Ashlar... recuerdos del valle. Una lástima que todo eso ya no exista.
Lestat de Lioncourt
La niebla había avanzado por el valle
y cubría una basta extensión. Las copas de los árboles a penas
podían distinguirse. El camino, que serpenteaba hasta la aldea,
estaba enfangado de las lluvias de noches atrás. La humedad era
terrible y el frío calaba los huesos. La fortaleza parecía una
montaña, pues sus detalles estaban difuminados, casi perdidos, en
medio de aquella neblina. Era un banco de niebla impenetrable que
parecía ocultar los escasos tesoros que aún se guardaban entre sus
muros.
Donnelaith. El lugar donde sus sueños
aún yacían entre las gigantescas piedras. Un lugar santo que le
recordaba a la vida, los sueños y la historia más sangrienta que él
recordaba. Muchos habían muerto esparcidos en otros lugares de la
comarca, pero allí habían revivido hasta alcanzar la paz. El valle
de Donnelaith se presentaba misterioso y seductor. Él regresaba a
casa tras una expedición de comercio. Al fin el líder, el Rey,
descansaría meses junto a los suyos guardando la paz y la gloria
entre sus grandes y bondadosos brazos. Su corazón latía y sus ojos
se llenaron de lágrimas. Había regresado a casa.
El caballo relinchó inquieto. Quizás
había bandidos en el camino, pero no podía negarse a cruzar. Debía
regresar al hogar. Allí le esperaba un vaso de leche recién
ordeñada, una hogaza de pan y un buen fuego que calentaría sus pies
congelados. Sus ojos azules centellearon fieros cuando tocó su
espada aún enfundada en el cinto, acarició el mango y apretó los
dientes, para después galopar con los dientes apretados y las manos
enredadas en las riendas. Los cascos levantaban parte del fango y la
hierva que cubría ligeramente el camino. El silencio era espectral,
pero él lo rompía como si fuera una espada atravesando el cuerpo de
un enemigo.
Llegó a las puertas de la fortaleza.
Dos soldados se asomaron entre los muros, observando el caballo y a
él con el emblema real en sus ropas. Su rostro, bondadoso, se mostró
gentil con una sonrisa llena de felicidad. Rápidamente se abrieron
las puertas dejándolo pasar. Dentro, entre los muros de la ciudad,
su pueblo ovacionaba al hijo pródigo que regresaba tras semanas de
intensas reuniones.
Muchos humanos habían masacrado a su
pueblo, pero ahora creían que eran humanos comunes. Podían
prosperar. Los negocios se duplicarían. Las ganancias y el trigo
rebosarían. Había logrado romper la frontera entre los humanos y
los Taltos. De haberlo sabido, que esa apertura sería su fin, se
habría echado a llorar en brazos de Jeanette. Sin embargo, tan sólo
descabalgó y la besó rogando que la chimenea estuviese encendida.
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