Akasha nos desvela parte de su historia, de su dolor, y ahora comprendo algo que vi una vez y no quise hacer caso. Sabía que en el fondo ellos se respetaban y querían, pero no se comprendían y era por culpa de Amel.
Lestat de Lioncourt
“Cuando los dioses hablan el silencio
corta el cielo, las profecías bañan los cuencos destinados al
sacrificio y el Nilo se desborda. Cuando los dioses hablan las
antorchas flamean y las puertas a otros mundos se abren. Penetran
hasta nosotros los recuerdos, algo borrosos, que creen haberse
quedado dormidos. Cuando el mundo olvida, los dioses recuerdan.
Recuerda el canto a los dioses... recuerda tus promesas y la profecía
que pendía de tu cabeza.”
Él me sirvió bien desde el primer
día. Sus ojos oscuros y rasgados, tan profundos y misteriosos como
la noche, me perseguían allí donde iba. Su tez dorada, marcada por
las guerras salvajes y el destino de un pueblo extraño, me atraían.
Aprendí a dar rienda suelta a mis caprichos y ofrecerle mi compañía.
En silencio, sin que nadie se percatara, su fidelidad se
desquebrajaba y sus besos eran tan calientes como el fuego de las
lámparas. Sus caricias eran pétalos de rosas que caían sobre mis
senos y vientre. Mis piernas se adormecían entorno a su
impresionante figura. La bravura de la batalla quedaba reducida a
puro instinto salvaje entre las sábanas de lino blanco.
Aprendí a callar. Obvié mis
sentimientos. Encerré mi dolor en una caja dorada. Permití que él
sostuviera mi cuerpo y me diese lo que otros eran incapaces de
comprender. En mis entrañas surgió la vida como un grito de
libertinaje. De entre mis piernas brotó la sangre que bañaría las
costas de Kemet. Mi hijo, mi Seth, tenía la fuerza de un guerrero
indomable y no de un pánfilo que creía ser rey de todo lo que
alcanzaba la vista.
No soy mujer de corderos, sino de
leones. Él no vendió su piel, sólo sus garras. No me dio su
corazón, pues sólo disfrutaba de su compañía y no de su amor. Las
miradas indecentes jamás fueron su fuerte, sólo las palabras
arrojadas con dignas promesas de una serpiente. Su veneno se
introdujo en mi alma y creí volverme loca cuando descubrí que
quería a esa maldita bruja. Ordené que cometiera actos bárbaros
contra Maharet, una de las salvajes que se interponían en mis
caprichos, pero cuando acabó no hubo satisfacción en él, sino
llanto. Un llanto amargo. El llanto de un hombre que ama. El llanto
de los justos. Yo me sentí pecadora y ave sin alas. Me sentí
culpable de mi dolor.
Si alguien amó a ese guerrero: fui yo.
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