Un Carnaval tradicional con pasacalles donde todo puede ocurrir, como verlo desde First Street en el jardín mientras tu mujer está huida con un Taltos.
Lestat de Lioncourt
Las carrozas pasaban frente a la
mansión deslumbrando con su colorido. La mañana era fresca, pero
agradable. Los árboles parecían saludar al gentío que se agolpaba
en las aceras. Tras la frontera que era la cancela, con su alta
puerta de hierro, veía pasar la vida misma con sus momentos dulces y
amargos. Porque eso era el Carnval, ¿no es así? Una oda a la vida y
al placer, el pecado y la ambición, el color y la muerte, pero todo
en nombre las cenizas mismas de Dios. Lo impuro debe ser festejado
antes de volver a lavar nuestras manos, como Pilatos, para aceptar en
nuestros corazones a Dios.
La medalla de San Miguel había
desaparecido de mi cuello desde hacía semanas. Me sentía perdido
sin ella, pero no le di le menor importancia. Poco sabía que
aparecía en los fríos dedos muertos de Gifford, la cual había
muerto la noche anterior tras una terrible violación. Aquella playa,
de arenas doradas y ruidosas olas, se convirtió en su tumba. Aún
había inocencia en el ambiente. Todavía se respiraban los aplausos
y risas. Sin embargo, en mi pecho había un horrible sentimiento y el
temor, como la angustia, se apoderaba de mí. Estaba convaleciente
aún, pues mi corazón no pudo soportar la monstruosidad que descubrí
en Diciembre, y, aún así, estaba en bata en el jardín
convirtiéndome en el hombre del jardín, el cual había sido título
más que merecido para Lasher.
Deseaba una lata de cerveza fría, un
cigarrillo y la certeza de un futuro más próspero. No podía dejar
de pensar en Rowan. Ella, mi mujer, estaba desaparecida y nadie sabía
a ciencia cierta su paradero. Había especulaciones, pero tan sólo
se quedaban en papel mojado. La rabia herían cada vez más mi
orgullo y me sentía frustrado a cada segundo que pasaba. Era
terrible. Mi matrimonio se venía abajo, como una casa ruinosa, y no
podía hacer nada. Sin embargo, estaba la fe. La fe en algo más
poderoso que Dios, el Diablo y que todo lo conocido. Había
esperanza, pues sin esperanza podía darme por muerto allí mismo.
Entonces la vi. Allí a mi lado.
Llevaba aquel vestido infantil, demasiado infantil para una niña que
prácticamente era una mujer, con aquellas encantadoras cintas atadas
a su rojo cabello. Las pecas salpicaban su nariz, que se arrugaba
ligeramente, mientras intentaba ver más allá del bullicio. Su
cuerpo era pequeño, frágil y parecía tierno con tan sólo echar un
vistazo. Decidí alzarla, colocarla sobre mis hombros y lograr que
viese el espectáculo. Mona. Mi encantadora y dulce Mona. Había
crecido en un mundo baldío, sin ilusiones o una mínima esperanza.
Era la típica flor que nace en el risco y está en contra del
viento. Ella, sin duda alguna, estaba en contra de todo.
Aquel día me percaté que no era ya
una niña, sino una joven. Una joven ambiciosa y necesitada de
afecto. Una mujer que quería conocer la verdad y los misterios que
yacían entre los cimientos olvidados de First Street.
Jamás olvidaré sus ojos verdes, los
collares de colores que llovieron aquel día y la muerte de Gifford.
Aquel día me iluminó el dolor, el pecado y la verdad más terrible.
Supe que la crueldad y el miedo sólo se habían iniciado.
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