Tarquin de nuevo nos habla de sus sentimientos, pero esta vez profundiza más en ese hecho tan terrible. Estoy seguro que todos amarán este escrito.
Lestat de Lioncourt
Sentí el placer de matarla. El
orgulloso placer de ver su cuerpo hundiéndose en el fondo del
pantano. Los caimanes fueron rápidamente a darse un festín. Su
cuerpo se enfriaba, pero pronto no quedó siquiera los huesos para
recordarla. Mis manos estaban metidas en la chaqueta y mi rostro
parecía impávido, sin vida y sin sentimiento alguno. Al fin había
alcanzado ese tétrico sueño, ese deseo insaciable, que me corrompía
y torturaba desde hacía demasiado. Una ligera sonrisa se formuló en
mis labios, pero mis ojos empezaron a estallar en enormes carcajadas.
En ese momento lo disfruté. Disfruté de como se perdía el último
resquicio de mi madre. Mi lado oscuro, ese que tan pocas veces dejo
libre, se apoderó de mí por completo.
El zumbido de los mosquitos a mi
alrededor, el viento soplando suave entre las ramas y la hierva
crecida, el zambullido de los caimanes y mi propio corazón, el cual
latía muy lento con la sangre de mi última víctima. Todo era un
marco encantador. Un lugar idílico. A mis espaldas estaba el
santuario, ordenado construir por Manfred Blackwood para quien sería
nuestra madre y padre en un nuevo mundo de tinieblas, con su aspecto
actual, mucho mejor que el antiguo, lleno de lujos y comodidades.
Estuve por entrar en el Santuario, sentarme cómodamente a leer y, de
vez en cuando, echar un vistazo a las oscuras y densas aguas donde
desapareció el decrépito cuerpo de mi madre.
Aquella noche había descubierto el
último misterio de aquel lugar. Era la última pieza. Conocí varios
terribles secretos, a cual más horrible, pero el peor de todos fue
saber que aquel fantasma, ese espíritu que siempre me había
acompañado, era mi hermano gemelo fallecido poco después de nacer.
Ella lo había atrapado en este plano, con su dolor y sus quejas,
provocando que ni él ni yo descansáramos. Me lo había ocultado.
Había hecho oídos sordos a mi dolor y al pecado que cometía a
diario. Muerta ya no haría más daño, no me mentiría y tampoco me
escupiría a la cara que soy un asesino.
Entonces, en aquel reducto de paz y
gloria, sentí que debía regresar. Algo me pedía que volviese al
lugar que fue mi hogar, mi corazón y mi alma. Ese sitio donde
aprendí a tocar la armónica, escuchar las voces de los difuntos,
sonreír ante los pasteles de la Gran Ramona o simplemente leer. Leer
como me había dicho Nash, mi tutor, pues una cosa es leer y otra es
hacerlo desde lo más profundo del corazón. Necesitaba volver,
involucrarme con ellos y sus vidas, para sentirme bueno otra vez.
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