estuviste esta noche, y toda la
semana, en un burdel Marius. Tus amigos del senado hablan de tus
hazañas con las esclavas, que las dejas exhaustas—pero lo que más
le dolía eran sus comentarios sobre el delicioso placer que ejercía
sobre los varones. Se sentía tentada a escupir cada una de las
palabras que ella había logrado leer en sus mentes—. Oh... sí.
—Si tanto he disfrutado en el burdel,
¿por qué estoy aquí?— preguntó acercándose a ella conteniendo
la furia—. Dímelo, ¿eso también te lo han contado mis amigos
senadores?
De inmediato se alejó del jarrón
dejando los lirios caer al suelo, pues quería apartarse de él y su
cínica presencia. Al pasar por su lado lo empujó apartándolo de la
puerta de acceso al templo, intentando ignorar sus comentarios.
Marius contuvo su rabia tan sólo unos segundos, pero no se controló
demasiado. Fue tras ella agarrándola del brazo derecho, tirando de
su cuerpo para pegarlo al suyo, y la miró a los ojos. Esos ojos
oscuros que parecían perlas negras en mitad de un océano de espuma
blanca. Eran ojos castaños, casi negros, que derrochaban una vida
que él quería aprisionar entre sus garras. Era el monstruo que la
había condenado, su creador, y merecía un respeto, cierta
pletiesía, como si fuese un Dios.
—No aceptaré tus reclamos esta
vez—murmuró forcejeando con ella—. He venido y aceptarás mi
compañía—ella lo miró con rabia y él le regresó la mirada—.
Aún así, para que te quedes tranquila, te diré que te perdono por
todas tus ofensas.
Rápidamente Pandora llevó su mano a
su cuello tocando con el índice el carmín que aun prevalecía en
éste, se lo mostró y propinó una fuerte bofetada.
—¡Perdonarme? ¡Tú eres quien se va
de burdel en burdel y si yo oso pasar unas horas con Flavius en la
biblioteca leyendo te enfureces!—gritó provocando que algunos de
los esclavos se giraran dejando sus obligaciones. Algunos estaban
limpiando y acomodando la sala cercana, la biblioteca, donde ésta se
dirigía posiblemente a calmar su dolor con algunos poemas de Ovidio.
Flavius estaba allí, sentado, esperando que la discusión no
generara más daños. Hacía tan sólo unos días que había logrado
restaurar parte de una de las salas donde los jarrones habían
volado, el fuego había alcanzado las cortinas de seda y la cama se
había convertido en un montón de cenizas—. ¿Es justo acaso vivir
bajo tus órdenes sin que tú sigas tus reglas? ¡Es justo acaso!—su
voz sonaba firme, dominante, y completamente entregada a la furia que
en ella se avivaba como una poderosa llama. Como pudo se deshizo de
su agarre y entró al fin en la biblioteca. Los sirvientes huyeron,
salvo Flavius que permaneció allí observando a su querida señora.
—¡Pides justicia cuando te regalas a
sus brazos!—gritó furioso sintiendo una ira casi incontrolable.
Señaló al pobre sirviente que tan sólo soltó la pluma y se
incorporó. Su pesada prótesis de mármol, tan perfecta como
dolorosa para un hombre que fue un valiente cazador, sonó sobre el
piso y provocó que lo mirara con mayor rabia. Si bien, enfocó su
mirada nuevamente en Pandora para gritar sus convicciones. En ese
momento Flavius alcanzó la puerta. Deseaba huir antes de ser
destruido. Sabía que debía preparar un carruaje en caso que su
señora quisiera huir, aunque fuese unos días, del hogar que
compartían— ¡Eres mía! ¡Yo te creé! ¡Me perteneces!—dijo
golpeando la puerta al cerrarla tras de sí— ¡Me perteneces y no
deberías alzarme la voz! ¡Cómo te atreves a gritarme y a
golpearme!
—¿Tuya?—gritó furiosa— ¡Ni que
fuera tu esposa, Marius!
—¡Eso me pediste cuando te
creé!—estaba furioso, tanto que la agarró de ambos brazos y la
empujó contra una pared cercana—¡Eres mía desde que te hice mi
compañera! Es un vínculo más sagrado que el de un papel que nunca
cumples. ¿Con cuántos hombres te casaste? ¡Si incluso perdiste la
cuenta! ¡Estoy seguro!—sus colmillos asomaban, sus ojos estaban
cargados de furia—Eres mía...—susurró con rabia— Y si quieres
puedo demostrártelo.
—¿Y a ti qué te importa? —gritó
furiosa empujando a este con el poder de la mente— Soy igual de
fuerte que tú así que no intentes manipularme o dominarme Marius
—dijo con rabia arrugando la nariz y el entrecejo mostrando de
igual forma sus colmillos— no inicies una pelea que no ganarás, no
aquí. ¡No ahora!
—¡Puedo ganarla! ¡De hecho ya la
gané! ¡Soy un hombre y tú sólo una mujer!—dijo elevando aún
más la voz. Se acercó a ella de nuevo con una fuerza superior a la
suya, intentando dominarla. Tenía sus manos aprisionando sus brazos,
prácticamente rompiendo sus huesos, mientras clavaba sus ojos como
dagas en los suyos— ¡Eres mía!—gritó antes de inclinarme
robándole un beso. Al apartar sus labios de ella la soltó y la tomó
del rostro, intentando controlar su ira pues podía hacer arder todos
los libros de la sala si se descontrolaba. Y eso, sin duda, sería un
desastre—. Amor mío, hermosa mía, ¿no ves que no tienes razón?
Evita esta pelea absurda.
—¡Marius!—lo nombró llena de ira
lanzándolo por los aires, haciendo se estampara contra una repisa, y
al verlo tendido se lanzó sobre éste tomándole del cuello,
hundiendo sus uñas, destrozando su traquea con una sola mano
completamente desencajada por la ira— ¡Jamás! pero... ¡Jamás me
subestimes!
Deseó gritar, pero le fue imposible.
Su boca se llenó de sangre. Se incorporó apartándola de un
empellón mientras se recuperaba, mirándola con furia, y provocando
que su ira, la ira que intentaba contener de forma torpe, incendiara
parte de los libros que tanto ella como él acumulaban. El fuego a
sus espaldas se alzaba consumiéndolo todo mientras daba pasos firmes
y terribles hacia ella. La madera crujía cediendo, los libros caían
de la repisa envueltos en llamas y la seda de las cortinas se
consumía con rapidez. El tintero y los documentos de Flavius
empezaban a consumirse, convirtiéndose sólo en un manchurrón negro
que eran engullido por las llamas.
—Debería destruirte, pero te amo
demasiado—susurró con cierto esfuerzo—. ¿Cómo te atreves?
¡Cómo!—gritó furioso lanzándose contra ella.
—Dos podemos jugar el mis juego—dijo
incendiando sus ropas, viéndolo de forma altiva y triunfal,
llamando a los sirvientes para que apagasen el fuego. Ella acabó
saliendo de esa habitación, mientras el revuelo se iniciaba en el
pasillo y los cubos de agua, desde el pozo del jardín, se iban
acumulando—. Diviértete con tu fuego —comentó tomando la capa
de las manos de Flavius, el cual había regresado dispuesto a
llevarla lejos de la vivienda, cubriéndose con ésta bajando a pasos
apresurados la escalera cercana, la que daba acceso al pasillo donde
se hallaba la cuadra.
Él como pudo apagó sus ropas. Si
bien, tenía algunas heridas, aunque leves, y aún sentía en la boca
su propia sangre. Ese sabor metálico que tanto le entusiasmaba
cuando era de sus víctimas, pero que siendo suya le llenaba de
rabia. Se movió rápidamente tras ella, para atraparla empujando a
Flavius lejos de ella.
—¡Te he dicho que eres mía!
—¡Flavius! —gritó corriendo hacia
él— ¿Estás bien? —dijo ayudando a levantarse. Aunque ella no
fue la única. El esclavo era adorado por sus compañeros debido a su
amabilidad y respeto, así como la dulzura que despertaba en todos al
recitar los poemas más hermosos de cientos de poetas griegos y
romanos. Todos lo ayudaban, pero Flavius se sentía herido más allá
del golpe. Sentía un terrible dolor en su pecho al ver de ese modo a
su señora. Quería consolar a la mujer que tanto admiraba, pero
sabía que le arrancarían los brazos si lo hacía. Pandora se volteó
hacia Marius llena de dolor y decepción por sus salvajes actos.
—¡No me mires así!—sus ojos
estaban cegados por la rabia— ¡No te atrevas a juzgarme cuando tú
tienes la culpa!
De inmediato se incorporó propinando
una fuerte bofetada frente a todos. El silencio se hizo presente y
audible unos segundos. Los ojos fieros de Marius eran dos poderosas
bolas gélidas cargadas de rabia, los de Pandora estaban a la par.
—Llévenlo a su habitación—dijo
sin girarse hacia ellos—. Ahora mismo estaré con él—declaró.
Marius se dio la vuelta marchándose de
la habitación. No había dado la pelea por perdida, simplemente se
marchaba para no terminar destrozándola de la forma que él deseaba.
Ella, por el contrario, sí lo había hecho. La molestia ardía aún
en su pecho, pero era mayor la preocupación que sentía por Flavius.
El esclavo se recuperaba de sus heridas, las cuales eran meras
magulladuras, y cuando éste se quedó dormido decidió marcharse a
la cámara de Los Padres a continuar con sus deberes.
ÉL decidió quedarse en el jardín,
contemplando las estrellas en un mar oscuro y terrible. La ira lo
consumía. El olor a pergamino quemado se alzaba por encima de las
flores. La brisa arrastraba cierto frescor a sus heridas, las cuales
ya estaban prácticamente sanadas. Su orgullo había sido herido, tan
profundamente que podía sentir cada marca, y ella lo pagaría.
Intentaba pensar cómo y cuándo.
Pandora lo vio desde la ventana. Él
estaba tan sólo a unos metros contemplando las ramas de los árboles,
disfrutando de la hierba entre sus pies desnudos y permitiendo que la
brisa lo sosegara. Pensó que debía hablar las cosas con seriedad y
calma, sin excesos, pero estaba equivocada. Al llegar a su encuentro
notó que seguía tan furioso como hacía unas horas. Podía
percibirlo.
Marius —dijo entrando en el jardín.
Le habló con seriedad intentando que se percatara que había ido a
terminar con la pelea como dos personas adultas, y no como dos
monstruos.
Él obvió sus palabras. Hizo como si
no la escuchara. Permaneció de pie mirando el horizonte como si eso
fuera lo único que pudiese y debiese hacer. Ella, por el contrario,
respingó enojada por su actitud.
—Bien, entonces me marcho—sentenció.
—No, hermosa mía, quien se marcha
soy yo— dijo con severidad en su voz, pero cierta calma. La calma
que venía tras la tempestad. El ojo del huracán—. Me iré a
recorrer esos burdeles tan magníficos que dices que visito. Dejaré
que otras mujeres me den lo que tú no puedes.
—¿Es una amenaza Marius? —dijo
cruzándose de brazos evidenciando aún más su pronunciado escote, a
la vez que levantaba sus pechos con delicadeza. Deseaba que se
concentrara en ella y finalizar con un encuentro carnal. Quería
olvidar lo que había ocurrido, como si sólo fuera un borrón en su
historia.
—Es una certeza—respondió
girándose para contemplarla—.Vine aquí buscando tu amor, el calor
de tus brazos y la pasión de tus labios, pero decidiste increparme
injustamente. Si bien, yo te perdono.
—Vaya qué generoso eres —dijo
acercándose quedando frente a él. En la mano derecha llevaba una
cuerda, la misma que usaba para poder mover con una polea a los
padres mientras los cambiaba de ropas—. Dime que te vas ahora—se
amordazó con un pañuelo de seda, uno de tantos que él le había
regalado, y entregó la cuerda, clavando la mirada una vez más, para
echar caminar hacia dentro.
Apretó su mandíbula observándola.
Ella sabía encontrar sus debilidades, enterrando su ira en el deseo.
Acarició la tosca cuerda trenzada, la contempló unos segundos y
luego alzó la vista hacia su figura. Sus ojos se pasearon por sus
caderas que se movían insinuantes y sus hermosos brazos desnudos.
Deseaba oprimirla contra él, destrozarla y besar sus labios con la
boca manchada de sucias palabras de amor.
—¿Es una invitación o una
trampa?—preguntó caminando tras ella.
Ella entró a aquel corredor oscuro que
conducía a la cámara de los padres, deshaciéndose por el camino de
sus ropas y joyas. Los brazaletes quedaron en un pequeño pedestal en
la entrada, al igual que sus pendientes, su toga de seda cayó a
pocos pasos de la entrada.
Él podía haberlo recogido para oler
su aroma, un aroma único que le excitaba, pero estaba concentrado en
sus pensamientos. Sus pasos eran tan lentos como precisos. Sabía
bien hasta donde lo conducía. Era el lugar de los padres, donde
descansaban ambos como si fueran hermosas esculturas de mármol. No
se acercó a ella hasta que se deshizo de sus ropas y joyas,
tirándolas a un lado y abandonándolas antes de insinuarse frente a
él. De inmediato se acomodó a su lado acariciando sus brazos y
costados, dejando un suave beso en su hombro derecho, junto antes de
colocarla de rodillas mientras ataba su cuello con la soga. Tiró de
la cuerda provocando que echase hacia atrás su cabeza provocando que
riera bajo. Iba a pagar todo lo que había hecho. Lo haría con
creces. Pandora de inmediato dejó escapar un gemido de sus labios,
y, sumisa se dejó hacer. Los suyos, los labios de Marius, se
arquearon con una sonrisa cargada de sorna, disfrutando de aquella
sumisión. Él, al contrario que ella, permaneció con su túnica y
cama destrozada. Con la zurda tiraba de la cuerda, dejando marcas de
roce y asfixie en su cuello, mientras buscaba con la otra el látigo
que llevaba en su cintura. Antes que ella siquiera pudiese imaginarlo
la aplastó contra el suelo colocando su cuerpo prácticamente
alineado contra la fría superficie de mármol oscuro. Dejó que la
cuerda estuviese menos tirante, pero fue porque deseaba tener cierta
distancia para lo que iba a hacer. Sin pensarlo dos veces comenzó a
azotarla con el látigo. Las siete colas de éste rozaban la suave y
blanca piel de Pandora. Con cada latigazo una marca rosada surgía,
igual que pequeñas gotas carmesí que brotaba de la herida que se
cerraba demasiado rápido para poder contemplarla.
Ella sabía que él disfrutaba de
azotar a otros. Había escuchado cientos de historias sobre sus artes
crueles y vejatorias. Con ella aún no se había osado a cometer
semejante delito. Pero allí estaba, arrojada en el suelo con la
espalda llena de pequeñas lágrimas de sangre. El látigo golpeaba
con furia y ella gemía entre el dolor y el placer. Sus piernas se
abrieron como si le invitara a disfrutar de unas maravillosas vistas,
mucho más hermosas que los Campos Elíseos. Su pubis, con aquel
vello púbico arremolinado y negro, era tentador. Podía notar como
comenzaba a sentir cierto calor entre sus piernas, pero él no cedía.
Golpeaba con fuerza y destreza, justo en los puntos que quería.
