Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

martes, 2 de diciembre de 2014

La senda

Armand recordando como terminó aceptando ciertas creencias. Pobre Armand... o mejor dicho... pobre Santino.

Lestat de Lioncourt


La soledad caía sobre mí hundiendo mi alma en un mar angosto, casi suicida, lleno de melancolía y sueños imposibles. Me sumergía en mis amargas lágrimas, pero me aferraba con fuerza a la esperanza de ser salvado. Aquella suntuosa noche donde me sentía un ser mundano, libre de cargas, había acabado en llanto, lágrimas y sumisión. Todos los que amaba habían fallecido. Riccardo lo había hecho bajo mis propios dientes, incitado por Santino y toda su orden infernal. Me habían mostrado lo peor de mí, lanzándomelo a la cara sin compasión. Cambiaron mi nombre, me dieron unas prendas aceptables para ellos y a duras penas lograron que fuese aceptando mi nuevo destino.

Aquella noche me encontraba a los pies de una vieja edificación. Supuse que era celta por las inscripciones que pude hallar en uno de los muros. El bosque estaba oscuro, era denso y la humedad era intensa. Nos acercábamos a París. Santino decía que yo tendría un recorrido especial y brillante en esa ciudad. Lo único que conocía con brillo era Venecia, sus celebraciones y el cabello dorado de Marius cayendo sobre su túnica roja.

No le escuché aproximarse. En ocasiones me parecía un alma en pena que aparecía para torturarme. Sus profundos ojos castaños recorrían mi figura, su lengua mordaz susurraba palabras tan sinceras que me ahogaban y sus manos, ásperas y grandes, me agarraban igual que si fuesen garras. Me había salvado la vida, pero a la vez me había torturado hasta lo indecible. De nuevo había padecido un tormento peor que la muerte.

—Todo lo que he hecho ha sido para fortalecerte—dijo como si intentara disculparse, pero sabía que en realidad sólo decía aquello en lo que él creía.

—Me has condenado—respondí cerrando los ojos esperando alguna respuesta violenta, aunque él jamás tuvo una mucho mayor a la de una cachetada. Él nunca ejerció esa violencia a la cual me acostumbró Marius. No. Él era mucho más sofisticado.

—Te liberé de las cadenas de una falsa vida—se aproximó a mí hasta quedar a unos pasos.

Su túnica oscura cubría su masculina figura, sus hombros anchos y su cabello negro quedaban ocultos. Parecía una figura mucho más escueta, pues aquella tela disimulaba sus formas. Sin embargo, al despejar su cabeza de la capucha apareció su hermoso rostro. Jamás había visto a un hombre como él. Tenía una belleza casi divina. Parecía el Jesucristo que yo había pintado mil veces. Sus mejillas sonrosadas estaban cubiertas por restos de una barba que fue espesa, sus largas pestañas negras eran abundantes y sus dientes parecían perlas cuando hablaba. Quedaba fascinado a pesar de todo.

—¿Una vida falsa? No era falsa—susurré a punto de romper a llorar.

—No somos humanos, Armand, y no debemos de pasar por el trago amargo de verlos morir a nuestro alrededor. Ellos no son como nosotros. Son frágiles y llenos de falsas creencias. Nosotros tenemos una verdad y hay que defenderla para ayudar a Dios. Tienes una misión en esta senda oscura—estiró sus brazos atrapándome con aquellos dedos tan toscos. Sus manos quedaron en mi rostro, con los pulgares bajo el mentón, como si quisiera que le mirara directamente a los ojos intentando que comprendiera—. Tú no beberás en copas de oro, sino del cuello de tu próxima víctima.

Rompí a llorar. La fastuosa vida se había derramado ante mí como un sueño apetecible. La vida con Marius no fue un error. Aún soñaba con él rodeándome con sus fuertes brazos, hundiendo mi rostro en su cuello para dar un pequeño sorbo y el placer de escuchar su voz recitándome palabras de amor realmente hermosas. Los pétalos rojos que cubrían la cama de elegantes bordados, el olor de la pintura secándose, el frío y duro tacto de los dedos de mi Maestro hundiéndose en mi interior, sus lengua buscando la mía y su cuerpo, al fin su cuerpo, fundiéndose con el mío mientras su miembro me partía por la mitad. No podía olvidar mis uñas hundiéndose en sus hombros, arañando su pecho y buscando más de lo que me estaba permitido. Era imposible.

Pero él me sacó de improvisto de mis pensamientos. Su boca se apoderó de la mía mientras me rodeaba con sus brazos. Su fuerte figura me reducía a ser esclavo de aquel acto apasionado. Desconozco el motivo, o la chispa de ese incendio, pero mis manos rasgaban su túnica y me convertía en una fierecilla por domar. Caímos ambos sobre la hojarasca que estaba a nuestro alrededor, los vestigios de aquella interesante, y poco recordada, cultura eran los únicos testigos junto a los gigantescos árboles. El crujido de las hojas se mezclaba con el de la tela rasgándose. Aquello era la sinfonía de una bestia devorando a la supuesta virgen que le habían ofrecido para sosegar su apetito.

Mi cuerpo quedó desnudo evidenciando la diferencia entre ambos. Su torso ancho, con algunos mechones de vello más grueso y una piel ligeramente más oscura, demostraban que yo jamás llegaría a ser un hombre. Siempre sería un ángel perdido en mitad de una iglesia. Era como los delicados eunucos que cantaban en las más destacadas óperas, catedrales y fiestas de la nobleza. Inclusive mi voz era mucho más delicada, como si fuera el canto misericordioso de un querubín, mientras que la suya provenía de un lado oscuro, tenebroso y sensual. Su timbre de voz era grueso y masculino. Las escasas palabras que me ofreció mientras me desnudaba terminaron por calentarme.

—¿Quieres ser un ángel? Entonces se un ángel del infierno. Yo puedo arrastrarte hasta el reino de Satán y demostrarte que allí también hay placer—murmuró antes de abrir mis piernas y hundir su rostro entre mis muslos.

Su lengua lamía mi vientre, deslizándose hasta mis ingles y saboreando mis lechosos muslos. Mis pezones cafés se endurecían sin necesidad siquiera de sus caricias. Tenía la boca abierta, con los labios enrojecidos, mientras la espalda se arqueaba y la pelvis se movía buscando en sensual roce de su rostro. Su lengua era la de una serpiente que me conducía al paraíso, para que probara lo prohibido de sus besos y el sabor de una leche fresca que bañaría mi garganta con el calor de mil volcanes. Nuestros cuerpos cambiaron de posición, quedando sobre él con los brazos extendidos creando cierta distancia entre ambos, mientras mis ojos se clavaban en los suyos.

—Deja que pruebe tu sabor—dije.

Me deslicé por su cuerpo besando y mordiendo sus costados, vientre y caderas. Al tener su miembro frente a mí, en todo su esplendor, no dudé en acapararlo mientras lamía la punta de su glande. Comencé a succionar su sexo como si de ese modo pudiera purificar mi alma, aunque sólo la condenaba. Él me agarraba y tiraba fuertemente del pelo, pero no era ni la mitad de brusco que podía llegar a ser Marius. Con él no me sentía un muñeco al cual torturar mientras se le insufla un poco de esperanza.

En cierto momento mi mente desconectó, y fue cuando él volvió a tomar el control. Me obligó a caer nuevamente sobre la hojarasca, mientras ésta se metía entre mis largos cabellos rojizos, para abrir mis piernas e introducirse en mi interior abriéndome en dos. Mi alma quedó dividida y desvinculada por siempre de mi viejo maestro. Él se convirtió en la nueva fuente de sabiduría y placer. Mis pequeñas manos se aferraban a su nuca sintiendo como él se impulsaba. El sonido de sus testículos golpeando salvajes, el roce de sus manos haciéndome sentir el cielo y sus labios, esos labios tan carnosos, me daban una nueva y poderosa fe. Creería en Satanás si así lo quería.

Mis gemidos empezaron a ser altos, largos y llenos de una espiritualidad distinta. Sus gruñidos se acompañaban con ligeros gemidos que me excitaban. Estaba logrando que él disfrutara tanto o más que yo. Estaba logrando lo imposible. Su rostro se llenó de miles de matices. Creí que en ocasiones me sonreía, y tal vez fue así, pues sus labios parecían tiernos cuando los besaba. La maldad de su alma quedaba olvidada, sus actos retorcidos se sepultaban y la gloria de su pasión me hacía llegar a un éxtasis similar al de un beato tocado por Dios.

Podía sentir cerca a los restantes vampiros que nos acompañaban. Ellos nos observaban desde los matorrales. Espiaban al nuevo pupilo tomando la lección más sagrada y satisfactoria. El pecado de la carne me vincularía aún más al demonio, a él y a la secta.

—¡Santino!—grité su nombre para convertirlo en salmo perpetuo.

Había golpeado el punto exacto de mi mayor placer. Mis manos arañaban su pecho, mis ojos deslizaban por las gotas de sudor sanguinolento y su lengua no me dejaba pensar. Pronto llegué al orgasmo mientras él seguía impulsándose con rabia y precisión. No dejaba de gemir abrazado a él, convulsionando por el placer. Él me había dado una nueva vida, un nuevo sendero. Lo aceptaría tan sólo por el placer que me estaba regalando como una revelación divina.

Él se apartó de mí, pues no quiso acabar en mi interior. Me obligó a postrarme frente a él como si tomara la primera comunión, coloqué mis manos en forma de rezo y recibí su glorioso sabor entre mis labios. Tragué su cálido y espeso amor, deslizando mi lengua por cada milímetro de su glande y hundiendo mi cabeza entre sus piernas.


Aquello fue mi bautismo como uno de los suyos. Olvidé soñar con Marius. Dejé aparcado ese amor desesperado. Ya no quería que me encontrara. Por mí si estaba muerto sería un descanso para ambos, y si estaba vivo me estaba demostrando que no me amaba como decía. Santino se convirtió en mi camino. Él era mi sendero. Mi maestro.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt