Petronia y Rebeca no eran buenas amigas... más bien una mató a la otra.
Lestat de Lioncourt
Recuerdo a esa mujer como si fuese hoy
el mismo día en el cual sesgué su vida. Acepto que no suelo ser
así. No me gusta recrearme. La tortura no es mi estilo. Bueno, al
menos ese tipo de torturas. Para mí una muerte a golpes es mucho
mejor, pero reconozco que ella había tocado partes oscuras de mi
alma. No permito que toquen lo que es mío o que destrocen mis
tratos. Ella lo estaba haciendo. Estaba provocándome. Provocando que
actuara. Se lo dije a Manfred cuando nos vimos en aquel viaje, sin
embargo todos los hombres son iguales. Pocos piensan con la cabeza
cuando las piernas se cansan en la cama, los besos de una mujer son
intensos y sus pechos están colmados de perfume barato. Maldita
zorra...
Puedo usar mi cuerpo a mi antojo.
Cualquiera podría verme dos veces y no creer que soy el mismo ser.
Mi dualidad es perfecta. Soy el hombre más frío, calculador y
arrogante que puedas encontrar... o la mujer tímida, algo sensual y
profesional que te topes de frente. Mis pechos pueden ocultarse, mi
pose masculina realzarse y mis ojos convertirse en dos esferas
oscuras totalmente distintas. He aprendido. A base golpes, pero he
aprendido. La vida es eso: golpes.
Ella era muy distinta frente a Manfred
que frente a otros. La pude conocer en aquel viaje. Se deshacía en
halagos. Mi trabajo le interesaba tanto como mi entrepierna. Él ni
siquiera se fijaba en sus contoneos cuando una baraja de cartas
estaba frente a él. Siempre apostando fuerte. Siempre intentando
ganar más de lo que se puede. Así lo conocí y así siguio siendo.
Sigue apostando hoy en día, pero no más allá de las monedas que
roba a los imbéciles a los cuales les arranca parte de su vida.
Cuando me vio como mujer me trató con
la punta del pie. Fue bastante desagradable. Me miraba por encima del
hombro porque tenía más busto, más curvas, ojos más claros y piel
más canela. Ella se creía la diosa de la fortuna y del amor. Se
regodeaba en los regalos que Manfred le hacía gracias a un trato que
aún prevalecía entre ambos. Todo por ese dichoso santuario. Todo
porque él me cayó en gracia. Es raro que alguien me caiga bien y
él, pese a todo, me agradaba y me sigue agradando. No lo entiendo,
pero esa no es la cuestión. Ella se creía la mujer de ese pobre
desgraciado que aún lloraba por su difunta esposa.
Un día se apareció en la pequeña
isla pantanosa que me cedió. Empezó a llorar y balbucear. Me
hablaba de como había tratado esa mujer a sus hijos. Pude ver la ira
y la decepción en su rostro. Tenía más de un motivo para usarlo en
contra de esa zorra. ¿Y adivinen qué pasó? Bueno, no adivinen ya
que lo saben.
Pedí que la trajera ante mí y cuando
la tuve le di una buena paliza. No la maté. Decidí dejarla viva y
colgada de un gancho como si fuera carne de matadero. Allí la
despellejé, torturé, arranqué la lengua y traté como la debería
de haber tratado la vida. Ella, que tenía todo lo que una mujer
desea, se comportaba como una vulgar arpía tratando a otros como
escoria. Odio a ese tipo de gente.
Cuando era una niña no tenía nada. Ni
siquiera puedo decir que era una niña. Siempre fui un pequeño
monstruo... como mucho... un error de la naturaleza, un monstruo, un
ser... Ella tampoco tenía mucho, pero era hermosa y lista. Detesto
que las mujeres que tienen poder lo desaprovechen. Las detesto.
Aquella noche volví a Nápoles
arrojándome a los brazos de mi creador. Arion me recogió como si
fuera un frágil nardo. Besó mis pómulos, acarició mis párpados
con sus labios y dejó un último beso en mi frente. Sentí su amor.
Supe desde el primer día que él sería mi amor más sincero y puro.
Comprendí que ningún hombre me amaría como él. Acepté eso del
mismo modo que acepté que él me amaba tal cual era. Manfred amaba
así a Virginia, pero no a Rebeca. Rebeca que yacía en el fondo del
pantano después de ser torturada. La misma mujer que me trató con
desprecio cuando intenté ser un igual.
Yo soy Petronia... y a mí nadie me
mira por encima del hombre. Quedan advertidos.
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