Y aquí vemos el motivo por el cual David está maldito... Digo... él ama a Merrick aún.
Lestat de Lioncourt
Para mí siempre será esa niña del
vestido de flores y pies desnudos. Una muchacha delgaducha, de
enormes ojos verdes y piel de chocolate. Tenía el pelo largo, algo
encrespado, y poseía un toque salvaje que me enloquecía. Cualquier
hombre hubiese enloquecido a ver aquella muchacha, la cual me
sorprendió por su inteligencia y su edad. Quedé impactado cuando
supe que sólo tenía trece años, después los temores sobrevinieron
y cuando se convirtió en una mujer adulta, llena de poder y
sensualidad, el pánico me hizo huir.
La amaba. No podía ser de otro modo.
Ella contenía todos los pecados que yo alguna vez he saboreado. Me
volví adicto a su aroma, cómplice de sus miradas y su amante en la
cama. Aprendí a deleitarme con su cuerpo como con su mente, pero
como he dicho: huí.
Quise alejarla de mí. Pensaba que sólo
saldría dañada. Le sacaba tantos años, era algo tan impropio y a
la vez lleno de problemas. Talamasca era una institución seria y yo
era su director. No podía estar jugando con una de mis discípulas.
Ella no merecía un hombre viejo, lleno de achaques, que quería
revivir su juventud a su lado. No podía permitir que se convirtiera
nuestra aventura en un amor decrépito.
Entonces nos dividimos. El mundo se
desquebrajó. Dejé de ser el hombre que conocía para ser un
monstruo con otro aspecto, mucho más joven, que podía pasar por un
hombre común con gustos clásicos. Sí, era un muchacho. Pude
buscarla, pero el miedo me atenazó el corazón. No quería herirla
y, sin embargo, la codiciaba.
Deseé olvidarla, pero jamás pude.
Siempre la tenía presente. Allá donde iba su imagen se dibujaba en
el cuerpo de cada mujer, sus ojos se volvían intensos en las viejas
fotografías y me sentía mareado. La visité varias veces casi al
amanecer. La busqué. Debía saber la verdad, pero ella lo sabía.
Era un demonio hecho mujer. Un demonio que sabía de todos los
misterios y recovecos del infierno que llamamos tierra.
Extraño su risa, sus profundos
silencios y sus manos coqueteando por el borde del vaso. Necesito su
voz pegada a mi cuello, sus brazos agitándose en cada discusión a
cual más terrible y esas lágrimas, esas malditas lágrimas de amor,
que derramó por mí y por ella. La quise como nadie jamás ha
querido a otro ser. La codicié demasiado. Quise protegerla de mí y
sólo la dañé más. Fui un estúpido...
No hay comentarios:
Publicar un comentario