Corland Mayfair, hijo de Julien Mayfair, se presenta como espectro, lo que es, y cuenta un poco de sus sentimientos. Ya sabemos todos que fue una de las víctimas de Lasher...
Lestat de Lioncourt
Hay quienes se pierden y no regresan.
Son aquellos que desaparecen de tu vida como por arte de magia.
Personas cuyos rostros aún recuerdas, pero que ni siquiera sabes
como se fueron. La vida es un mundo de encuentros y partidas. Un
mundo muy trepidante en el cual se malgasta tiempo en discusiones,
proféticas palabras sobre lo que no se debe hacer, injusticias
hechas con besos robados y corazones desatados en medio de una
vorágine de amores imposibles. Hay tiempo para todo, pero hay que
gastarlo aún más en el amor que en la mediocridad del rencor.
Aprendí tarde la lección, muy tarde.
El vaso de whisky aún parece reposar
sobre la mesa de mi despacho. El humo de mi cigarrillo está pegado a
mis dedos. Noto como mis ojos cansados están a punto de romper a
llorar, pero es imposible para mí. No quiero llorar. Deseo calmar
mis lágrimas con un golpe seco al hígado. Un poco de alcohol. Sí,
como todo buen hombre Mayfair haría. Aún recuerdo ese amargo
momento.
Deirdre había quedado en cinta. Fruto
de uno de mis devaneos continuos y mi estupidez. De estar viva Antha
me hubiese abofeteado mil veces, pero no estaba ahí para culparme de
todo. Ni siquiera estaba mi viejo padre, con sus ojos azules
penetrantes, clavándome las estacas más dolorosas con palabras
llenas de parsimonia y elegancia. Bastardos todos. Malditos todos.
Culpables de mi cruz como de la suya. El apellido puede ser una
bendición o un lastre. Juro que pensaba que para mí era un
beneficio cuantioso hasta que sus ojos oscuros hicieron mella en mí.
Una mella que aún perdura. Una muesca propia de un disparo profético
a mi corazón. Mi mujer jamás me hubiese aceptado semejante
adulterio, pero ahí estaba. Perdidamente enamorado de una chiquilla
que tomaban por loca. Incluso yo la creí loca de remate cuando me
habló de ese hombre, ese que la cortejaba y le prometía el paraíso
en vida, pero luego me di cuenta que era cierto. ¡Y en qué mal
momento!
Todo estaba medido. La pieza de ajedrez
había sido movida. Era uno de los últimos y finales movimientos de
un gran ajedrecista. El mayor de los demonios. Un ser terrible. Un
elegante caballero para quien lo ve, un amante cruel para quien lo
siente y una bestia para quien se interpone en sus planes. Y vaya si
me puse en medio. Fui a darme de bruces con él. Me golpeé duro. No
pude frenarme y lo vi en medio de la escalera, de donde me tiró y me
hirió de muerte. Horas más tarde yacía en la morgue completamente
frío, mirándome a mí mismo y maldiciendo no poder darle una última
calada a un cigarrillo.
Y aquí estoy. Frente a mi propia
tumba. Una tumba cualquiera de un cementerio cualquiera. No soy de
los más importantes, pero sin mí ese bastardo no tendría una
madre. Pobre de mi Rowan. Mi pequeña hija. Esa que no pude disfrutar
y que, por males mayores y beneficios posteriores, no habría sabido
que yo era su padre. ¿Cuántos hijos de Julien hay en ésta ciudad
bajo el suelo de este cementerio? Miles. Mi padre era una auténtica
fábrica. Ese maldito engendro tenía la culpa y yo no lo sabía.
Todo lo descubrí una vez muerto... ¡Qué rabia! Es absurdo y
delirante, ¿no creen? Quedarme ahí pasmado ante mi tumba rogándole
a Dios, el Diablo y a cualquier imbécil que pueda escucharme.
¿Rogando qué? ¿Un poco de atención? Pues sí. Pues creo que lo
merezco. Una pizca de compasión, ¿por qué no? No vendría mal.
Soy Cortland Mayfair, hijo de Julien
Mayfair... padre y abuelo de Rowan. Un hacha para los negocios y un
inútil para salvar muchachas a punto de caer en el calvario más
terrible. Si hubiese sido más listo jamás habría quedado
adormecida con pastillas. Pero se ve que la inteligencia no tocó a
repartir a mi favor...
No hay comentarios:
Publicar un comentario