Cuando pudo percatarse de la lengua de Marius ya era tarde. Él había
dejado de azotarla, inclinándose sobre ella para pasar su lengua por
el rastro de sangre. Gota a gota se derramaba por su piel de leche y
él la recogía. Aquello la excitó de sobremanera. El olor de la
sangre, la lengua suave y húmeda, las manos firmes agarrándola de
la cadera. Se sentía perdida en un mar de caricias, pero su voz
profunda surgió de la nada susurrando como un espíritu maligno en
el lado izquierdo de su cuello.
—Esto sólo es el principio. Pagarás
caro tu osadía—dijo apoyando su barbilla sobre su hombro—. Mi
orgullo está herido, querida mía, y tendrás que pagar el precio de
tus actos—sentenció apartando hacia un lado sus largos y negros
cabellos—. Aguarda.
Ella pensó que se desnudaría al fin,
pues su túnica y capa estaban chamuscadas, manchadas con cenizas y
sangre. Pero no. Él tan sólo se acercó a uno de los recipientes
que contenían las velas, unos candelabros dorados que surgían como
manos abiertas de las paredes, para sin aviso alguno derramar la cera
derretida sobre su espalda. Ella se sintió extrañamente excitada
notando como su sexo palpitaba. Él no podía dejar de pensar en como
sacar toda esa rabia que tanto mal le causaba.
Agarró la soga y tiró de ella
oprimiendo un poco más su largo cuello. Ella gimió y jadeó. La
rozadura se borró rápidamente, pero verla durante unos segundos lo
excitó. Colocó su pie sobre su espalda, pegándola contra el suelo,
y sonrió perversamente. Miró a su alrededor la cientos de velas que
iluminaban dándole a aquel lugar luz y gloria.
—Veo que te gusta la tortura—dijo
apartándose para ir hacia otro de los recipientes, tomó la vela y
al llegar hasta ella la giró.
Los ojos de Pandora estaban
entreabiertos, como sus labios y sus piernas. Él decidió verter la
cera sobre sus duros pezones de color café. Estos, tan hermosos y
tentadores, destacaban en sus voluptuosos senos. La cera blanca fue
salpicando estos, su vientre y parte de sus muslos. Ella gemía
moviendo insinuante su cadera, pero eso no la ayudó. Muy al
contrario, avivó al monstruo.
Marius apagó la vela y la tiró al
suelo, lejos de ellos, para luego tomar su látigo nuevamente. La
punta, de siete colas, rozó las salpicaduras de cera mientras con su
zurda, la mano que tenía libre, tomó la soga y tiró de ella una
vez más. Cuando se irguió por completo azotó sus muslos con el
látigo y dio directamente en su palpitante clítoris. Ella lo miró
confusa. Quizás no comprendía porque se sentía tan excitada y
sumisa, pero pronto comprendería que fue un error.
Su amante, su compañero, al que amaba
a pesar de todo tenía unas ideas retorcidas para aquella noche. La
miraba con un odio ciego y un libertinaje que hacía tiempo no veía
en un hombre. El amor que solía surgir de su mirada, ese que tanto
la encandilaba, a penas era visible. Él se inclinó y ella esperó
un beso, una caricia o unas simples palabras sugestivas. Sin embargo,
le dio la vuelta e introdujo el mango de su látigo en su interior.
Marius usaría el látigo como un
glorioso juguete. Deseaba dejarla dolida, sumisa y completamente
humillada. Los Que Deben Ser Guardados custodiaban el momento en
silencio. Parecían tan sólo la el hermoso envase vacío de dos
almas. No carecían de vida. Ninguno hacía nada por los chillidos de
Pandora. Ella gritaba ante aquel grueso objeto introducido en su
vagina. No era lo suficientemente ancha para soportar el grueso
mango, el cual se movía con firmeza y cierta cadencia por parte de
su amante.
—¡Marius! ¡No!—dijo deshaciéndose
de las ataduras, para intentar huir—. ¡No!
