Armand recordando como terminó aceptando ciertas creencias. Pobre Armand... o mejor dicho... pobre Santino.
Lestat de Lioncourt
La soledad caía sobre mí hundiendo mi
alma en un mar angosto, casi suicida, lleno de melancolía y sueños
imposibles. Me sumergía en mis amargas lágrimas, pero me aferraba
con fuerza a la esperanza de ser salvado. Aquella suntuosa noche
donde me sentía un ser mundano, libre de cargas, había acabado en
llanto, lágrimas y sumisión. Todos los que amaba habían fallecido.
Riccardo lo había hecho bajo mis propios dientes, incitado por
Santino y toda su orden infernal. Me habían mostrado lo peor de mí,
lanzándomelo a la cara sin compasión. Cambiaron mi nombre, me
dieron unas prendas aceptables para ellos y a duras penas lograron
que fuese aceptando mi nuevo destino.
Aquella noche me encontraba a los pies
de una vieja edificación. Supuse que era celta por las inscripciones
que pude hallar en uno de los muros. El bosque estaba oscuro, era
denso y la humedad era intensa. Nos acercábamos a París. Santino
decía que yo tendría un recorrido especial y brillante en esa
ciudad. Lo único que conocía con brillo era Venecia, sus
celebraciones y el cabello dorado de Marius cayendo sobre su túnica
roja.
No le escuché aproximarse. En
ocasiones me parecía un alma en pena que aparecía para torturarme.
Sus profundos ojos castaños recorrían mi figura, su lengua mordaz
susurraba palabras tan sinceras que me ahogaban y sus manos, ásperas
y grandes, me agarraban igual que si fuesen garras. Me había salvado
la vida, pero a la vez me había torturado hasta lo indecible. De
nuevo había padecido un tormento peor que la muerte.
—Todo lo que he hecho ha sido para
fortalecerte—dijo como si intentara disculparse, pero sabía que en
realidad sólo decía aquello en lo que él creía.
—Me has condenado—respondí
cerrando los ojos esperando alguna respuesta violenta, aunque él
jamás tuvo una mucho mayor a la de una cachetada. Él nunca ejerció
esa violencia a la cual me acostumbró Marius. No. Él era mucho más
sofisticado.
—Te liberé de las cadenas de una
falsa vida—se aproximó a mí hasta quedar a unos pasos.
Su túnica oscura cubría su masculina
figura, sus hombros anchos y su cabello negro quedaban ocultos.
Parecía una figura mucho más escueta, pues aquella tela disimulaba
sus formas. Sin embargo, al despejar su cabeza de la capucha apareció
su hermoso rostro. Jamás había visto a un hombre como él. Tenía
una belleza casi divina. Parecía el Jesucristo que yo había pintado
mil veces. Sus mejillas sonrosadas estaban cubiertas por restos de
una barba que fue espesa, sus largas pestañas negras eran abundantes
y sus dientes parecían perlas cuando hablaba. Quedaba fascinado a
pesar de todo.
—¿Una vida falsa? No era
falsa—susurré a punto de romper a llorar.
—No somos humanos, Armand, y no
debemos de pasar por el trago amargo de verlos morir a nuestro
alrededor. Ellos no son como nosotros. Son frágiles y llenos de
falsas creencias. Nosotros tenemos una verdad y hay que defenderla
para ayudar a Dios. Tienes una misión en esta senda oscura—estiró
sus brazos atrapándome con aquellos dedos tan toscos. Sus manos
quedaron en mi rostro, con los pulgares bajo el mentón, como si
quisiera que le mirara directamente a los ojos intentando que
comprendiera—. Tú no beberás en copas de oro, sino del cuello de
tu próxima víctima.
Rompí a llorar. La fastuosa vida se
había derramado ante mí como un sueño apetecible. La vida con
Marius no fue un error. Aún soñaba con él rodeándome con sus
fuertes brazos, hundiendo mi rostro en su cuello para dar un pequeño
sorbo y el placer de escuchar su voz recitándome palabras de amor
realmente hermosas. Los pétalos rojos que cubrían la cama de
elegantes bordados, el olor de la pintura secándose, el frío y duro
tacto de los dedos de mi Maestro hundiéndose en mi interior, sus
lengua buscando la mía y su cuerpo, al fin su cuerpo, fundiéndose
con el mío mientras su miembro me partía por la mitad. No podía
olvidar mis uñas hundiéndose en sus hombros, arañando su pecho y
buscando más de lo que me estaba permitido. Era imposible.
Pero él me sacó de improvisto de mis
pensamientos. Su boca se apoderó de la mía mientras me rodeaba con
sus brazos. Su fuerte figura me reducía a ser esclavo de aquel acto
apasionado. Desconozco el motivo, o la chispa de ese incendio, pero
mis manos rasgaban su túnica y me convertía en una fierecilla por
domar. Caímos ambos sobre la hojarasca que estaba a nuestro
alrededor, los vestigios de aquella interesante, y poco recordada,
cultura eran los únicos testigos junto a los gigantescos árboles.
El crujido de las hojas se mezclaba con el de la tela rasgándose.
Aquello era la sinfonía de una bestia devorando a la supuesta virgen
que le habían ofrecido para sosegar su apetito.
Mi cuerpo quedó desnudo evidenciando
la diferencia entre ambos. Su torso ancho, con algunos mechones de
vello más grueso y una piel ligeramente más oscura, demostraban que
yo jamás llegaría a ser un hombre. Siempre sería un ángel perdido
en mitad de una iglesia. Era como los delicados eunucos que cantaban
en las más destacadas óperas, catedrales y fiestas de la nobleza.
Inclusive mi voz era mucho más delicada, como si fuera el canto
misericordioso de un querubín, mientras que la suya provenía de un
lado oscuro, tenebroso y sensual. Su timbre de voz era grueso y
masculino. Las escasas palabras que me ofreció mientras me desnudaba
terminaron por calentarme.
—¿Quieres ser un ángel? Entonces se
un ángel del infierno. Yo puedo arrastrarte hasta el reino de Satán
y demostrarte que allí también hay placer—murmuró antes de abrir
mis piernas y hundir su rostro entre mis muslos.
Su lengua lamía mi vientre,
deslizándose hasta mis ingles y saboreando mis lechosos muslos. Mis
pezones cafés se endurecían sin necesidad siquiera de sus caricias.
Tenía la boca abierta, con los labios enrojecidos, mientras la
espalda se arqueaba y la pelvis se movía buscando en sensual roce de
su rostro. Su lengua era la de una serpiente que me conducía al
paraíso, para que probara lo prohibido de sus besos y el sabor de
una leche fresca que bañaría mi garganta con el calor de mil
volcanes. Nuestros cuerpos cambiaron de posición, quedando sobre él
con los brazos extendidos creando cierta distancia entre ambos,
mientras mis ojos se clavaban en los suyos.
—Deja que pruebe tu sabor—dije.
Me deslicé por su cuerpo besando y
mordiendo sus costados, vientre y caderas. Al tener su miembro frente
a mí, en todo su esplendor, no dudé en acapararlo mientras lamía
la punta de su glande. Comencé a succionar su sexo como si de ese
modo pudiera purificar mi alma, aunque sólo la condenaba. Él me
agarraba y tiraba fuertemente del pelo, pero no era ni la mitad de
brusco que podía llegar a ser Marius. Con él no me sentía un
muñeco al cual torturar mientras se le insufla un poco de esperanza.
En cierto momento mi mente desconectó,
y fue cuando él volvió a tomar el control. Me obligó a caer
nuevamente sobre la hojarasca, mientras ésta se metía entre mis
largos cabellos rojizos, para abrir mis piernas e introducirse en mi
interior abriéndome en dos. Mi alma quedó dividida y desvinculada
por siempre de mi viejo maestro. Él se convirtió en la nueva fuente
de sabiduría y placer. Mis pequeñas manos se aferraban a su nuca
sintiendo como él se impulsaba. El sonido de sus testículos
golpeando salvajes, el roce de sus manos haciéndome sentir el cielo
y sus labios, esos labios tan carnosos, me daban una nueva y poderosa
fe. Creería en Satanás si así lo quería.
Mis gemidos empezaron a ser altos,
largos y llenos de una espiritualidad distinta. Sus gruñidos se
acompañaban con ligeros gemidos que me excitaban. Estaba logrando
que él disfrutara tanto o más que yo. Estaba logrando lo imposible.
Su rostro se llenó de miles de matices. Creí que en ocasiones me
sonreía, y tal vez fue así, pues sus labios parecían tiernos
cuando los besaba. La maldad de su alma quedaba olvidada, sus actos
retorcidos se sepultaban y la gloria de su pasión me hacía llegar a
un éxtasis similar al de un beato tocado por Dios.
Podía sentir cerca a los restantes
vampiros que nos acompañaban. Ellos nos observaban desde los
matorrales. Espiaban al nuevo pupilo tomando la lección más sagrada
y satisfactoria. El pecado de la carne me vincularía aún más al
demonio, a él y a la secta.
—¡Santino!—grité su nombre para
convertirlo en salmo perpetuo.
Había golpeado el punto exacto de mi
mayor placer. Mis manos arañaban su pecho, mis ojos deslizaban por
las gotas de sudor sanguinolento y su lengua no me dejaba pensar.
Pronto llegué al orgasmo mientras él seguía impulsándose con
rabia y precisión. No dejaba de gemir abrazado a él, convulsionando
por el placer. Él me había dado una nueva vida, un nuevo sendero.
Lo aceptaría tan sólo por el placer que me estaba regalando como
una revelación divina.
Él se apartó de mí, pues no quiso
acabar en mi interior. Me obligó a postrarme frente a él como si
tomara la primera comunión, coloqué mis manos en forma de rezo y
recibí su glorioso sabor entre mis labios. Tragué su cálido y
espeso amor, deslizando mi lengua por cada milímetro de su glande y
hundiendo mi cabeza entre sus piernas.
Aquello fue mi bautismo como uno de los
suyos. Olvidé soñar con Marius. Dejé aparcado ese amor
desesperado. Ya no quería que me encontrara. Por mí si estaba
muerto sería un descanso para ambos, y si estaba vivo me estaba
demostrando que no me amaba como decía. Santino se convirtió en mi
camino. Él era mi sendero. Mi maestro.
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