Mi madre es así, tal cual.
Lestat de Lioncourt
La nieve crujía bajo sus botas. Hacía
años que no asistía a reuniones tan importantes como las que habían
acontecido hacía unos meses. Pudo ver con sus propios ojos el fin de
una era. Todo lo que se tenía por asegurado había terminado siendo
cenizas, sangre y lamentos. Se levantó el cuello de su chaqueta,
acomodó su clásico sombrero de ala ancha negro y miró hacia el
cielo. Caería una tormenta, pero era imprevisible decir el momento
exacto. Simplemente sería otra noche fría, desapacible y complicada
para encontrar alimento alguno por las calles desiertas de una ciudad
como aquella.
Muchos se habían refugiado alrededor
de las estufas, calefacción o chimenea. Otros estaban sobre las
barras del bar con el hígado destrozado. Las luces navideñas aún
parpadeaban. Los negocios más respetables habían echado el cierre.
Eran casi las tres de la mañana y noche cerrada. No había estrellas
que se pudiesen ver, tan sólo luces por doquier. Las farolas
tintineaban en alguna que otra ocasión, los escasos automóviles
parecían reptar como serpientes de cascabel y las escasas almas que
hallaba no eran lo suficientemente suculentas para ella. El último
aliento de un desesperado no era lo que quería. Odiaba tener que
matar a gente que desea la muerte, pues la diversión de la caza
desaparecía.
Frotó sus delicadas manos y las guardó
en su chaqueta. Por su figura, algo desgarbada a propósito, parecía
un hombre. Sus zancadas no eran para nada femeninas, pero sí firmes.
Tenía un brillo mágico en sus ojos y parecía un gato salvaje.
Nueva York era un lugar vacío tras las
fiestas. Muchos empezaban a descansar de las fiestas que habían
traído a miles a los barrios más opulentos, pero en los barrios
bajos las ratas seguían correteando. Las bandas eran una buena
opción. Beber de los rudos del barrio era divertido. Enfrentarse a
hombres fornidos que llorarían como niños asustados, eso sí le
complacía. Hacía mucho que no era mujer ni hombre, sino algo que se
movía con destreza y atacaba sin más. Era como una bala en mitad de
la noche.
—No deberías estar aquí—escuchó.
—Y tú menos—replicó girándose
para ver aquella figura menuda, de cabellos castaño rojizos y ojos
oscuros. Tenía el rostro de un ángel, pero ella lo detestaba como
si fuera un demonio. En realidad detestaba a todos salvo a su hijo,
pues era su sangre y siempre lo protegería.
—Es mi territorio, Gabrielle—dijo.
—Perdone usted, Armand, desconocía
que fueses como los perros marcando con orina todo lo que ve—sonrió
de lado, pero él no se movió—. Dime, ¿ya orinaste la farola
aquella? Ve, creo que se te adelantó ese chucho de allí.
—Tan irreverente como tu
hijo—masculló casi apretando los dientes. Se acomodó la bufanda y
apretó sus brazos contra el cuerpo. Sentía frío. Era hora que
regresara a su apartamento en una de las zonas más lujosas. Uno de
esos que parecía ser también una oficina, pero era más bien un
palacio de espejos y mentiras.
—Gracias, salió a mí—susurró con
cierto orgullo.
—Buenas noches—dijo alejándose.
—Te desearía lo mismo, pero no soy
hipócrita.
Ella se alejó rápidamente. En una de
las numerosas esquinas se encontró con un muchacho. Uno de esos que
no temen a la muerte y tampoco a las armas. Disparó contra ella, ya
que comprendió que no era humana. Sin embargo, no tuvo suerte. Él
era Mike, era parte de una de esas mafias instaladas en la zona desde
hacía años. Vendía droga y su alma si hacía falta. Ella lo apretó
contra sí, bebió de él hasta saciarse y luego tiró su cuerpo sin
vida contra el asfalto. Después, como si hubiese sido un sueño,
desapareció.
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