Armand y Marius... ¿por qué son tan dramáticos? Bueno, no tengo porque quejarme porque me pasa lo mismo con Louis.
Lestat de Lioncourt
—Mírame. Mírate. Míranos. ¿Te
atreves o tienes miedo? No sé que puedo ver en tus ojos, pero cuando
los contemplo pierdo todo el buen juicio que he logrado retener entre
mis dedos. No fuiste capaz de buscarme en su momento, por eso nuestro
momento pasó y el dolor nos hizo fuertes. A mí me hizo un guerrero,
pero a ti te regaló mentiras tan firmes que hasta el día de hoy te
las crees. ¿Cómo puedes vivir sin mí? Yo no sé vivir sin ti. Pese
a todo, aunque sé que ya no podemos estar juntos, siento deseos de
correr hacia ti para que me abraces—dijo, desde la penumbra.
Él estaba en la habitación con los
ojos fijos en aquel viejo cuadro. No sabía como él lo había
recuperado, pero ahí estaba. Esas alas negras, esa expresión tan
emotiva, esa luz, ese aroma a recuerdos perfumados de lágrimas y
caricias... Ese cuadro, maldito como malditos estaban ambos,
descansaba sobre el caballete como si lo hubiese acabado de pintar.
Quería llorar, pero se reprimía las lágrimas. Armand estaba en la
puerta, apoyado en el pomo, esperando que respondiera a sus palabras
y acusaciones. Sin embargo, él no podía. Tenía razón. No podía
vivir sin él y a la vez sabía que era un imposible. No era Venecia,
ni él todavía un muchacho, la inocencia no existía y los burdeles
no eran más que bares de hombres sin conciencia ni respeto.
—Maestro...—su voz se quebró.
Rápidamente Marius se giró. Llevaba
una vieja túnica roja. Había decidido regodearse en los recuerdos,
alejando todo lo que le había rodeado hasta el momento, para poder
respirar el instante como en aquellos días. Sus ojos severos eran
tiernos, casi trémulos, y los de su criatura, el muchacho que amó
y, aún ama, con toda su alma, estaban llenos de vida salvaje. Se
movió rápidamente con un par de pasos llenos de elegancia, tomó
aquel rostro juvenil entre sus manos y besó sus labios.
Tal vez no era su momento, ni el lugar
y tampoco podía decirse que todo estaba perdonado. Tal vez no. Si
bien ahí estaban. Sus labios se volvieron cómplices. Sus manos,
esas manos suaves y delicadas, desnudaron el cuerpo joven y eterno de
Armand. Aquel querubín quedó desnudo, aferrado a sus ropas de color
de sangre, mientras los cabellos dorados de su maestro rozaban su
torso. Lo cubrió, como quien cubre a un ángel del pecado, mientras
lo secuestraba con sus deseos una vez más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario