Quinn y los villancicos, los villancicos y Quinn... y un litro de lágrimas.
Lestat de Lioncourt
He derramado miles de lágrimas en cada
Navidad que he pasado en la distancia. Me he ocultado como si fuera
un monstruo cobarde, pero aún así recuerdo las brillantes luces y
las cálidas canciones. Aún puedo recordar lo agradable que era
sentarme en el sillón de orejas, muy próximo a la chimenea,
mientras abría el libreto de canciones. No muy lejos los huéspedes
agradecían a Jasmine y su familia las atenciones, dulces y la
amabilidad intrínseca en aquellas agradables sonrisas típicas de
mujeres fuertes, hermosas y llenas de luz. Las escasas fiestas que
pasé con Nash, frente a frente, fueron perfectas. Él me hablaba de
canciones, poemas desconocidos y viejos clásicos de la literatura.
Creo que era el único que comprendía el extraño sentimiento que
germinaba en mi corazón cuando Noche de Paz sonaba.
Desde pequeño he llorado emocionado
ante la belleza de los villancicos. Jamás he podido contener mis
lágrimas. Me embarga una emotividad imposible de controlar. Recuerdo
vivamente como Sweet Heart, mi abuela, me sostenía en brazos y
besaba mis mejillas mientras Pops aplaudía entusiasmado. Nadie en
Blackwood Farm desperdiciaba los eventos navideños. Los huéspedes
disfrutaban de nuestra compañía y nosotros de ellos. Los primos
lejanos, los parientes más cercanos y un sinfín de amigos nos
acompañaban en la cena. Lo mejor era los interminables brindis, las
alegres canciones y las ovaciones que siempre se llevaba el pavo que
encabezaba la lista de delicias que encabezaba la opípara cena.
No importaban los regalos. Creo que
jamás me detuve a preguntarme si eran buenos o malos. Los libros me
parecían importantes, en consecuencia eran siempre aceptados con una
enorme sonrisa. Los juguetes eran escasos, aunque me parecían
pequeñas obras de arte. Mi abuelo prefería regalarme juegos
educativos, artesanos y con una laboriosidad indescriptible. Recuerdo
un trenecito de madera con una cuerda de la cual tirabas para
arrastrarlo, de ese modo se movía y mostraba su colorido con una
belleza asombrosa. La ropa hecha a mano era sin duda peculiarmente
adorable. No me importaba el color. Lo importante era el detalle, la
calidez que emanaba no sólo de las fibras y tejidos con las cuales
estaban confeccionadas.
Extraño todo eso. Echo de menos el
pasearme por los pasillos abarrotados de caras nuevas y viejos
conocidos. Abrazarme a unos y a otros, besar sus mejillas y cantar
con ellos era un ritual que ya no puedo hacer. La única navidad que
viví como vampiro fue un horror. Tuve que contener mis lágrimas
sanguinolentas, alejarme de más de uno y huir. En el jardín,
abrazado a mí mismo, miré las profundas aguas oscuras del pantano y
me pregunté si me ahogaba en ellas por cada lágrima que no podía
mostrar libremente. Un nudo extraño se formó en mi garganta y quise
llorar amargamente. Tras tantos años lejos era duro regresar y no
poder vivir esas entrañables fechas como acostumbraba.
Las estrellas brillaban con fuerza ese
día. Pensé en Mona, su amor y su sonrisa desgastada. Me hundí en
la miseria. Recé por mi alma corrupta y por su recuperación. Rogué
un milagro, pero no ocurrió nada. Así que tan sólo canté a viva
voz Noche de Paz dejando que mi alma se liberara al fin.
Navidad... nunca ha sonado tan terrible
y dolorosa en mi boca esa celebración de amor y paz.
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