Creí que la música los despertaría.
Confiaba que podría hacer que la hermosa melodía, el desgarrador y
enloquecedor sonido de un violín, agitaría sus almas del modo que a
mí me tranquilizaba, hacía llorar o imaginaba a Nicolas girando por
los aires con esa sonrisa demoníaca. Sí, el violín. El violín
siempre fue un nexo entre lo espiritual y lo infame, pues muchos
tacharon a los violinistas de demonios y a sus manos de arañas que
rasgaban las cuerdas como si quisieran desgarrar el mundo. La vida
tenía forma de violín para mí, pues estaba enamorado de su sonido.
Nicolas lo sabía y él tocaba de forma cotidiana para mí. Quizás
no era el mejor violinista que he escuchado, pero sí el más
apasionado. De él aprendí, de él sentí y por él bajé decidiendo
que sería nuestra última gran aventura. Una aventura lejos de
Auvernia, el círculo quemado donde morían inocentes tachados de
brujos, y una despedida triunfal a mi amor por él.
Lo creí, lo intenté y lo logré. Como
si fuese un hacedor de milagros. Igual que el Mesías predicando en
mitad del desierto. Del mismo modo que hace un sacerdote, de
cualquier religión, cuando provoca que alguien se conmueva y
convierta en su fe. Ambos dioses de mármol, Padre y Madre, se
alzaron revelándose y demostrando que seguían vivos. Tras su
aspecto inhumano yacían corazones que bombeaban pasiones, almas que
respiraban sueños e ilusiones banales como las que yo podía tener
en ese momento.
Sentí miedo, pero también una
profunda paz. Logré lo imposible. Mi música, la música que toqué
recordando como lo hacía Nicolas, provocó que ellos se alzaran.
Ella para adorarme y él para impedir que su amada me amase más a
mí, y mi música, que a él y su silencio. No podía gritar. Parecía
que algo apresaba mi garganta aplastándome contra el mundo. Mi boca
se llenó de su sangre, su abrazo era firme, el orgullo de Enkil
estaba herido, el violín estallaba y yo comencé a llorar. Quise
implorar ayuda. Pedí ayuda. Me sentí turbado.
Entonces, como un héroe de un libro de
acción, Marius apareció regresando todo a la normalidad. El
esqueleto destrozado del violín estaba a mis pies. El alma de
Nicolas posiblemente estaba libre. Jamás volví a tocar un violín.
Nunca más. Me juré que no volvería a hacerlo, pero a la vez me
quedé con la confirmación que necesitaba. Ellos estaban vivos. La
música podía animarlos. Sí, la música. La extraña música de un
violín tocado con pasión y fervor, igual que implora un beato ante
un altar. Una especie de religión musical que influyó en ambos.
Marius estaba desecho, furioso y a la vez asustado. Yo sólo
imploraba perdón. Quería quedarme al lado del maestro y el maestro
me pidió partir.
La próxima vez que nos viésemos, él
y yo, sería frente al cuerpo de Akasha completamente derrumbado
frente a los pies de las gemelas, con su cabeza separada del cuerpo,
y mil lágrimas bañando mis mejillas. La próxima vez la Reina
habría despertado con locas ideas de una religión imposible,
buscando ser escuchada y amada... buscando ser lo que nunca fue, la
diosa que yo amé.
Lestat de Lioncourt
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