—¡Cállate, mujer! ¡No te di
derecho alguno a levantar la voz si no es para gemir como las putas
que dices que tanto disfruto!—gritó con un tono de voz que la
asustó.
La voz de Marius era distinta a la
habitual. Parecía haber caído preso de una maldición o de un
poderoso espíritu, el cual se enredaba en sus cuerdas vocales y
echaba raíces en su alma. Envenenado por la ira, el odio y el
orgullo herido no pensaba en algo más que una noche de disciplina
para su mujer, la cual debía obedecerlo como la mejor de las
esclavas.
Ella no desistía en su empeño de
buscar refugio en Akasha, pues sabía que ella quizás podía
interceder. Si bien, Padre y Madre no movían ni un músculo. Eran
dos figuras de piedra con los ojos que parecían gemas perfectas. Sus
pelucas cepilladas, sus magníficas vestiduras y sus manos enjoyadas
les daban una imagen irreal. Parecían ser parte del fresco del muro
tras sus tronos. Marius ejercía una fuerza jamás vista ni usada con
ella. No podía doblegarse. La mano izquierda de su esposo inmortal
atenazaba su cuello, apretando sus cuerdas vocales impidiendo que
pudiese hablar. En el forcejeo habían acabado en la hilera de
alfombras de seda que se dirigían al altar, allí donde los tronos
hacían descansar aquellos dos gigantescos monstruos silenciosos.
—¡Marius!—logró gritar con un
tono lastimero, lleno de dolor.
—¡Cállate, he dicho!—gritó
tirando de la soga para arrastrarla con furia hacia los escasos
peldaños del trono—. Hoy te ofrezco a nuestros Padres Inmortales
en sacrificio. Ellos disfrutarán de tus lágrimas y gritos,
apreciarás mis órdenes y verás que ellos las aprueban. Verán en
ti la sumisión y el respeto que merezco—dijo con rabia
incorporándola mientras seguía moviendo el látigo en su sexo.
Pandora lloraba. Algunas lágrimas
habían surgido bañando sus mejillas. Sentía dolor y desprecio.
Quería huir. Necesitaba ayuda, pero ellos no movían un solo
músculo. Forcejeaba aún, intentaba marcharse, pero él la mordió
en el cuello para drenar parte de su sangre y dejarla sin energías.
Sacó el látigo de su vagina dejándolo a los pies de ambos, húmedo
por sus fluidos, y de inmediato introdujo el dedo índice y anular en
su interior. Movía los dedos de una forma que la hizo gemir, momento
en el cual la soga dejó de apretar. Sus pezones estaban tan duros
que parecían diamantes que lograrían cortar cualquier cristal. Él
la empujaba lentamente para que caminara hacia el trono, en dirección
a Akasha.
Marius quería que la contemplara
completamente hundida en sus deseos. Por eso mismo la arrojó a los
pies de Madre y continuó masturbándola. Hacía aquello con tanta
precisión que ella no podía hilar ya pensamiento alguno. Llegó a
ensancharla tanto que le cabía la mano por completo, cosa que
aprovechó para meterla y estimularla de ese modo. Los largos
cabellos de Pandora caían sobre su espalda, rostro, hombros y pecho
como una cascada de aguas nocturnas.
Finalmente, Marius se detuvo para
quitarse sus destrozadas prendas. Las arrojó a sus pies, al igual
que la arrojaría a ella. Su presa cayó de rodillas, a pocos metros
de la Reina, frente a su miembro duro y desafiante. No había
pensamiento racional en aquella mujer llena de fuerza y entereza,
pues lo único que buscaba era saciar el calor que ardía
sofocándola. Si bien, sus gemidos quedaron ahogados porque él
decidió disfrutar de un oral tan magnífico que ni siquiera las
mujeres, y ocasionalmente hombres, de los burdeles habían logrado
ofrecerle. Ella era una bestia que buscaba recorrer cada pedazo de
piel como si fuera el más delicioso néctar.
