Aún siento el peso de aquella
responsabilidad, los focos calentando mi piel sudorosa, los ojos de
cientos clavados en mi persona que se contoneaba y mis compañeros
mortales ofreciendo un recital cargado de seducción y maestría. Muy
pocos allí me creían. Tan sólo un puñado de mortales podían
entender que era lo que estaba pasando. La mayoría eran vampiros que
querían ver con sus propios ojos lo que yo hacía y jóvenes humanos
seducidos por la idea de un concierto, nada más.
Ella apareció como un ángel y los
destruyó a todos. Era como si el día del Juicio Final hubiese caído
sobre sus cabezas. Cientos de miles ardían ante los ojos impotentes
de sus seres amados. Los humanos corrían asustados, pues necesitaban
un refugio y salir de allí. Miles murieron cerca del aparcamiento,
creyendo que conseguirían llegar a su transporte y otros simplemente
gritaron hasta que les llegó la hora. Acabó con un sueño, un
mensaje y el silencio. Era un milagro, aunque yo lo tachaba de otro
prodigio más terrible.
Louis temblaba tras las bambalinas y al
correr junto a él, esperando que estuviese de una pieza, vi a mi
madre llegar con un transporte formidable. Debíamos huir. Sin
embargo, yo sentía que tenía que hablar con ella. Algo me pedía
que hablase con Akasha.
Nada ni nadie estaba a salvo. El
peligro aumentaba. Ella quería ser considerada una diosa.
Ahora, los pocos supervivientes,
sabemos que no era ella la que tenía tales deseos de grandeza. Había
estado escuchando a un espíritu cruel que dominó su ambición. Ella
quería un mundo mejor, más próspero, y proteger a los futuros
niños de un destino fatídico. Deseaba acabar con la violencia, pero
engendró más violencia y cometió numerosos pecados. Usaron sus
sueños. Violaron su verdad. Destrozaron su alma. No quedó mucho de
ella.
Muchos comprenden el motivo por el cual
ella parecía confusa, negándose siempre a sí misma su derrota
desde el inicio y el dolor persistente en sus ojos que parecían
rogar, o más bien implorar, que la liberáramos de todas las cargas.
Su belleza quedó grabada a fuego en mi alma. No puedo dejar de
pensar en ella como una hermosa estatua de piel canela, ojos
profundamente oscuros y sensuales movimientos. Una mujer mágica que
vino de lejanas tierras de Mesopotamia hacia el valle de Kemet, que
luego sería Egipto, donde las tierras negras eran fértiles y los
sueños podían florecer.
Nadie estaba preparado para comprender.
El peligro era constante. Ella deseaba ser amada como jamás lo fue.
Lestat de Lioncourt
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