Durante varios minutos sólo se
escuchaban los gemidos y jadeos de Marius, así como unos terribles
gruñidos y el golpeteo de sus testículos contra el mentón de
Pandora. Akasha permanecía inmóvil, al igual que Enkil. Ambos
tenían sus ojos al frente, pintados con una delgada línea negra que
acentuaban sus rasgos, y la boca cerrada. No habían mostrado su
beneplácito, pero tampoco su disgusto.
El miembro de Marius tenía gran
tamaño, pero más bien era su grosor el que la ahogaba. Su nariz
golpeaba el vello dorado que coronaba éste, sus testículos se
movían inflamados y golpeaban rítmicamente a la pobre de Pandora.
Ella sólo apretaba sus labios y dejaba que su lengua se convirtiera
en un látigo húmedo, diestro y cálido. Él acabó echando la
cabeza hacia atrás sintiendo como el calor lo consumía. Ambos
estaban perlados en sudor sanguinolento dándoles un aspecto
dantesco.
Cuando se cansó de aquello, y sintió
que era el momento, la apartó subiéndola al regazo de Akasha, como
si fuera una hermosa muñeca, y la penetró mirando a ambas a la
cara. La reina la rodeó con sus poderosos brazos, aunque no la
lastimaba, y él tomó impulso apoyándose en los reposabrazos de la
silla cubierta con pan de oro. Las piernas de Pandora se abrían como
las alas de una mariposa, lo rodeaban como la soga y empezaban a
enrojecerse sus ingles por apretarlo contra ella. Las manos de su
amante acariciaban su torso y pellizcaban sus pezones, una muestra
lejana a la sumisión que él aceptó por el hondo placer que sentía.
Arremetía cada vez con mayor fuerza, provocando que el cuerpo de
ella se moviera sobre el de Akasha. Las prendas de lino blanco que
llevaba la Reina quedaron sucias, prácticamente destrozadas, y las
joyas se clavaban en la espalda Pandora, además de enredarse en sus
largos y sedosos cabellos.
—¡Oh, Lydia!—gritó el verdadero
nombre de su amante, haciendo que ella entrara en una vorágine de
placer.
Pocos eran los que sabían su verdadero
nombre, pues lo había cambiado por su seguridad. Pandora era sólo
un mito, una fachada, pero quien estaba allí aceptando aquel trato
cruel era Lydia. La misma Lydia que le recitó poemas de Ovidio
cuando sólo tenía nueve años y él se deleitaba con su elocuencia.
Esa misma mujer que con su mayoría de edad le proclamaba su amor y
entrega, rogando ser casada con él. Una hembra de vampiro que él
había creado y que en esos momentos obedecía gimiendo para él ante
la absorta mirada de aquellos que habían jurado proteger.
Marius acabó derramándose dentro de
su esposa inmortal, como así se declaró ella cuando el vínculo de
la sangre los unió y separó a la vez, y ella alcanzó la cima del
Monte Elíseos al fin. Pudo ver el paraíso con sus propios ojos, los
saboreó y tentó con sus dedos. Él la besó y Akasha la soltó. Con
cuidado Pandora se giró hacia Madre y bebió un ligero trago de su
cuello. La Reina pudo apartarla, pero esta se lo concedió.
Después de ese momento cómplice ambos
se miraron en silencio durante largos minutos. Él la bajó del trono
y la recostó en la alfombra, a su lado, mientras recorría su cuerpo
con besos y caricias lejanos a la brusquedad y tortura. Notó
entonces que había roto algunas costillas en el forcejeo, las cuales
se reconstruían mientras ella miraba el techo plagado de pinturas.
Las aves parecían trinar, el sol pintado entre las nubes quemaba más
que la cera de la cual aún tenía restos, y los pétalos de flores
eran una fragancia similar al del amor más puro. Los dos quedaron
allí arrojados largo rato, justo antes de cerrar bien las ventanas y
decidir descansar bajo la atenta mirada de Los Que Deben Ser
Guardados.
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